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Cada puerta de la residencia de los señores Della Rosa daba portazos como consecuencia del viento fuerte que soplaba entre las habitaciones.

En la enorme sala, un velo sutil de polvo amarillo y metálico brillaba sobre los rostros de los dos policías. Tenían incluso por la lengua y en el fondo de las bocas, abiertas por el asombro.

Las puertas cada vez golpeaban más.

Uno de los dos se agachó lentamente, apoyó una rodilla al suelo y un codo en la otra pierna. Lanzó una mirada a su compañero y lo vio inmóvil, paralizado por la maravilla, con un instrumento en una mano y en la otra una piedrecita de oro.

Los otros cuatro instrumentos yacían deshinchados en el suelo y cada uno tenía una piedrecita como aquella, no más grande que una nuez. El policía cogió una, la probó con cada sentido, mordiéndola incluso, y luego miró todavía más a su alrededor, perplejo.

Se escucharon entonces ruidos por el auricular.

—¿Estáis todavía fuera?

—Sí, jefe.

El hombre habló al micrófono, con un gesto lento y grave.

—¿Están armados?

—No, jefe —contestaron, y se oyeron todavía más risas en el auricular.

—Llevadlos a casa.

—Dicen que tienen el coche aparcado aquí cerca, que habían sido invitados por una familia de la zona. Estaban dando un paseo cuando escucharon las explosiones. Hemos mirado y el coche está. Jefe…

—¿Qué pasa?

El otro deglutió.

—En el jardín hay una carnicería.

—Lo sé.