Antes de convertirme en Cassiel Roadnight, nunca había comido carne. Ni una sola vez.
Según el abuelo, ser vegetariano no era solo una cuestión de salud, crueldad, dinero o sabor; también era una cuestión de buenos modales. Decía que robar leche, huevos y miel ya era tomarse bastantes libertades, para encima cortarle una pierna a una criatura y, luego, ahogarla en salsa. No le faltaba razón.
Me enseñó a cocinar. Me confiaba todos los cuchillos afilados y toda el agua hirviendo a los que yo pudiera echar mano. Comíamos arroz, alubias y verduras. Comíamos montones de curry. Comíamos como reyes.
Es lo que el abuelo solía decir.
Después del accidente, cuando ya no me permitieron volver a ver al abuelo, trataron de obligarme a comer carne. Me ponían en el plato cosas mustias, arrugadas, apestosas, y me decían que si no me las comía, se armaría un buen lío. Decían que eran buenas para mí.
No tenían ni la menor idea de lo que era bueno para mí.
Eso les dije. Se lo grité a la cara. Dije que no comía carne. Dije que quería estar con mi abuelo. Les lancé la comida. La lancé a las paredes, a las ventanas y directamente a las caras. La lancé a cualquier parte donde quisiera aterrizar. No me comí su carne. Ni hablar.
Antes me habría muerto de hambre.
El plato favorito de Cassiel eran las albóndigas. Helen me puso delante un plato lleno y, por la expresión de su cara, saltaba a la vista que las albóndigas eran algo que, supuestamente, debería provocarme emoción y nostalgia.
—Albóndigas —dije—. Gracias.
—«Cuántas veces hemos hablado de esto, mamá? —preguntó Edie—. Cass aquí sentado, cenando, justo como ahora.
Helen negó con la cabeza.
—No lo sé —respondió—. Cientos de veces.
Corté un trozo de albóndiga que chorreaba salsa. Traté de poner una expresión adecuada. Traté de sonreír y de no hacer muecas, traté de cerrar los ojos de placer y no de pánico, traté de tragar sin tener arcadas. Me observaban como halcones.
—Deliciosas —comenté, aún masticando. Sabían a sal, a mierda y a cartílago.
—¿Tan buenas como recordabas?
—Mejores.
Conseguí comerme dos. Bebí un montón de agua. Las dividí en fracciones, me quedaban dieciséis, catorce, ocho, una. Mentalmente, pedí perdón al abuelo, y al cordero o al cerdo o a la mezcla de criaturas que me estaba comiendo. Junté el cuchillo y el tenedor mientras cuatro pedazos seguían nadando en mi plato.
—¿Qué pasa? —preguntó Helen.
—No es propio de ti —comentó Edie.
—No comía tanto desde hace tiempo —respondí—. Mi estómago no está preparado.
Permití que Cassiel, dondequiera que estuviese, anotase un punto en mi contra. Me dije a mí mismo que no importaba. Me recordé que no tenía elección.
De modo que había dejado de ser vegetariano. También había dejado de ser yo.
Cuando huyes, cuando te mueves de un sitio a otro, día tras día, es difícil alimentarse. Robas. Hurgas en los cubos de basura e intentas no darte cuenta de que eres tú. Intentas no pensar en lo que estás haciendo. Aprendes dónde tiran la basura las tiendas, qué noche es la mejor. Cuentas con lo que desperdician otras personas.
¿Acabarte la comida? Ni se te ocurra, porque alguien que te observe desde fuera podría quererla.
Después de las albóndigas había helado. Dejé que se derritiera en mi boca y se deslizó, sabroso y excesivamente dulce, por mi garganta. Lo hice sin pensar.
—¿Por qué siempre te lo comes así? —preguntó Edie—. Da asco.
Curioso tener en común con Cassiel algo así: la manera de comer helado.
—¿Has estado en Londres? ¿O en Bristol? ¿O en Manchester? ¿Dónde? —preguntó Edie.
—Está cansado —intervino Helen mientras colocaba su fría mano sobre mi frente.
—¿Has estado viviendo a la intemperie? —preguntó Edie—. ¿En la calle?
¿Cuál sería la respuesta a eso? Era bastante probable. Si te escapas de casa a los catorce años, no sueles acabar en una suite de lujo en el ático de un hotel.
—De vez en cuando —respondí.
Helen negó con la cabeza.
—¿Y preferías estar en la calle a estar en casa? —miró a Edie y luego a mí—. No lo entiendo.
—Yo tampoco —convino Edie—. Tal como lo cuentas…
Sentí un vértigo en el estómago por culpa de la sustanciosa y extraña comida. Escuché el sonido de sus cucharas al raspar, los delicados sorbos, los tragos.
—¿Por qué te marchaste? —preguntó Edie.
Me quedé mirando su comida, solamente su comida. Respondí:
—No sabía qué otra cosa hacer.
—No te creo —dijo Edie.
Mantuve la voz suave. La mantuve serena.
—No tienes por qué.
—¿Tan horrible era? —preguntó Helen—. ¿Qué era tan malo como para que te tuvieras que marchar?
Me quedé callado.
Edie dijo:
—No nos deberías haber castigado de esa manera.
—Frank dijo que tenías problemas —dijo Helen—. Estaba preocupado por ti.
—No entiendo por qué no llamaste —insistió Edie—. Nunca entenderé por qué nos hiciste creer que estabas muerto.
¿Estaba bien pedir perdón? ¿Cassiel habría pedido perdón por eso? Quise pedirlo.
Edie no podía parar.
—No te pusiste en nuestro lugar —acusó—. Ni se te pasó por la cabeza hacerlo.
—Eso tú no lo sabes —replicó Helen.
—Sí, mamá, lo sé. Lo conozco mejor que tú. Tengo razón, ¿verdad, Cassiel?
—No lo sé —respondí.
—La tengo —reiteró ella—. Y tú lo sabes muy bien. Nunca te perdonaré.
—En ese papel de personas desaparecidas decías que nunca te darías por vencida —le recordé—. No decías que nunca me perdonarías.
Al instante me asaltó la preocupación de que no debería haber hablado. En el silencio que siguió después, pensé que había hecho algo mal.
—No lo pusiste fácil —me recriminó Edie.
Helen empezó a retirar los platos. Me levanté para ayudarla.
—Siéntate —le dije, poniendo mi mano sobre su hombro—. Yo me encargaré.
—Buen intento —dijo Edie—. Te marchas un par de años y luego vuelves de puntillas, tierno, dulce y servicial, como si con eso fueras a engañar a alguien.
Apilé los cuencos tan silenciosamente como pude.
—¿Quién narices estás fingiendo ser, Cassiel Roadnight? —preguntó.
—Déjalo —espetó Helen—. Ya basta.
—Lo siento, Edie —dije—. Lo siento, mamá.
Edie soltó un gruñido.
Helen me miró y sonreí.
—Los ojos te han cambiado de color —observó. Se sorprendió al oírse decir esas palabras.
No me moví. Edie apartó el helado y se inclinó hacia mí.
—No es verdad —dijo.
—Sí es verdad —replicó Helen—. Son diferentes. ¿Cómo es posible?
Porque no soy él. Porque soy una copia grotesca. Porque soy un usurpador.
—No es posible —insistió Edie—. De eso se trata. —Mírame —me instó Helen.
No quería mirarla. No quería que me viera.
—Te estoy mirando.
—Tenías los ojos azules —dijo.
—Y siguen siendo azules.
—Han cambiado —volvió a decir Helen—. No es el mismo azul. Son más oscuros.
Aguardé a que ambas se dieran cuenta. Aguardé a que el horror se reflejara en sus rostros. Sabía que la madre de Cassiel lo notaría.
—Sí, vale —masculló Edie entre dientes—. Y ahora cuenta los dedos que tengo en alto.
—¿Qué? —dijo Helen.
—No los recuerdas bien —dijo Edie—. Solo se trata de eso.
—Sí los recuerdo —replicó Helen—. Son los ojos de mi hijo.
De pronto, los suyos se cuajaron de lágrimas. Odiaba ver a la madre de Cassiel tan destrozada, disgustada y completamente en lo cierto. Dolía. Y yo tenía la culpa.
—¿Crees que no conozco a mi propio hijo? —preguntó, sin dirigirse a ninguno de nosotros.
La rodeé con el brazo.
—Está bien, mamá —dije, aunque no lo estaba, si ella se enteraba de la verdad derribaría la casa a gritos si yo intentaba tocarla.
—Tengo que irme a la cama —anunció—. De pronto, estoy agotada.
—Los tranquilizantes se encargarán de eso —respondió Edie.
—Edie, no —dije sin pensar.
Se quedó pasmada. Se detuvo en seco. Supe lo que significaba la expresión de su cara. Supe que estaba pensando que Cassiel jamás habría dicho eso.
Helen me cogió la mano y se quedó mirándola como si nunca la hubiera visto. La siguió sujetando hasta que yo me aparté, hasta que no tuvo más remedio que soltarla.
Me dio un beso en la mejilla, fresco y suave.
—Buenas noches, Cassiel. Buenas noches, Edie —dijo cuando estaba a medio camino de las escaleras—. Que durmáis bien.
Traté de mirar a cualquier parte menos a Edie. Lavé los platos y pasé un trapo a la mesa, dando demasiada importancia al hecho de averiguar dónde se colocaban las cosas y a guardarlas.
Me estuvo observando todo el rato. Notaba cómo me observaba. Yo me observaba a mí mismo a través de ella. Me hice consciente de cada leve movimiento, cada leve sonido, como si el siguiente paso que fuera a dar me fuese a delatar.
Cuando hube terminado no supe qué hacer. Me volví a sentar.
—No me engañas —dijo.
Lo sabe —pensé—. Ya se ha terminado. Puse una expresión tan ausente como me fue posible. Traté de no mostrarle todo lo que había en ella. Continué fingiendo.
—No es mi intención —respondí.
—No se me ha olvidado cómo eres en realidad —dijo—. Tardaría más de dos años en olvidarme.
—Pues dime cómo soy —repliqué—. Puede que sea yo quien se haya olvidado.
Edie empezó a enumerar con los dedos, de manera tajante, como un hacha al caer. No lo esperaba. No esperaba su repentino enfado.
—Egoísta —dijo—. Grosero. Arrogante. Poco dispuesto a ayudar. Malhumorado. Agresivo. Reservado. Codicioso —se detuvo—. ¿Cuántos van?
—Es suficiente —le dije—. Ya veo que me has echado mucho de menos.
Edie dijo:
—Solo me estoy preguntando cuánto va a durar.
Yo también. Eso era lo que me estaba preguntando.
—Tanto como pueda seguir haciéndolo —repliqué.
Sonrió. El gesto rígido de su cara y la postura de sus hombros se relajó un poco.
—Me gusta bastante —dijo—. Para ser sincera.
—¿Qué te gusta bastante?
—El nuevo y mejorado Cassiel Superagradable —respondió—. Amable con su madre, servicial en la cocina.
—Ya —dije yo.
—De un momento a otro te vas a ofrecer a sacar al perro.
Miré a Sergeant. Chasqueé los dedos y abrí la puerta. Se levantó lentamente, se esforzó por mantenerse en pie.
—Dios, lo vas a sacar, maldita sea —dijo Edie.
Le sonreí, mantuve la respiración constante, mantuve la voz tranquila.
—No lo he sacado en dos años —dije—. He pensado que seguramente me toque a mí.
Fuera, el viento había cesado y el cielo estaba negro, plagado de estrellas. Llené mis pulmones del aire húmedo y frío. Respiré como si hubiera estado debajo del agua demasiado tiempo.
Sergeant olfateó la hierba, captó el olor de algo, lo rastreó.
Mi primera noche como Cassiel Roadnight. Mi primer día. Casi había sobrevivido a él.
El perro siguió el olor justo hasta el interior de la casa. Probablemente era el olor de su cesta. Edie acudió a la puerta. Parte de su enfado había desaparecido. Sonrió.
—Entra, hermanito —dijo—. Ahí fuera hace un frío horrible.
Obedecí. Decidí que era lo mejor.
Apagamos las luces de la cocina y cerramos todas las puertas. Procuramos no hacer ruido al subir las escaleras.
—Buenas noches, Edie —dije al llegar a la puerta de Cassiel.
—Buenas noches —respondió ella.
Casi la había cerrado. Casi me había quedado solo. Casi lo había conseguido. Tuve esa sensación de contener el aliento durante mucho tiempo, de estar a punto de espirar.
—¿Cass? —dijo Edie.
—¿Qué?
No le veía la cara. Estaba demasiado oscuro.
—Me alegro de que hayas vuelto a casa —añadió.
—Gracias.
—Aunque estés tan raro.