Villa D’Ambra parecía a primera vista un jardín, aflorando de la tierra con una forma alargada y absorbida, como si una fuerza la estuviera aspirando desde el cielo.
Tenía torreones finos con el techo de teja en cada esquina, arcos puntiagudos, ventanas afiladas, arquitectura ligera y gótica al mismo tiempo. Amplios viales arbolados para los paseos a caballo dibujaban a su alrededor un bordado de líneas claras.
Era la casa más bella que hubieran visto nunca tan de cerca.
Entraron acogidos por la calurosa bienvenida del señor D’Ambra, un hombre de mediana edad y estatura, con ojos profundos, arrugas marcadas, pelo largo, liso y recogido en una cola, y amplias mangas de camisa que le salían del chaleco que llevaba muy estrecho.
—Acomodaos, por favor —dijo, indicando un sofá con la mano abierta.
La señora D’Ambra estaba sentada en un sofá con una taza de té elegantemente sujeta por dos dedos finos, y miraba hacia un punto sin definir. También ella tenía el aspecto de otros tiempos.
—Estamos muy afligidos por lo que le ha ocurrido a Luce —murmuró Lucía, inmediatamente seguida por el pésame que les daba Fosco.
—Un luto terrible el nuestro —dijo el señor D’Ambra. Se secó la frente con un pañuelo, que metió luego en el bolsillo del chaleco, y cogió con delicadeza la mano de su mujer—. Luce era tan joven y bella —dijo—. Inteligente sobre todo. Y, por lo que sé, tenéis motivos para sentir la misma tristeza por vuestro querido Rodolfo.
La señora D’Ambra, mientras tanto, seguía mirando a la nada. El marido suspiró.
—Es el efecto de los sedantes. Pero está bien —dijo acariciándole el dorso de la mano. Le colocó un mechón del pelo detrás de la oreja—. Pensaba que reaccionaría peor ante la muerte de Luce. En cambio, se ha portado bien.
—Tío… —dijo Thomas.
Fosco se sobresaltó.
—¿Tío?
—Perdonad, no os lo he podido decir antes, me lo había pedido así mi tío.
—Dime, Thomas.
—No les tengas en ascuas. Le he prometido que les explicarías todo.
Fosco y Lucía se quedaron inmóviles, cargados de emociones.
El señor D’Ambra clavó las manos sobre las rodillas para ayudarse a ponerse de pie. Una vez levantado, con las manos en los costados, respiró profundamente y sonrió con gesto paternal.
—Seguramente vosotros estáis aquí para saber. Venid conmigo.
Al decir estas palabras todos se levantaron, también la señora, y le siguieron.
Bajaron a un trastero, y desde aquí recorrieron un pequeño túnel y se adentraron en una gruta que había sido excavada en la piedra. Después de un largo paseo por la oscuridad y una sorprendente marcha subterránea, llegaron a un ambiente mucho más previsible, con una luz débil pero suficiente para dar amplitud a la vista.
—Este es el laboratorio alquímico —anunció el señor D’Ambra—. Ahora cruzaremos las catacumbas. Seguidme.
Se adentraron por una pequeña apertura en la pared y, después de un trecho oscuro y largo como el anterior, bajaron por unas escaleras iluminadas desde abajo. La luz era cada vez más intensa, escalón tras escalón, hasta obligarles a cerrar los ojos.
Fosco y Lucía permanecieron sin respirar ante lo que vieron.
Una pequeña esfera flotaba en el centro de una sala, iluminándola y calentándola como un verdadero sol de verano.
—No me lo puedo creer —dijeron a la vez, con las bocas abiertas llenas de asombro y marcadas por una luz intensa.
—¡Esta es la enorme Sala de Oro! —anunció orgulloso el señor D’Ambra. Y como si hubiera esperado aquel momento con demasiada ansia, se apresuró a añadir—: ¡Y mirad allí!
Fosco se dio la vuelta y miró al punto indicado, hacia la pared más lejana.
—¡Has encontrado la González! —dijo el señor D’Ambra.
—Usted está de broma —contestó Fosco, que se acercó con cautela y escepticismo a un estuche de piel oscura. Lo acarició, siguió su perfil sinuoso. Miró a su alrededor. Todos lo observaban sin decir una sola palabra.
El señor D’Ambra tenía los brazos cruzados y una expresión austera.
—¡Ábrelo!
Fosco hizo saltar el cierre dorado y levantó la tapa, lentamente. Se dio la vuelta hacia atrás, y mirando a los ojos al señor D’Ambra extrajo del bolsillo posterior de los pantalones la foto de la González, la que le había dado su profesora Loinèda.
Abrió entonces el estuche. Dentro había una guitarra idéntica a la de la foto que le temblaba en las manos. Ahí estaba la mancha dorada sobre el plano armónico, tal cual había sido descrita por la profesora, brillante como si acabara de caerle encima. Y era evidente la huella de los cuatro dedos en el borde.
—Usted la robó… —logró decir Fosco, cada vez más confundido.
—No la he robado —le contestó el señor D’Ambra—. Yo soy el legítimo propietario.
El pequeño y poderoso sol se multiplicaba por cuatro en los ojos de Fosco y de Lucía, mientras una sensación de angustia y miedo iba aumentándoles por dentro, quitándoles incluso la respiración.
—Yo me estoy volviendo loco —dijo Fosco.
—No, no estás loco —afirmó el señor D’Ambra de nuevo—. Pero quizás llegarás a estarlo en cuanto escuches lo que tengo que revelarte —dijo, e hizo una pausa para saborear la reacción de Fosco. Luego miró a Lucía y añadió—: Yo soy Gaspar Sanz. Y ella es mi mujer, Magdalena Da Magnani.
Fosco cerró los ojos y movió una mano.
—Pero qué está diciendo… ¿me quiere tomar el pelo? ¡Quién ha asesinado a Rodolfo! ¡Es lo único que quiero saber!
La señora D’Ambra logró emitir un silbido.
—Vos los conocéis.
—Si los conociera —dijo Fosco apretando los dientes y cerrando con fuerza el puño—, se lo haría pagar.
—Vos los conocéis —repitió de nuevo la señora con un hilo de voz. El señor D’Ambra no replicó.
—Le encargué a Thomas que te buscara porque os encontrabais en peligro. El matrimonio Della Rosa parece muy manso, pero creedme, para salvarse no dudan en masacrar a nadie.
—Los señores Della Rosa me parecen buenas personas —objetó Fosco—. Viven en la pobreza y han dado todo lo que poseían en beneficencia, para ayudar a quien ha tenido menos en la vida. Incluso la guitarra, que afirmáis es de vuestra propiedad, y que por lo que sé les fue robada —dijo, tomando entonces aliento para seguir—. ¿Cómo ha dicho que se llama? ¿Gaspar Sanz? —preguntó con ironía, y le tendió una mano—. Encantado, yo soy Chopin, no, mejor ¡Johann Sebastian Bach! Ya que estamos, mejor fantasear con el mejor. No entiendo por qué no prefiere hacerse pasar por Beethoven en vez de por ese guitarrista desconocido. No es muy listo usted —concluyó, pero su mirada se detuvo de nuevo en la esfera luminosa situada en el centro de la enorme sala.
Puso una mano delante de los ojos, apartó lentamente los dedos e intentó mirarla sin dejarse deslumbrar.
No podía negar lo que veía.
Lentamente la curiosidad tomó lugar al desconcierto.
—¿Y esto qué es? —preguntó de repente, con una calma mayor.
—Eso es un pequeño sol —contestó el señor D’Ambra, que le dio un par de gafas de soldador—. Obsérvalo.
Fosco se las puso y pudo mirar la bola de fuego suspendida en el aire.
—No había visto antes nada así —exclamó pasando las gafas a Lucía.
—Increíble —susurró ella.
—Ellos no son capaces —dijo con orgullo el señor D’Ambra—. Los señores Della Rosa son unos sencillos soplones. ¿No llaman así a aquellos que alimentan sus hornos sin conocer la verdad profunda de la Obra? Creo, de todos modos, que algo pueden haber entendido porque, respecto a los comunes soplones, han podido disponer de un número infinitamente mayor de intentos.
Por un instante el señor D’Ambra parecía estar a punto de perderse entre todas las hipótesis posibles, pero inmediatamente recuperó el hilo de la conversación.
—Han asumido la medicina y han permanecido vivos durante mucho tiempo. Ya han entendido que yo soy Gaspar. Me buscan desde hace trescientos años. ¡Y en los últimos hemos vivido como vecinos de casa, sin que supiéramos nada unos de otros! Me refiero a no conocer nuestra verdadera identidad —dijo. El señor D’Ambra parecía ir recuperando episodios—. Tenéis que saber que el verdadero nombre de Gerard Della Rosa es Umberto Pauli. Su mujer, en cambio se llama Maria Teresa Carugi, hermana del temible señor Antonio Carugi, hermanos de los Confortadores y asesinos de la peor especie. Ellos han matado a Rodolfo y a Luce. Sé que es algo increíble pero el asunto entre Della Rosa y yo viene de hace mucho tiempo.
Apartó las sillas que estaban colgadas de la pared e invitó a todos a sentarse. Luego siguió con su discurso. Y contó de cuando había sido un sacerdote, músico de la Capilla Real de España, y de su misión en Bolonia para buscar la medicina que habría permitido al rey Carlos II tener un heredero y evitar la guerra de sucesión. Les contó todo, de forma puntual, sin dejar ni siquiera un pequeño detalle. Y ellos escucharon sin rechistar.
Supieron que el día de año nuevo de 1700, Gaspar, Magdalena y el maestro Carbonelli dejaron la casa del legado de Bolonia para dirigirse a Francia. Supieron lo de los bandidos que les robaron la González y el resto de las partituras. Y de cuándo y cómo llegaron a Francia y tuvieron que darse por muertos para escapar de los Confortadores.
Contó también del rey Carlos II, quien se había sonoramente negado a tener un heredero con una sierva italiana, muriendo y dejando la Corona en herencia a Luis XIV, y cómo toda Europa se había convertido en un escenario de largas y sangrientas guerras. El señor D’Ambra contó luego de sí mismo y de Magdalena y de cuando, desde Madrid, habían regresado a París. Y cómo un día un ayudante de la señora Mancini, un tal Boccale, había llegado a la ciudad y al cruzarse con Gaspar lo había reconocido, y que este último le había hablado sobre los Confortadores y sobre el hecho de que hubieran finalmente logrado hacerse con la medicina. Les explicó luego que la medicina era también llamada Oro Potable y que, gracias a su prodigioso efecto en el cuerpo humano, había permitido a los Confortadores ser extremadamente longevos y poderosos, teniendo de su parte a un aliado fuerte y resbaladizo como era el tiempo. También por eso, les explicó por último el señor D’Ambra, él y su mujer habían comenzado a pasar cada vez más tiempo bajo tierra y que aquello había terminado por agradarles.
—Thomas…
—Dime tío.
—¿Quieres tocar la González para nosotros?
Thomas se acercó a coger la guitarra. El señor D’Ambra mientras tanto seguía hablando.
—Supe luego por el maestro Carbonelli que el cardenal había recibido cuanto se había pactado, cada cuarenta y cinco días, el tiempo necesario para realizar el ciclo —y diciendo esto dibujó con el índice un círculo en el aire—. Entonces, con el tiempo, vine a saber que el señor Pauli se había trasladado a Roma, se había abierto camino trabajando en la Iglesia, se había casado con la hermana del señor Carugi y había cambiado de nombre. Ahora sabemos que se llama Gerard Della Rosa.
Olió el perfume de las notas tocadas por Thomas y se ausentó durante un tiempo, como si hubiera dejado allí su cuerpo vacío y se hubiera marchado en busca de otros recuerdos.
—¡Ah, Thomas! Dios, te doy las gracias —dijo el señor D’Ambra, saboreando absorto la belleza del sonido—. Toca Jácaras ahora.
Fosco le llamó la atención para recuperara el hilo.
—Siga señor D’Ambra, por favor.
El señor D’Ambra logró dejar a un lado las emociones tan profundas que le provocaba la música.
—Claro —dijo—, pero llámame Gaspar.
—Señor D’Ambra… —balbuceó Fosco, protestando como una vieja locomotora que va subiendo una colina—. Siga, quiero saber quién ha asesinado a mi hermano.
—Querido amigo, si no crees que yo soy Gaspar, no podrás creer tampoco el resto de la historia que tengo que contarte…
Fosco lo satisfizo sin convicción, pronunciando un desganado «Gaspar». Luego, viendo que no era suficiente, añadió:
—Sí, tú eres Gaspar Sanz —y volvió a decirlo de nuevo. Y observó cómo sus ojos brillaban y el rostro se le iluminaba de felicidad.
¿Qué es lo que había de extraño e increíble, en el fondo, en una medicina que curaba el cuerpo y alargaba la vida?
—Mientras existan personas que persigan a los alquimistas, nadie se revelará jamás y nadie dará el primer paso para poner al servicio de los hombres su conocimiento.
—¿Quién os persigue? —preguntó Fosco.
—Los Confortadores —respondió el señor D’Ambra, alias Gaspar—. Gerard y Maria Della Rosa, el Hermano Mayor y su mujer, han cometido crímenes imperdonables en el nombre de Dios. Pero los tiempos ahora han cambiado.
Mientras tanto Thomas afinaba las cuerdas y comenzaba otra pieza, tocando con suavidad para no prevalecer sobre la conversación.
—¿Cómo pueden dos personas ancianas como Gerard y Maria haber asesinado a Rodolfo y Luce de esa forma? —preguntó entre dudas Fosco.
Gaspar le corrigió.
—El señor Pauli y Maria Carugi —dijo.
Después de una pequeña pausa, necesaria para tragar tantas cosas difíciles, Fosco por fin dijo:
—Como se llamen, son muy mayores y están enfermos…
—¡Lo parecen! —le interrumpió Gaspar. Se puso de pie y se dejó observar. Se quitó hasta la chaqueta—. ¿Cuántos años me haces?
Lucía intervino rápidamente:
—Cincuenta.
—Sí —confirmó Fosco—. Unos cincuenta años.
—Bueno —comento Gaspar, poniéndose la chaqueta—. Demuestro tener casi trescientos años menos. No está mal, ¿no?
—No me lo creo.
—Somos simplemente longevos, ¿por qué te parece tan increíble?
—¿Y cuántos longevos existirían en el mundo?
—No lo sé, pero tienen que ser muy pocos.
—¿Por qué? —preguntó Fosco. El tono de su voz dejaba entender que cualquiera que fuera la respuesta, no la creería.
—Porque desde siempre el secreto está sellado herméticamente en la boca de los iniciados. Y además, porque los Confortadores han asesinado a todos los alquimistas que fueron procesados por herejía en la Inquisición. Les asistían durante el suplicio e intentaban sonsacarles algún secreto. No les importaba que se retractaran o se arrepintieran. Primero les hacían decir la fórmula, durante y después de la tortura, o incluso cuando estaban atados ya al palo, antes de que el verdugo encendiera la hoguera. Quienes no hablaban no eran ayudados y eran condenados a la muerte, dejando de esa forma todas las posesiones a los Confortadores, no pudiendo por ley hacer testamento… los Confortadores podían hacer muchas cosas durante los procesos. Estaban siempre junto al condenado, le asediaban psicológicamente, podían incluso liberarlo, si querían, y llevar a la hoguera a otra persona en su lugar. Es así como pudieron obtener todo el oro que les hizo ricos. Lograron incluso robar y asumir de forma correcta la medicina y convertirse en personas longevas, esto es evidente, pero ningún alquimista ha contado nunca la verdad sobre la Obra, de forma que estos no son capaces de producir la medicina. Y ni siquiera el oro, de eso estoy seguro. No son puros.
Fosco permanecía incrédulo. No sabía qué decir. Se sujetó la cabeza entre las manos, se levantó, dio una vuelta alrededor de la silla y se sentó resoplando, lleno de agitación.
—¿Cómo has logrado robarla? —dijo, indicando la guitarra entre los brazos de Thomas.
—No la he robado —volvió a precisar Gaspar—. Simplemente la he recuperado.
—¿Y cómo?
—Envié a Fernández a la audición… —dijo, y se puso de pie apoyando una mano sobre el hombro de Thomas, mirándolo riendo—. ¿A quién podría haber elegido si no a él? —dijo orgulloso.
Thomas intercambió una mirada de entendimiento, asintiendo.
—¡Fernández es el mejor alumno de mi tío! El más anciano de todos nosotros.
—Mis ayudantes no tuvieron que hacer mucho camino para ir a recogerla la noche del concierto —dijo Gaspar—. Sacaron a la luz la guitarra, después de todo ese tiempo, para hacernos salir a descubierto, para ver si todavía estábamos vivos, con intención de sustraernos el secreto y matarnos, de forma que pudieran morir y finalmente alcanzar el Paraíso según su plan perverso.
Transcurrieron las horas. El pequeño sol subterráneo resplandecía todavía. Era un blanco y poderoso día en el subsuelo.
Thomas tocaba todavía para Magdalena, que parecía escucharlo, aunque en realidad estaba lejos. Y también para Lucía, que en cambio parecía estar lejos pero escuchaba con interés. Y para Gaspar y Fosco, que no habían dejado un solo instante de hablar, a excepción de las largas pausas de desconcierto durante las cuales el cerebro de Fosco retomaba el aliento.
Estaba rebuscando en la memoria de Gaspar, pero no sabía dónde poner las cosas que aprendía.
—Después de todo lo que me has dicho, ¿no ha podido tomar un tranquilizante normal? —dijo con cierta preocupación, indicando a Magdalena.
—Espagírica —respondió Gaspar, preparándose para explicarse mejor. De hecho, Fosco, frunció el ceño y dijo:
—¿Y eso qué es?
—El arte alquímico aplicado a la producción de medicinas.
Fosco restituyó una mirada vacía y las rayas de la frente fueron desapareciendo.
—¿Qué me dices de la partitura robada?
Gaspar se puso de repente serio y comenzó a caminar en círculo con la barbilla en un puño.
—Se entiende…
—Yo no entiendo —cortó rápidamente Fosco.
—Te lo explico yo —dijo Gaspar, que mantenía los ojos sobre el círculo que iba recorriendo—. Se la dieron al párroco para que la entregara a la Iglesia.
—Pues no veo a la Iglesia interesada en una partitura.
—Esa no es una partitura normal —dijo Gaspar—. Contenía información codificada. Mi misión en Bolonia consistió también en una operación de espionaje contra el cardenal Aguilar, supremo inquisidor de España. Queríamos saber de qué parte estaba. En Bolonia envié unos manuscritos a Madrid, usándolos como mensajes en código. Un sistema un poco ingenuo, pensándolo bien. Yo entonces confiaba en las circunstancias favorables, pero no es difícil descifrar el sistema y leer el contenido.
—¿Puedo saber cuál sería este contenido?
Gaspar llamó a Thomas.
—Sí, tío…
—¿Tienes contigo Folías?
—¿Cuál?
—La que tiene treinta diferencias.
—¿La que no podemos tocar en público?
—Sí.
—La he estado estudiando precisamente en estos días —dijo Thomas, poniendo la guitarra en el estuche y yendo a registrar en una pila de hojas que se había llevado—. Aquí la tiene.
Se la dio a Gaspar, quien, con el brazo hacia delante, la reclamaba hacia sí mismo con los dedos.
—Mira —dijo abriendo una página cualquiera.
Fosco alargó el cuello.
—Pero esta es la original, ¡esta no es una copia!
Gaspar le corrigió:
—No es una fotocopia, sino que es una copia hecha a mano por mí. ¿Ves aquí? —indicó, y acercó más bajo el sol con la partitura abierta, dejando correr el dedo índice sobre las líneas—. La tonalidad es re menor, que en el tiempo indicábamos con una E. Es también la primera letra que se encuentra en la partitura. Luego siguen los números, ¿los ves? —decía, y mientras hablaba le iba indicando pequeños números a caballo entre las líneas que componían la tablatura—. Cada línea representaba una de las cinco cuerdas de la guitarra y si las cuerdas hubieran sido seis, como luego la guitarra tuvo, se habría tratado de una tablatura con seis líneas. El truco consistía en leer estos números con la letra que le correspondía: el uno es una A, el dos es una B, y así sucesivamente. ¿Qué es lo que lees aquí?
Le puso la página bajo la nariz.
—Leo… —balbuceó Fosco, agudizando la vista y el cerebro, calculando con fatiga las letras correspondientes a los números—. Leo… leo… Pero no entiendo qué es lo que significa —concluyó.
Gaspar le ayudó.
—No lo entiendes porque está en español. Está escrito que el cardenal Aguilar era favorable a una sucesión francesa del trono español, que apoyaba nuestro intento de evitar un epílogo parecido, así como más cosas interesantes sobre el cardenal Ravelli, legado pontificio de la ciudad de Bolonia. ¿Entiendes ahora por qué la Iglesia ha querido evitar la publicación de la partitura?
Fosco se rascaba la cabeza mientras decía:
—Entiendo pero, ¿qué importancia pueden tener hoy estos acontecimientos tan lejanos? ¿Y cómo podía saberlo la Iglesia?
—¡Me habría sorprendido lo contrario porque todo lo saben! Solo que no sabían con exactitud qué es lo que estaba escrito.
Gaspar cerró la partitura y la entregó a Thomas, quien dejó de tocar para ponerla de nuevo en su sitio, y luego comenzó tocando precisamente aquellas Folías.
—Sin embargo —dijo Fosco con una sonrisa burlona— les ha salido mal. Fernández la transcribió de memoria y debió enviarla a un editor.
—¡Fernández lo hizo muy bien! —exclamó Gaspar—. La original solo puede ser una. Si hubiera revelado al mundo otra partitura de Folías escrita de mi puño y letra me habría expuesto, ¡y estaría muerto desde hace mucho tiempo!
Fosco entendía el razonamiento.
—Pero ahora que los señores Della Rosa habían decidido hacerlo público… ahora que un guitarrista ha podido estudiarla y transcribirla de memoria…
—Efectivamente —dijo Gaspar—, a partir de ahora Thomas o cualquiera querrá llevar Folías en un concierto.
La seguridad que demostraba Gaspar, a quien Fosco seguía llamando dentro de sí mismo señor D’Ambra, era tranquilizadora y le arrancó el esbozo de una sonrisa.
—¿Fernández también es longevo?
La respuesta de Gaspar fue un largo y divertido no.
—Fernández es padre de cuatro bellísimos jovencitos y sufre de ciática. Toca maravillosamente, pero a veces las yemas de los dedos de la mano izquierda, dañados por las cuerdas, le duelen. Tiene ataques de ira como cualquiera, sueño, y a menudo ha tenido que anular citas por algún mal. No, no, Fernández no es longevo.
¿De verdad aquel que tenía Fosco delante era Gaspar Sanz? ¿Era él, precisamente él? ¿Y aquello que resplandecía allá arriba era de verdad un sol?
Lo veía. Era un sol de verdad.
—Está bien, está bien —dijo. De todos modos, Fosco quiso ser prevenido—. Me lo creo —dijo. Y para esconder que mentía, agachó la cabeza y puso la cara entre sus manos.