Imagina la vivienda campestre perfecta, justo al final de un camino que sube y baja a través del bosque y discurre desde lo alto junto a los campos de cultivo. Una cerca de madera pintada de blanco, un porche cubierto, rodeado de exuberantes membrillos y rosas de olor, un jardín al que dan vida el canto de los pájaros y el arrullo amortiguado, constante, de un riachuelo.
No me lo estoy inventando. No lo soñé ni leí acerca de él. Este lugar existe. Es donde Edie me llevó.
A casa.
Fingí quedarme dormido en el asiento, junto a ella, para no tener que preocuparme por qué decir. Permití que mis ojos se dieran por vencidos y se cerraran y me quedé en el pequeño núcleo de mí mismo, escuchando. Escuché el motor, el tictac del intermitente y la respiración de Edie. Escuché el aire al otro lado de las ventanillas, el ajetreo de otros coches y la música que Edie puso y bajó de volumen para que no me despertara.
Escuché cuando contestó el teléfono. Sonó una vez.
Una voz de mujer, aguda, fina y metálica, dijo:
—¿Es él?
—Es él —confirmó Edie, y supe que al decirlo me estaba mirando—. Es Cass.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó la mujer—. ¡No me lo puedo creer!
—Aquí lo tengo, a mi lado.
—¿Cómo está?¿Qué aspecto tiene?¿Se encuentra bien?
—Dormido —respondió Edie—. Alto. Perfectamente.
—¿Y si hablo con él?
Edie me propinó un codazo. Cambié de postura en el asiento y me estiré. Me propinó otro codazo, más fuerte. Abrí los ojos y contemplé la sucesión de edificios, farolas y árboles. Ninguno de ellos conocía la terrible mentira que yo había iniciado, a ninguno le importaba.
Edie me ofreció el teléfono con gesto de interrogación. Retrocedí al mirarlo. Negué con la cabeza. Me lo volvió a ofrecer, con más empeño. Me lo colocó en la mano.
—Es mamá.
—¿Diga? —respondí.
Por el teléfono de Edie se escuchó una respiración ruidosa, jadeante e irregular. Me recordó a un corredor de fondo, a un perro enfermo.
Se quedó callada.
—¿Diga?
—¿Quién es? —preguntó—. ¿Eres tú?
Había detectado la mentira en mi voz. Es lo que una madre haría. Se daría cuenta al instante. Al hablar, me alejé del auricular para que resultara más difícil oírme.
—Sí, soy yo.
Entonces, el llanto, justo como Edie. El ruido leve y extraño, el sentimiento de vacío al escucharlo. Miré a Edie. Le devolví el teléfono.
—Mamá —dijo—. Se ha terminado. Vuelve a casa.
Nada. Más sollozos. Me pareció oír que decía:
—¿Estás segura?
—Tengo que dejarte. Llegaremos en un par de horas.
Edie soltó el teléfono en su regazo.
—¿Estás bien? —preguntó.
Traté de mantener los ojos sobre el gris en movimiento de la carretera que teníamos delante. Me agradaba la manera en la que tenía que desplazarlos para seguir mirando al mismo lugar.
—Estoy perfectamente —respondí.
Deseaba averiguar adónde íbamos. Deseaba preguntar cuánto tardaríamos, pero no podía. Se suponía que ya lo sabía.
—¿En qué estás pensando? —preguntó.
Odio esa pregunta. Si estás pensando en algo, es personal. Si quisieras que otra persona lo supiera, hablarías.
—En casa —respondí.
Se enderezó en su asiento y se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Tengo que decirte una cosa —dijo.
—¿Qué?
—No te va a gustar.
—De acuerdo.
Volvió la vista hacia mí. Habló con excesiva rapidez.
—Por favor, no te enfades. Por favor, no lo tengas en cuenta. Frank nos compró una casa. Nos hemos mudado.
Tardé un minuto en entender unas cuantas cosas.
No me importaba. Para mí, eran buenas noticias. Para mí, era un regalo.
Edie se mantuvo a distancia, esperando una reacción. Ignoraba si era yo quien la ponía nerviosa, o ese tal Frank; la persona que ella no conocía, o la que sí.
Cassiel estaba desaparecido. ¿No se suponía que su familia lo iba a esperar? ¿No se suponía que sus seres queridos iban a estar allí mismo, cuando llegara a casa? Me lo imaginé efectuando el viaje, llamando a la puerta de una casa llena de desconocidos, abandonado por partida doble. A Cassiel sí le importaría.
—Qué fuerte —dije. Negué con la cabeza.
—No fue cosa mía —alegó ella sin mirarme, manteniendo los ojos en los espejos, manteniendo la cara hacia la carretera.
—¿De quién fue la idea?
Escuché una nota de molestia en mi voz. Me asombré de mi propia hipocresía.
Edie respondió demasiado deprisa.
—Frank la encontró —dijo—. Pensó que era lo mejor para mamá, ya sabes. Para darle algo en que pensar.
—Ya.
—Era la casa de los sueños de mamá. ¿Recuerdas esa por la que siempre pasábamos camino al prado comunal? Estaba a la venta y a Frank le ha estado yendo muy bien y…
—Fue un buen gesto por su parte —dije yo.
¿Quién narices era Frank? ¿Un tío rico? ¿El padre de la familia? ¿El novio de su madre?
—Sí —respondió Edie—. Es verdad.
Colocó su mano sobre la mía y condujo así durante un rato; yo miraba nuestras manos y ella miraba la carretera.
—Pensé que te ibas a enfadar —admitió.
—¿Quieres que me enfade?
—No —respondió—. Dios, no. Solo pensé que te enfadarías, nada más. Tienes todo el derecho.
La idea de tener derecho a lo que fuera me provocó una sonrisa.
—Ya está hecho —concluí—. No le veo el sentido.
Volví a cerrar los ojos y, durante un rato, me quedé dormido de verdad. Me estaba mirando la cara en el espejo. Me preguntaba cómo narices había acabado teniendo aquel aspecto.
Fue el apagado del motor lo que me despertó, la ausencia de ruido, y a continuación el golpe de la puerta de Edie al cerrarse. Abrí los ojos, a solas en un camino de tierra rodeado únicamente de verde. Estaba oscureciendo. Era irreal, como cuando te despiertas de un sueño y te encuentras en otro. Nunca había estado en un espacio tan amplio. El viento soplaba a través del terreno y venía directo hacia mí como si ahora que me encontraba allí, tuviera un objetivo. Escuché cómo su canto atravesaba el coche, cómo pasaba por encima y por debajo. Durante una fracción de segundo me pregunté si Edie me habría dejado para siempre en ese lugar, si lo tenía calculado y me había abandonado. Y entonces oí el chirrido de una verja y ella regresó, cruzando a grandes pasos el absoluto vacío, y al abrir y cerrar la puerta del coche trajo consigo una pequeña porción del temporal y el olor a hierba fría.
—Cass, bienvenido a casa —dijo.
El coche franqueó con dificultad la verja abierta, seccionando el barro mojado y las huellas de tractor. Edie se bajó para cerrarla a nuestras espaldas. La llanura verde se fue estrechando hasta convertirse en un sendero jalonado de árboles y entonces allí estaba. La casa de los sueños de la madre de Cassiel. En el piso inferior se veía una luz encendida; se dispersaba en el aire, cálida, amarillenta. Edie tocó el claxon dos veces y la puerta principal se abrió de golpe. Hasta que la luz del porche se encendió no pude verla bien, delgada y oscura y despeinada por el viento, una versión de Edie con más edad, con el mismo aspecto frágil, igual de menuda. Se llevó las manos a la boca como había hecho Edie al verme. Entonces se puso a saltar y a agitar los brazos, sus gritos se esfumaban bajo el viento. Corrió en dirección al coche. Observé que se acercaba a nosotros como un tornado, como el agua. No había forma de escapar.
Edie clavó su mirada en mí.
—¿Qué te pasa? —preguntó—. Da la impresión de que vas a vomitar.
—Nada.
—Estás asustado. ¿Qué te asusta?
No tuve tiempo de responder. La madre de Cassiel se abalanzó sobre nosotros, sobre mí. Con ambas manos, abrió la puerta del coche de un tirón. El viento me agarraba del pelo y se me metía en los oídos, y ella trataba de sacarme por los brazos y de lanzarse sobre mí al mismo tiempo.
Oí cómo Edie se bajaba del coche por el otro lado, libre y desapercibida, como si fuera invisible, como si no estuviera allí. De pronto, me vi a mí mismo desde fuera, en aquel lugar azotado por el viento y plagado de barro, fingiendo ser el hijo de aquella mujer. Me costaba respirar.
¿No se daría cuenta? ¿No lo sabría en cuanto me tocase?
La madre de Cassiel llevaba pulseras que entrechocaban y producían un sonido metálico, y sus uñas estaban mordidas en tal medida, hasta tan abajo, que me sentí incapaz de mirarlas. Intenté salir del coche con ella aún aferrada a mí. Intenté ponerme de pie.
—Mi niño —dijo, y luego tiró de mí y me colocó en la curva de su cuello, mi frente sobre su hombro, mi espalda doblada como una guadaña. Su ropa desprendía un olor al calor del interior, a perro y a fuego de leña y a cocina, a humo de cigarrillo. Sentí su aliento, fino y débil, como si después de años de hacer lo mismo estuviera agotada. Se rio en mi pelo y ciñó sus delgados brazos alrededor de mi espalda. El aliento le olía a flores y a ceniza.
Almacené todo eso en un espacio vacío y silencioso de mi mente. De modo que aquella era la impresión que daba una madre.
La madre de Cassiel se retiró hacia atrás para mirarme. Sus ojos se veían salvajes y triunfantes, y en sus oscuras pupilas se percibía algo parecido al miedo. Intenté no dejarle ver lo asustado que estaba. En mi imaginación escuché la cuenta atrás, que terminaba con su grito de desilusión.
No se produjo. Llegué hasta cero y ella no había gritado.
—Nunca pensé que volvería a verte —dijo mientras negaba con la cabeza; la amenaza de las lágrimas le ahogaba la voz—. Nunca pensé que te encontraría.
Agarró mi camisa, mi remendada camisa de tienda de beneficencia, como si creyera que su mano podría atravesarla directamente.
—Eres real —dijo con un susurro.
—Sí.
—Has vuelto.
—Sí.
No sé cuánto tiempo nos quedamos allí parados, bajo aquel aire húmedo, gélido. Se meció como si sujetara a un bebé, pero era yo quien la sujetaba a ella, o eso creo. Edie había entrado en la casa. Un perro salió al porche, olisqueó el aire, estiró las patas traseras y volvió adentro. La puerta del coche seguía abierta y la luz interior estaba encendida. Me preocupé fugazmente por la batería. Los árboles golpeaban la casa con violencia, como si supieran que existía un motivo para enfadarse, como si conocieran la maldad que se estaba cometiendo. Les lancé una mirada feroz y me golpearon con violencia a mí también.
Cuando el teléfono sonó en el interior de la casa, la madre de Cassiel dio un brinco, como si estuviera dormida, como si estuviera a kilómetros de distancia.
—Debe de ser Frank —dijo, y se secó los ojos y se alisó el pelo hacia atrás, como si quienquiera que fuese Frank pudiera verla—. Entremos —indicó—. Vamos a hablar con Frank.
Me cogió de la mano para caminar conmigo, pero cuando tiré hacia atrás para coger mi bolsa y cerrar la puerta del coche, no esperó. Me soltó y se dirigió a la casa, abandonándome unos instantes, me dejó solo bajo el viento y la oscuridad.
El perro estaba en su cesta de la esquina. No se levantó. Elevó los ojos, agitó la cola perezosamente al vernos, hacía bum-bum-bum al chocar contra el suelo. Era un mestizo enjuto, fuerte, viejo, tosco y canoso. Le rasqué el cuello, leí en su collar el nombre: Sergeant. Se colocó boca arriba y dejó al descubierto la calva rosada de su estómago, la extensión invertida de su sonrisa.
Dentro de la casa hacía calor y olía a canela, a cebolla y a humo de leña. Por debajo del humo de leña había algo empalagoso y podrido, como cubos de basura, como putrefacción.
Estaba espantosamente iluminada. Noté que la luz se cernía sobre cada arruga y cada hueco de mi cara, diferente a la de Cassiel. Noté que la cara me cambiaba, amenazante y espantosa en su rareza. Me vi reflejado en el espejo. Era yo, en vez de él. ¿No resultaba obvio?
En realidad, Edie y su madre no me miraban. No podían haberme mirado. Pero quizá lo hicieran de un momento a otro. Me quedé allí de pie, sin moverme, y esperé a que el instante llegara.
Paseé la vista alrededor de la cocina, oscura y de techo bajo, con suelo de pizarra negra y armarios rojo sangre, un fogón antiguo que bombeaba calor; en el centro, una mesa larga de madera lavada. Había un sofá pegado a la pared, rasgado y destartalado, con viejos almohadones de terciopelo que, durante un nítido segundo, me hicieron pensar en el abuelo.
La madre de Cassiel estaba sonrojada por el aire frío y sus nudillos, al agarrar el teléfono, se veían transparentes.
—¿Es Frank? —pregunté.
Edie asintió.
—Acaba de recibir nuestros mensajes.
La madre de Cassiel me tendió el teléfono.
—Cass —dijo—, ven a hablar con Frank. Deja que te oiga tu hermano mayor.
Le quité el teléfono de la mano y me acarició la mejilla. La miré a los ojos. Esperé a que se diese cuenta.
—Hola, Frank —dije, y me quedé quieto, obediente, mientras ella me acariciaba.
Frank estaba fumando. Escuché la húmeda succión al aspirar el cigarrillo, la densa inhalación de aire. Se echó a reír, e imaginé su boca, y el humo que salía de ella.
—Cass —dijo—. Has vuelto —su voz sonaba grave y cálida.
—Sí —respondí.
Sonaba tranquilo, seguro de sí mismo. Me gustaba cómo sonaba.
—Estoy deseando verte —dijo.
—Yo también.
—Voy directo a casa.
—Cuándo. ¿Esta noche?
—Por la mañana.
—Vale, muy bien. Gracias.
¿Sería él quien se diera cuenta? ¿Miraría a su hermano y descubriría al mentiroso que había debajo?
—Es un milagro, Cass —dijo Frank con la boca cerca del teléfono, los labios rozaban el auricular mientras hablaba, de manera que el sonido que producían me raspaba en el oscuro vestíbulo los oídos.
—En realidad, no —repliqué.
—No, créeme —dijo Frank—. Tú eres un milagro.
La madre de Cassiel alargaba la mano en dirección al teléfono.
—Mamá quiere hablar contigo —dije.
—No. Dile a Helen que tengo que colgar —respondió—. Dile que la veré mañana.
—Vale.
—Oye, Cass —dijo.
—¿Sí?
—Bienvenido a casa.
Colgó el teléfono. Me quedé pegado al teléfono aún unos instantes.
Ahora también tenía un hermano mayor.
Helen. La madre de Cassiel se llamaba Helen. ¿Era así como Cassiel la llamaba? ¿O la llamaba mamá? Estaba de pie, muy cerca de mí. Podría haber contado mis pestañas desde donde se encontraba. No parecía darse cuenta de mis cicatrices, de los piercings antiguos en mis orejas, de los otros miles de diferencias que debían de existir. ¿Acaso no me veía?
—Ha colgado —indiqué.
Su mirada se desenfocó ligeramente, aunque siguió fija sobre mí. Observé cómo se iba. Observé que se aflojaban, perdían intensidad y regresaban; sus pupilas, perdidas en un azul nublado, turbio; su mirada, floja. La madre de Cassiel estaba colocada. No me estaba viendo.
Edie me observaba. Me pregunté si notaría la conmoción en mi cara. Me pregunté si se suponía que yo ya lo sabía.
Helen se sentó a la mesa, sonrió al aire y empezó a liar un cigarrillo.
Edie recogió mi mochila y abrió la puerta, que daba a un vestíbulo oscuro.
—¿Vienes? —me preguntó.
—¿Adónde? —dijo Helen.
—Iba a enseñarle esto. No sabe dónde están las cosas.
Hablaban de él, de Cassiel, aunque yo estaba parado justo delante de ellas. Supuse que era a lo que estaban acostumbradas, a hablar de Cassiel, a que Cassiel no estuviera presente. Supuse que, de alguna manera, resultaba apropiado.
Edie me miró.
—¿Quieres?
—Sí —respondí—. Sí, quiero.
En el oscuro vestíbulo, abrió una puerta que daba a las escaleras. Agarraba mi mochila, la llevaba a baja altura, por la correa, y la dejó caer en el primer escalón. La barandilla era de madera, pintada de un gris pálido azulado. Los escalones estaban polvorientos, y sobre ellos danzaban pelusas y migajas, pedacitos de papel y restos de tabaco.
—¿Te ha gustado la cocina? —preguntó.
—Es agradable —respondí—. Bonita.
Sonrió. Sus dientes y el blanco de sus ojos parecían piedras en la oscuridad.
—No estoy acostumbrada a oírte utilizar esas palabras.
¿Tenía que ser cuidadoso hasta tal punto? ¿Acaso las palabras «bonita» y «agradable» me habían traicionado? Trataba de ser un buen chico. Trataba de ser como él, nada más.
—¿Qué hay aquí? —pregunté al tiempo que atravesaba un espacio a mi derecha. Era una habitación pequeña con botas y abrigos y un montón de cajas.
—Nada del otro mundo —repuso Edie mientras se alejaba y abría la puerta de enfrente—. Este es el cuarto de estar.
Vi una enorme chimenea baja y una araña de cristal, tres butacas desvencijadas y una gruesa alfombra en el suelo. Hacía frío.
—Apenas entramos aquí —comentó Edie—. Se está mejor en la cocina.
Me llevó al piso de arriba. Cerró a nuestras espaldas la puerta que daba a las escaleras. Su voz resonaba entre las estrechas paredes.
—¿Por qué te has sorprendido tanto? —preguntó.
—¿Cuándo?
—Cuando has visto a mamá.
Traté de pensar.
—¿Crees que está peor? —preguntó Edie.
Me encogí de hombros.
—Es difícil decirlo.
—Ahora las consigue en Internet —dijo Edie.
—¿El qué?
—Valium. Diazepam. Dios sabe qué. El médico ya no le daba las suficientes. Le dijo que las dejase.
—Tal vez debería.
Edie clavó la mirada en mí unos segundos.
—Antes no pensabas igual —observó.
Maldita sea.
—Ah, ¿no?
Giró en el último recodo de las escaleras.
—¿Cómo las llamabas? ¿Las cuidadoras de mamá?
Intenté sonreír.
—Ah, sí.
—La mantienen atontada, de modo que no le importa lo que estés tramando. ¿Te suena?
Allí arriba hacía aún más frío y nuestros pies armaban ruido sobre el suelo de madera.
—Tú y Frank, los dos —prosiguió—. Sois muy malos tanto el uno como el otro.
La habitación de Cassiel era la tercera puerta a la derecha, después del dormitorio de Frank y el cuarto de baño. Al otro lado del pasillo estaban los cuartos de Helen y Edie.
Edie entró en la habitación de Cassiel antes que yo. Lo hizo directamente y con toda tranquilidad, como si no pasara nada. El polvo se arremolinó bajo la luz que procedía del techo. Pensé en inhalarlo. Me lo imaginé arremolinándose de aquella manera en el interior de mi nariz, mi boca, mi garganta y mis pulmones.
Me detuve en el umbral como si el propio aire me apartara de un empujón. No era mi dormitorio. No eran mis cosas, no tenía derecho a tocarlas.
—¿Qué pasa? —preguntó Edie.
Miré más allá de ella.
—Nada.
—¿Es diferente? —preguntó—. Intenté que estuviera exactamente igual.
Respondí:
—Solo estoy mirando.
Cuando entré, el polvo pululó con más fuerza y rapidez a mi alrededor, como si estuviera indignado. Ahí estaba su madre abrazándome estrechamente, ahí estaba su hermana pidiéndome que entrara. Pero incluso el polvo de la habitación de Cassiel sabía que yo no era él.
—Está más ordenada —comentó Edie—, Seguro que te das cuenta.
Miré las cosas de Cassiel. Me desplacé por la habitación, recogiendo objetos, tocándolos, abriendo cajones. Un espejo con una manzana impresa en la superficie, un tambor de piel, una foto de dos intérpretes de banjo en un pequeño marco de metal. Un libro sobre la confección de máscaras, una carpeta con dibujos, un monopatín. Una pila de postales, un ordenador portátil, un póster de una película de la que yo nunca había oído hablar. Ropa, lavada, planchada, doblada y esperando desde hacía dos años enteros a que alguien se la pusiera. Era demasiado pequeña para mí. A él ya no le quedaría bien.
Me imaginé a Cassiel observándome desde algún sitio, mientras soñaba despierto, o desde el banco de un parque, la caja de un supermercado, desde el cielo o el infierno o desde una simple tumba fría, dondequiera que estuviese.
Me pregunté hasta qué punto me odiaría por lo que estaba haciendo.
Me pregunté cuándo vendría a reemplazarme.
—¿Te hace sentir raro? —preguntó Edie.
—Un poco —respondí.
—Sí —dijo ella—. Hay una frase que me pasa por la cabeza sin parar: «Mi hermano pequeño está en casa».
Las palabras de Edie me recordaban a un anuncio en una estación de tren. «Mi hermano pequeño está en casa y en su dormitorio».
«No, no es verdad —decía el comentario en mi cabeza—. No, no es verdad».
—¿Te gusta? —preguntó—. ¿Te gusta tu habitación?
No respondí. No se dio cuenta.
—Es más grande que la antigua, ¿verdad? ¿Te gusta el color? Se llama gris barco de guerra o algo parecido. Mamá dice que es soso. A mí me parece elegante.
Sonreí.
—Te horroriza —dijo.
—No.
Helen subió al piso de arriba y llamó con los nudillos a la puerta abierta. Edie apartó los ojos de mí unos segundos y la miró.
—Qué alto estás —comentó Helen.
—Ah, ¿sí?
—Se me olvidó que tendrías dos años más —se apoyó en el marco de la puerta. Cruzó los brazos en torno a su cuerpo y me observó.
—Yo le dije lo mismo —comentó Edie—. Es como si hubieras crecido en cinco minutos.
Helen hizo un gesto de asentimiento.
—Es mucho para asimilarlo de golpe.
Parpadeaba con lentitud, como si a sus ojos les hubiera apetecido seguir cerrados.
—¿Dónde has estado, Cassiel?
—¿Qué pasó? Cuéntanos qué pasó.
Hablaron al mismo tiempo, casi. No hacían más que formular preguntas. Yo no podía responderlas. Mi disfraz era fino como el papel. Ignoraba quién era Cassiel Roadnight o qué habría dicho. Si hablaba, sería como desgastarlo con los dientes, me mostraría a mí mismo acechando por debajo, el meollo podrido.
—Ahora no —dije.
—¿Cuándo? —preguntó Edie.
—Déjalo, cariño —terció Helen.
Se produjo un silencio tenso, una especie de punto muerto. Oí cómo respirábamos los tres. Pensé en cómo sería la respiración de Cassiel, cuántas veces por minuto latiría su corazón.
—¿Tienes hambre? —preguntó Helen.
Debería haber sido así. No pensé que no había probado bocado desde que Edie llamó. Pero no tenía ganas de comer. El estómago se me había cerrado como un puño. Tenía demasiado en que pensar. Demasiadas cosas podían salir mal.
Cassiel sí habría tenido hambre. Habría estado relajado, hambriento y cansado. Cassiel estaba en casa.
—Creo que sí —respondí.
—Muy bien. Vayamos a comer.
Salieron de la habitación delante de mí y escuché cómo continuaban por el rellano y bajaban las escaleras. Me detuve en el umbral y volví la vista atrás, a su dormitorio. El polvo aún giraba enloquecido bajo la luz de la bombilla. La apagué.
Desapareció, sin más.