En las bodegas de la mansión de la familia Della Rosa, Maria estaba ocupada en lavar con sumo cuidado y en profundidad un recipiente de vidrio. Gerard la miró y se sonrió.
—Podremos trabajar sin ser molestados. He esparcido una discreta cantidad de francio y luego he encharcado el jardín —dijo, e hizo ver que evitaba carcajearse fuertemente—. ¡Quien se acerque a la casa saltará por los aires! ¡Nunca se sabe! La familia D’Ambra puede tener la rara idea de venir a visitarnos…
Se sentía orgulloso ante tal broma. Ella le entregó el recipiente para que lo secara y sonrió.
—Eres el genio de las bromas, pero no has pensado que podría entrar alguien más.
—He cerrado la cancela y activado las alarmas —le tranquilizó Gerard—. Quien entre se lo buscará.
—¿Y cuando vendrán los demás? Los guardias de los cardenales siempre se quedan en el jardín.
—Todavía faltan días para que esto ocurra. Cuando vengan, les diremos que presten atención en no mojarse los pies.
Se rieron divertidos y volvieron a sus ocupaciones.
—Me gustaría ser joven —dijo Gerard después de algunos minutos pensando—. Joven y fuerte como ese Fosco.
Maria movió la cabeza.
—¿Pero por qué dices esto?
—Me veo reflejado en el jarrón —dijo, levantando el recipiente y exponiéndolo a contraluz.
—Somos viejos —dijo ella, satisfecha.
—Lo hemos querido —dijo Gerard, mientras colocaba el jarrón ya perfectamente limpio—. Hemos deseado envejecer más que cualquier otra cosa. ¡Y finalmente aquí estamos!
Suspiró, olió perfumes y aromas que imaginaba que le pasaban por delante. Parecía estar a punto de dudar de todo, de arrepentirse. Maria lo miró.
—Entonces ya no tienes fe…
—Sí, quizás es así.
—¿Y eso? Finalmente ha llegado el momento de morir.
Las energías fluían en sus cuerpos marchitados, cargados todavía con demasiado vigor para poder creer que el extremo límite se encontraba cerca, y sin embargo el efecto de la medicina estaba desapareciendo y sabían que pronto su vida se precipitaría.
Un día ocurriría. Y, según los cálculos, aquel día estaba cerca.
Gerard regresó a sus mansiones, en silencio. Se escondió detrás de otro objeto por limpiar y estuvo durante un tiempo mirándola. Maria tenía cara de estar cansada, pero convencida, como quien es feliz ante el inminente final. Únicamente, y se veía, estaba molesta por la falta de fe de Gerard que, pensaba, seguramente perjudicaría su plan ultraterrenal.
—Tienes razón —dijo él.
—¿Razón? —preguntó ella, acercándose para acariciarle la frente—. ¿Qué es la razón? Ahora tenemos que pensar solo en el Paraíso. Está cerca. Pronto el secreto de Carbonelli tendrá un último custodio.
—Vendrá aquí, y lo mataremos.
—Sí, y entonces, por fin, nosotros nos podremos marchar.
—Sí —dijo Gerard, agarrándole las manos. No nos hemos equivocado, ya lo verás. Tenemos solo que esperar a que todo se cumpla según Dios quiera.
Rezaron.
Los hornos estaban encendidos. Los vasos listos para hacer de trámite del espíritu con el cosmos.
La materia se transformaría por última vez.
En los laboratorios subterráneos de la mansión del matrimonio Della Rosa iba a tener lugar el último intento de realización de la Obra, con la esperanza jamás abandonada de lograrlo al menos una vez, de salvarse de esta forma del Infierno, de conquistar el cielo y la vida eterna en la luz.
Cuarenta y cinco días. Al final, los hornos se apagarían y no se volverían a encender.