26

Cuando Fosco y Lucía salieron del búnker junto a Thomas, sentían el aire comprimido en la cabeza y las piernas débiles como hilos de hierba. Cogieron el coche y salieron a una ciudad que esperaban hallar destrozada. Pero como pudieron constatar pronto, abriéndose espacio entre la niebla que tenían en los ojos, Roma seguía en pie. Íntegra y desolada.

—¿Has notado el terremoto de esta noche? —le preguntó Fosco, mirando a Thomas por el espejo retrovisor.

—No, ¿dónde ha ocurrido? ¿Estás seguro?

—Lo acabo de ver en la televisión. Incluso lo he soñado esta noche.

—Entonces esperemos que todavía estuvieras soñando cuando encendiste la televisión.

Fosco admitió que era posible. Pero también Lucía lo había escuchado y visto. Y por si no fuera suficiente, en la radio cada frecuencia transmitía el ruido de la nada. Los canales habían sido abandonados como las calles. Incluso la ronda de circunvalación era una cinta gris recorrido en aquel momento por una mancha roja: su Clio.

—Estaba despierto, te lo garantizo. Quizás no ha afectado a la capital.

—¿Entonces por qué no hay nadie?

—¡Roma es la Ciudad Eterna! —dijo Thomas indicando un giro un poco más hacia delante, a la derecha, confundido entre los reflejos matutinos que aparecían como gas a través del asfalto.

Fosco pisó el embrague y tomó aquella salida.

—Ya hemos llegado. Dentro de poco hay un pequeño camino algo escondido.

—¿Aquí? —preguntó Fosco, indicando la salida hacia la casa del matrimonio Della Rosa.

—Algo más hacia delante…

Una serie de curvas, quinientos metros. Thomas alargó el brazo e indicó a la derecha.

—Aquí.

El Clio se enderezó y se metió por una carreterita blanca que unía la carretera asfaltada a una cancela monumental de hierro.

—Aquella de allá arriba es la casa de la familia D’Ambra —dijo Thomas—. Dejemos el coche aquí, bien visible.

Fosco no hizo ninguna pregunta.

Bajaron del coche y continuaron andando más allá de la cancela, que inmediatamente se cerró detrás de ellos, por el sendero sombrío, bordeado por dos filas de chopos y con restos de estiércol de caballo.

Al final del sendero lograron divisar el punto más alto de la villa, que resplandecía.

Fosco cogió la mano de Lucía. La escalera que tenían delante era larga y empinada.