Un taxi enviado por Gaspar les esperaba fuera del búnker.
El taxista subió a bordo a aquella gente que le serviría para presumir en el bar, para maravillar a los amigos entre un vaso y otro y una partida de cartas. No preguntó ni siquiera dónde podía llevarlos. Se marchó bruscamente e hizo retumbar las palabras contra el espejo retrovisor.
—Estáis en todos los periódicos.
—Lo sé —respondió Fosco.
—Nadie se explica qué es lo que ocurrió en esa mansión, ¿verdad? —dijo el taxista—. ¿Vosotros no visteis nada?
Controló sus caras a través del espejo con la esperanza de captar una verdad.
—Nada —dijo Lucía muy tranquila.
—Simplemente estábamos allí cuando ocurrió todo —concluyó Fosco.
Pero el taxista no se daba por vencido y seguía insistiendo.
—Se cuentan algunas cosas… pero yo no me las creo.
—Es mejor no escuchar lo que dice la gente.
El resto del viaje los clientes lo hicieron envueltos en un abrazo silencioso, mientras la sección de noticias de una radio actualizaba los tristes números del terremoto que acababa de afectar al sur de Italia.
El conductor se movió algo decepcionado por las calles de la ciudad. Se le quedó una expresión triste y un poco ofendida, que le duró hasta que se detuvo delante de la cancela abierta de la mansión D’Ambra y comunicó fríamente el importe de la carrera.
El notario les esperaba delante de la puerta, inmóvil de hombros hacia arriba, muy pendiente de no estropear el delicado informe. Sonrió. Les dio la mano a los señores y los condujo hasta la primera mesa de piedra que se encontraba en el jardín.
—Ahora se llama Villa Noi —dijo felicitándose, mientras el viento que pasaba entre las ramas les enredaba el pelo—. Una firma por aquí —dijo aclarándose la voz y alisándose el cabello. Luego se despidió, y sin perder el tiempo llegó hasta su coche, dándose la vuelta de vez en cuando para despedirse con mucha formalidad. Por último se acordó de decirles que el señor Thomas Dinkley y el señor Fernández le habían rogado que se despidiera en su nombre. Irían muy pronto a verles.
Puso en marcha el coche y desapareció en medio de una nube blanca. Cuando el ruido del coche se perdió a lo lejos, en el silencio pudieron escuchar su propia respiración.
Todo estaba sereno.
Fosco y Lucía se dieron la vuelta y llegaron hasta el umbral de su nueva casa.
Encima de la puerta estaba escrito:
Espíritu del Señor
Y alrededor estaba el texto:
Tria sunt mirabilia,
Deus et Homo,
Mater et Virgo,
Trinus et Unus.
Y en otra parte estaba el siguiente texto:
Cruzando la puerta de la mansión, Jasón obtuvo el rico vellocino de Medea. Un dragón custodia la entrada al jardín mágico de las Hespérides, y sin Hércules, Jasón no habría saboreado las delicias de la Cólquida.
Había más inscripciones legibles de izquierda a derecha:
Cuando en tu casa el cuervo negro dé a luz
la blanca paloma, entonces podrás ser llamado sabio.
El diámetro de la esfera, el Tau del círculo
y la cruz del globo no sirven al mundo,
aquel que sabe cocer con el agua
y lavar con el fuego hace de la tierra cielo
y del cielo tierra precisa.
Si haces volar la tierra por encima de tu cabeza,
con sus plumas convertirás en piedra
el torrente de las aguas.
Cuando Azoth y fuego blanquean Latona,
Diana vendrá sin vestidos.
Nuestro hijo muerto vive, el rey vuelve del fuego
y disfruta en la oculta generación.
Es la obra oculta de los Filósofos
que hace germinar la salvación para el pueblo.
Antes del umbral estaba escrito el verso:
SI SEDES NON IS
Lo leyeron, traduciéndolo al instante, de izquierda a derecha: Si te sientas no vas. Y de derecha a izquierda: Si no te sientas vas.
Luego entraron[4].
Entre los rayos de luz filtrados por las ventanas medio cerradas, nebulosas de polvo dorado flotaban como microscópicas galaxias de metal. Y otro polvo amarillento, más grueso y pesado, velaba el suelo, guiando la mirada sobre dos pequeñas piedras luminosas situadas en el centro de la sala.
Dieron unos pocos pasos, avanzando lentamente hacia la mesa.
Vieron una hoja aparecer de debajo de cuatro pequeños jarrones de cristal. Lucía tendió una mano temblorosa, cogió la carta y la abrió:
Queridos hijos nuestros, leyó en voz alta, pero la voz se le rompió inmediatamente ante la emoción.
Fosco la abrazó fuertemente y siguió leyendo en su lugar:
Os hemos dejado nuestra casa y lo poco que la generosidad de Nuestro Señor ha querido regalarnos, alegrándonos en esta última hora de poderos pasar el secreto a vosotros, a nuestros amados hijos Fosco y Lucía.
Tampoco Fosco lograba no emocionarse, y necesitó aclararse la voz para esconder el deseo de llorar.
Nos llevaréis en vuestros corazones, hasta las fronteras desoladas de la memoria de los hombres, en alto, en el cielo del respeto y del recuerdo, lejos del olvido, más allá del final del tiempo, como un hijo hace con quien le ha generado por el único hecho de haber sido generado.
Os dejamos también nuestro pobre saber y, en estos pequeños y últimos jarrones de vidrio, una cura para generar vuestra descendencia y otra contra la corrupción de vuestro cuerpo. En cada uno, de ambos modos, seréis longevos. Pero uno excluye al otro.
Os dejamos la libertad de elegir vuestro futuro, como vosotros nos habéis dado a nosotros la libertad de poner fin a nuestro pasado, donándonos la verdadera vida eterna.
Este es el oro que os dejamos.
Es nuestro espíritu.
Ahora dad luz al nuestro y a vuestro futuro: quemar esta carta.
Alabado sea Dios.