29

El aire, en el exterior, perfumaba de arena marina. Las nubes se asomaban alrededor de los pequeños espacios de cielo sobre la mansión D’Ambra.

Parecía una tranquila tarde de verano, y sin embargo todo había cambiado.

Caminaron con calma, pisoteando las sombras de los árboles y respirando a fondo la tranquilidad de la tarde, entre los cantos de los pájaros y la fresca vibración de las hojas en el viento. Llegaron delante de la cancela de la casa del matrimonio Della Rosa y por primera vez lo encontraron cerrado.

Las cámaras ondeaban curiosas sobre sus cabezas.

Llamaron al telefonillo.

—Han cerrado desde dentro —comentó Lucía, asomándose y metiendo un ojo por uno de los agujeros de la tapia—. Pero hay bastantes coches ahí.

El telefonillo sonaba, pero nadie respondió. Luego un rumor eléctrico anticipó la apertura de la cancela. Un hombre ancho de hombros y con la expresión forzada se encontraba preparado para detenerlos con la mano, como si fuera un guardia urbano encargado de detener el tráfico.

—Perdonen…

—Somos amigos de Gerard y María —dijo Fosco.

El hombre se echó hacia delante, acercándose tanto que obligó a ambos a dar un paso hacia atrás. Abrió un cuaderno, mordió el capuchón de un bolígrafo y lo quitó.

—Los señores Della Rosa —dijo con el capuchón entre los dientes— se encuentran ocupados ahora, pero si queréis dejarme vuestros nombres les diré que habéis pasado a verles.

Fosco intentó forzar la voz.

—Ya verá, le regañarán por no habernos permitido entrar. Nos están esperando. Yo soy el señor Fosco Noi.

Los ojos del hombre cayeron sobre el puño cerrado de Fosco.

—¿Qué es eso?

—Es una guitarra. Pertenece a los señores Della Rosa. La he encontrado. Quería entregársela yo mismo.

—¿Noi, eh? —comentó el hombre con el capuchón en la boca—. Espéreme aquí.

No se produjo una espera larga. El tipo regresó enseguida.

—Los señores Della Rosa desean que paséis. Por favor, por aquí —dijo el guardia, pasando delante de ellos.

Recorrieron el típico pasillo, cruzaron algunas salas sin decoración alguna, y por fin el guardia se apartó, invitándoles a pasar.

—Hasta luego —dijo moviendo ligeramente la pequeña cabeza que llevaba apoyada entre sus hombros.

Dentro de la enorme sala vacía, cinco personas se encontraban sentadas en círculo en el suelo.

—¡Fosco! ¡Lucía! ¡Venid, venid! Os estábamos esperando —dijo Gerard agitando la mano.

Además de Maria, Lucía reconoció al cardenal que había visitado a Fernández en el hospital.

Fosco apoyó en el suelo la funda y se dio la vuelta para mirar aquel extraño cenáculo sin sillas. El cardenal los miraba a su vez con una expresión radiosa y complacida.

—Los señores Della Rosa me han hablado muy bien de vosotros.

—Eminencia —dijo Fosco con un tono frío, omitiendo arrodillarse o besarle el enorme anillo rojo.

—Y sé lo de Rodolfo —suspiró el cardenal—. Una muerte que ha entristecido mucho a la Iglesia. Si bien es importante para mí confirmaros que los culpables tienen las horas contadas.

—Lo sé —respondió Fosco con un silbido amenazador, que supo camuflar en una sonrisa inocente—. Sé de qué sois capaces.

El círculo parecía agitarse, molesto. El cardenal invitó a todos a la calma con un imperceptible movimiento de la mano.

—Os estábamos esperando —dijo levantándose—. ¿Podríais decirnos dónde habéis estado?

—¿Estabais en casa de los señores D’Ambra? —les preguntó Gerard, impaciente—. ¿Sabríais decirnos qué día es hoy?

Fosco se rascó la nuca y buscó el reloj en su muñeca. Lucía respiraba velozmente.

—Hoy es 15 de agosto —dijo el cardenal.

En la frente de Lucía aparecieron perlas transparentes de sudor que resbalaron lentamente por las mejillas.

La mano caliente del cardenal se posó sobre el hombro de Fosco.

—Señor Carugi, dígaselo, ¡venga!

Carugi se levantó.

—¿Qué es lo que habéis visto dentro de la residencia de los señores D’Ambra? ¿Qué es lo que os han dicho? ¿Habéis entendido algo? ¿Lográis recordar?

—Recuerdos nítidos como los rayos en una noche, la memoria amontonada de verdades antes inalcanzables —dijo Fosco, impasible—. He encontrado la guitarra que os pertenece y también la partitura desaparecida. No hay nada más que os tenga que decir.

En el círculo apareció un periódico nuevo.

—Mirad la fecha —dijo Gerard cada vez más nervioso.

Fosco se asomó para coger el periódico y lanzó una mirada a Gerard y Maria Della Rosa. Luego la mirada cayó sobre la fecha del periódico, 15 de agosto.

—Cuarenta y cinco días —dijo Carugi—. ¿Se necesitan cuarenta y cinco días para entrar en la casa de un ladrón y recuperar el botín?

—Cualquier cosa que os hayan dicho ahora la sabremos también nosotros —dijo el cardenal con un tono severo.

Los pensamientos de Fosco vagaban en el aire como el aliento de un fantasma.

—Sí… —dijo, escuchando y siguiendo aquel espectro—. Ellos nos han dicho que el final de los Confortadores es inminente.

Una fe incansable brillaba en sus ojos abiertos.

—¡Se creen que se van a quedar con nosotros! —protestó Carugi.

—Llama a alguien y que controle la funda —dijo Gerard.

—Me encargo yo, ¿veis? —dijo Fosco. Y diciendo estas palabras, levantó la González y se la enseñó a todos—. Nadie os quiere engañar —añadió, y cerró la funda, empujando con el pie hacia delante—. Ahora nosotros nos marchamos. Ven, Lucía.

—¡No! Vosotros os quedáis aquí con nosotros —dijo Gerard, cerrando la puerta con llave y dibujando un círculo con la mano para indicar a todos los presentes—. Tenéis un secreto que revelarnos.

Cayó un largo silencio lleno de murmullos.

—La previsión no puede fracasar. Los señores D’Ambra terminarán con sus vidas.

—Son estos, por lo tanto, los nuevos custodios. Nos revelarán el secreto de la materia. Se lo arrancaremos de la memoria si es necesario.

—¡Por fin iremos al Paraíso!

—¡Veréis cómo el secreto saldrá fuera de vuestras bocas! —gritó Carugi—. ¡Ahora conoceréis el tormento!

Gerard buscó algo bajo un azulejo que había separado con facilidad, y cuando lo encontró la lámpara de araña del centro comenzó a caer. Los anillos de la cadena de la que colgaba pasaron por el agujero del techo rechinando como la carga de una enorme olla. Cuando estuvo suficientemente baja, Gerard corrió para agarrarla con ambas manos, listo para tirar como de las cuerdas de una campana.

No tiró inmediatamente. Dejó durante un poco de tiempo su cuerpo colgando de la lámpara, amenazador como un dedo que acaricia el gatillo, y miró a Fosco y Lucía abriendo los labios para revelar por primera vez un guiño digno del Hermano Mayor.

Carugi lo notó y aprobó con amplios gestos de cabeza. Pero quería que Gerard tirara de la lámpara y que lo hiciera pronto.

—Hermano Mayor, este es el momento —exclamó triunfante.

En cuanto Gerard hubo tirado de la lámpara, algo en alto saltó, logrando que se pusiera en marcha un engranaje que hizo que el suelo vibrara y luego se separara toda la pared, abriéndose de forma basculante y echándose hacia atrás en torno a un eje horizontal, lentamente, abriendo de par en par el bostezo fétido de un antro polvoriento y oscuro despertado de un sueño que había durado siglos.

Se había abierto una cámara olvidada por el tiempo, sobrecargada de instrumentos para la tortura de los que todavía salían gritos desgarradores por motivo del tormento.

En el centro, una enorme rueda de madera, inmóvil, dentada con una hoja brillante, parecía sonreír ante el pensamiento de comenzar a girar.

Un olor de muerte vieja desde hacía siglos se esparció por la sala.

En respuesta a un gesto de Gerard, del círculo se levantó. Un hombre alto, calvo, con los hombros anchos, la camisa gris y la chaqueta oscura, fue al encuentro de Fosco y Lucía con paso firme.

Sobre su rostro estaba la imagen misma de la muerte, con una seguridad fatal.

—¡El verdugo! —murmuraron ambos.

Pero no tenían miedo. Fosco sabía qué era lo que debía hacer y se sentía calmado frente al enemigo débil. Esperó a que todos se levantaran y luego lo hizo. Se deslizó rápidamente por el suelo y soltó un manotazo fatal en la garganta del verdugo y la otra a la de Gerard. Rodó como un soplo hacia las pantorrillas de Maria y del cardenal, que se levantaban para buscar ayuda, y dio golpes mortales a sus cuerpos ya marchitos.

Ni siquiera una sola vez pensó que estuvieran matando a personas.

Lucía corrió hacia la ventana. Fuera había un grupo de hombres armados, todavía ignorantes de lo que estaba ocurriendo. Mientras tanto, Carugi temblaba sobre el suelo. No podía respirar. Se sujetaba en el pecho un grito que le hinchaba el cuello de sangre. Luego el grito fue expulsado como un disparo. Fue su última respiración. Fosco, con un codazo, le rompió la sien.

—¡Están llegando! —gritó Lucía dando saltitos, lista para atacar. Todos yacían sin vida en el suelo. Ni siquiera había una gota de sangre.

Escaparon por la puerta trasera.

El grito de Carugi había llamado la atención de los guardias, que ahora intercambiaban mensajes dando vueltas a la casa con pistolas y fusiles cargados. En el ímpetu de los primeros momentos se olvidaron de la orden de no mojarse los zapatos y se adentraron por la hierba húmeda.

Los zapatos se hundieron en el fango. Salieron del mismo descalzos, casi tirando para poder pisar tierra firme, paseando ignaros por las losas completamente húmedas.

Rodaron por el suelo como anguilas en sal, intentando escapar del agua y explotando sobre el suelo, intentando sustraerse a la tierra y explotando sobre el agua. Después de unos minutos, todo se convirtió en un prado de carne y sangre, un temblor de cuerpos destrozados, algunos todavía vivos.

Fosco agarró el brazo de Lucía y la arrastró hacia fuera, corriendo alocadamente, tragando larguísimos sorbos del aire que salía a su encuentro libre y eléctrico.

Una breve carrera fuera de la cancela, y dos coches con sirenas les detuvieron el paso.

—¡Manos arriba! —les amenazó un policía, que se escudaba detrás de la puerta y mantenía la cara medio escondida detrás de la culata de la pistola.

Levantaron las manos al cielo y se dejaron caer de rodillas.

Le dieron las gracias a Dios.