6

De pronto, era libre para marcharme. Edie firmó unos papeles en los que declaraba que era responsable de mí. Le enseñó a Gordon su carnet de conducir para demostrar que pasaba de los dieciocho años y que era quien decía ser, la hermana mayor de Cassiel y todo lo demás.

Me acompañó a recoger mis cosas. Yo las había guardado en la mochila, que esperaba sobre mi cama.

No había nada del otro mundo. Una linterna sin pilas, un tenedor y un cuchillo que había robado en el comedor, una pelota de tenis, un lápiz, una pluma de martín pescador, una billetera vacía, un cuaderno viejo, varias postales, un par de vaqueros, dos camisetas antiquísimas y una sudadera que había encontrado sobre una verja.

Había encontrado la mochila en un contenedor de basura años atrás. Tenía un corte en un lateral y una de las correas estaba rota, de modo que la tiraron. No hice más que ponerle cinta adhesiva y atar un nudo, y quedó muy bien. Es increíble lo que encuentras si te pones a buscar. Objetos perfectamente válidos que son desechados sin parar, objetos perfectamente válidos y personas perfectamente válidas.

—¿Es tuya? —preguntó Edie.

Asentí con un gesto.

—¿Qué tienes?

—No mucho.

Alargó la mano y cogió la mochila antes de que pudiera impedírselo. Observé cómo abría la cremallera. Solo era capaz de pensar en que ahí dentro podía haber algo que llevara mi nombre, o algo que simplemente aguardaba a delatarme; pero no era así. Daba la impresión de que mis cosas acabaran de llegar arrastradas por la marea hasta allí, al rasgado interior de color negro. Parecían cosas que el mar hubiera escupido.

—No reconozco nada de esto —comentó Edie.

Me encogí de hombros.

—Supongo que no.

Cogió la pequeña pluma con vetas azules.

—¿Me la regalas? —preguntó.

—Vale.

—Es curioso —dijo al tiempo que rozaba con los dedos la fina punta de la pluma.

—¿El qué?

—Que hayas estado desaparecido y que todo este tiempo hayas llevado contigo una cosa así.

image7

Salimos al exterior y nos dirigimos a su coche, un viejo Peugeot plateado con una abolladura en un costado y una rueda casi vacía. Del espejo retrovisor colgaban unas flores de plástico y en la bandeja trasera había una pila de periódicos atrasados. Se hincharon como velas de barco y se cerraron de golpe cuando abrimos y cerramos las puertas.

Me pregunté cómo se subiría a los coches Cassiel Roadnight. Me pregunté si la manera en la que yo me subía podría delatarme.

Gordon, Ginny y algunos de los chicos se encontraban de pie en el patio, esperando a que nos fuéramos para poder proseguir con lo que quiera que viniese a continuación. Nadie supo qué decir.

—Buena suerte —Gordon tenía media cabeza metida por la ventanilla bajada del coche. Pensé en subirla mientras aún tenía la cabeza dentro. Pensé en salir conduciendo, sin más.

—Muchísimas gracias —dijo Edie—. No sé cómo agradecéroslo.

Ginny me dijo:

—Cuéntanos cómo te va —pero no lo decía sinceramente y sabía que yo no lo haría.

—De acuerdo —dijo Edie, que se miró a los pies y luego a mí; arrancó el coche, dio la marcha atrás—. Nos vamos.

Giramos hacia la carretera y, de pronto, la casa y todo el mundo que la habitaba habían desaparecido, como si no hubieran existido jamás. Durante un segundo, pensé que tal vez habría estado más seguro allí, que tal vez me habría ido mejor. Durante un segundo, deseé que Edie me llevara de vuelta y me abandonara. Cuanto antes, mejor. Ahora, antes de que todos nos hiciéramos demasiado daño.

El coche era pequeño y estaba desordenado y abarrotado de cosas. Una cesta volcada había vertido su contenido sobre el suelo, y una enorme bolsa azul acaparaba la mayor parte del espacio a mis pies. El asiento trasero estaba atestado de ropa. El salpicadero se veía cubierto de folletos y papeles y tiques de aparcamiento. Apestaba a incienso. Noté que me había sentado encima de algo. Metí la mano por debajo y tiré hacia fuera: un trozo de una manta de punto vieja, solo un retal, gris por la suciedad y plagado de agujeros. Habría supuesto que Edie lo utilizaba para limpiar el parabrisas si hubiera limpiado el parabrisas alguna vez. Estaba a punto de soltarlo. Fue la expresión en la cara de Edie lo que me hizo detenerme. En vez de eso, lo sujeté unos instantes e introduje los dedos por los bucles y remolinos.

Edie me observaba.

¿Tan difícil resultaba ser otra persona? ¿Había que estar vigilante hasta ese punto? ¿Cuánto iba a durar, si un simple retal mugriento podía ser algo especial?

Edie se enderezó en su asiento, respiró hondo, sonrió a la carretera.

—Pensé que igual la habías echado de menos —comentó—. Sé que ya eres demasiado mayor y todo eso. Solo pensé que te haría sonreír.

—Gracias —dije yo. Sonreí, tal como se esperaba de mí. Fue como si la cara se me dividiera en dos. Metí el trapo en la mochila.

Dejamos a un lado de la carretera un pub llamado The Homecoming, «el regreso al hogar». El interior se notaba cálido, ruidoso. Me imaginé saliendo del coche y entrando en el pub, quitándoles las bebidas a los clientes mientras se volvían de espaldas. Me vi a mí mismo a través de las ventanas.

Resultaba agradable encontrarse en un espacio sin taquillas ni archivadores ni líquidos de limpieza industrial ni un lugar para cada objeto. Observé las manos de Edie, al volante. Llevaba un anillo de oro en el meñique de la mano derecha, y otro de plata en el dedo corazón de la izquierda. Las venas sobresalían bajo su piel, ligeramente azuladas; huesos delgados y perfectos oscilaban a cada pequeño movimiento. En el coche hacía calor, un calor seco. Por los conductos de la calefacción entraba aire y, como una sanguijuela, me chupaba la humedad de los ojos y la boca. Mientras conducía, Edie miraba al frente, a los espejos, a su hombro y, luego, a mí.

—Voy a ir despacio hasta casa —dijo—. No voy a chocarme ni a dar una vuelta de campana con el coche.

—De acuerdo —respondí. Y, en mi interior, oí que una parte de mí deseaba que lo hiciera.

No dijimos nada durante un buen rato. El silencio del coche lo llenaba el hecho de que no sabíamos qué decir.

Pensé en el lugar adonde nos dirigíamos: cómo sería y quién estaría esperando allí. Pensé en cómo narices iba a conseguir salir impune. Cada vez que pensaba en ello, mi cuerpo se abría como si estuviera hueco, como cuando se te olvida algo fundamental, como cuando sabes que estás metido en un lío, como cuando te despiertas y lo único que encuentras es remordimiento.

—Estamos muy callados —observó Edie— para tener dos años de historias por contar.

Lo de estar callado me gustaba. No podía equivocarme si estaba callado.

—No hay prisa, ¿verdad? —dije yo.

—Supongo que no —respondió—. Supongo que antes tampoco hablábamos mucho.

Cambió de marcha, pero no entró bien y el coche chirrió y rechinó hasta que Edie consiguió introducirla.

—Cass, te he echado de menos —dijo.

¿Qué se suponía que tenía que responder? Me miré los pies. Miré por la ventana. Ella aún lo echaba de menos. No había dejado de hacerlo, la pobre. Solo que no lo sabía.

—Soñaba contigo —prosiguió.

¿Qué habría respondido él? ¿Gracias? ¿Lo siento?

—En mi imaginación, eras el mismo que cuando te marchaste —dijo—. Daba por hecho que tendrías el mismo aspecto —estuvo a punto de sonreír—. Han pasado dos años. Es absurdo.

—Me pregunto si mamá y Frank habrán recibido mis mensajes —dijo ella—. No he podido localizarlos.

No sabía quiénes eran esas personas. No tenía ni la menor idea de qué decir.

—Puede que aún no lo sepan —continuó Edie—. Es raro, ¿verdad?

Vi que examinaba mi mirada en busca de algo que no estaba allí. Parpadeé, y ella también.

—Dios mío, Cassiel —dijo—. No me puedo creer que seas tú.

Yo sabía exactamente lo que quería decir, aunque ella misma no lo supiera.