24

Fosco se quedó dormido, cayendo en una pesadilla.

Corría. Sabía que habría tenido que dar la vuelta para ir hacia la dirección opuesta. En cambio, corría a la desesperada para intentar alcanzar a un joven más rápido que él.

Detrás de él se necesitaba ayuda. Los muertos tenían que ser muchos. Lo sabía mientras corría por el borde de un enorme charco oscuro, intentado visualizar los contornos de la sombra del joven.

Corría en la dirección equivocada sin poder hacer nada para evitarlo, sin poderse oponer al empujón. El joven al que seguía, con vaqueros, zapatillas de deporte y camiseta cortada en el pecho con una línea roja, se encontraba más allá del charco, en la llanura de arena que hacía de alfombrilla a un barrio recto y gris del que emanaba un extraño humo aceitoso.

El joven se arrodilló, impuso las manos en el suelo y apretó.

Fosco se llevó las manos a los oídos para no ensordecer ante la vibración tan potente.

Una parte del barrio caía del mantel y se rompía en millones de migas ensordecedoras sobre un suelo que parecía haber desaparecido. Un desastre.

Debería volver atrás, se decía. Quizás Lucía está todavía viva. Tuvo miedo imaginándola bajo los escombros mientras pedía ayuda. Vio su mano implorante bajo las enormes piedras de cemento. Sin embargo no volvió atrás porque quería salvar el planeta, descubrir la verdad sobre aquel joven. Lucía estaría de acuerdo.

Y entonces siguió persiguiéndolo.

Lo vio meterse en una calle que había quedado intacta por el terremoto. En las calles no había coches. Todos se habían escapado.

Fosco jadeaba. Intentaba correr cada vez más rápido, excavaba con las manos el aire pesado como la tierra.

Vio al joven detenerse bajo la columna, y cuando también él llegó a aquel punto, el otro ya se encontraba por delante y le estaba esperando.

—¿Quién eres? —le preguntó—. ¿Quién eres?

El joven mostró las manos todavía una vez más, y luego escapó escaleras arriba, escondiéndose detrás de una pared de ladrillos frágiles y transparentes que sin embargo no se podía abatir.

Vio al joven tocar la pared que los dividía. Vio una sonrisa serena. No había rastro de un intento homicida sobre aquel rostro que seguramente no había expresado jamás el odio, jamás la rabia, jamás la superioridad.

La sacudida fue violenta, pero más breve.

Duró el tiempo justo de derrumbarse la pared, dejándolos a ambos al alcance de la mano. Instintivamente lo agarró y el joven no pudo rebelarse a su tirón furibundo.

Le hubiera gustado gritarlo tan fuerte como para arrancarle la piel de la cara. Pero su voz vibró palabras sencillas.

¿Quién eres? ¿Por qué consigo tenerte? Tú no puedes ser de verdad. ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué? Y muchas otras preguntas habrían salido de su boca si hubiera querido.

—Lo siento —dijo el joven—, yo no puedo hacer nada. —Y nada más decir esto movió la barbilla, indicando el cielo grisáceo—. Tú no deberías haberme visto. No debías.

—¿Por qué no?

—Porque yo soy la causa invisible de las cosas visibles, soy el origen insondable del ser. Los hombres buscáis siempre la causa de las cosas y lográis siempre encontrar una, aunque sepáis que esa causa a su vez tiene otra, que tiene otra, que tiene otra, que tiene otra…

Tuvo miedo a que no se callara.

—¿Quién ha creado el mundo? ¿Quién ha creado al Creador del mundo? Cuántas veces —decía alguien detrás de aquella sonrisa inmóvil—, te has encontrado haciendo esta escalada hacia atrás sobre las causas, hasta intentar aferrar la primera. ¿Te has perdido en estos pensamientos?

—Sí —admitió Fosco—. Es verdad. Muchas veces he pensado en estas cosas.

El otro rio con todas sus fuerzas, se soltó de su presa y dijo:

—¿Cuál es la causa de esto?

Apoyó las manos abiertas sobre el pecho y se resquebrajó ante sus ojos. El joven estaba hecho de carne bañada en sangre, y de huesos que se podían romper.

Un instante después, Fosco corría hacia la dirección exacta, hacia la destrucción que sabía que encontraría. Corría hacia Lucía, en busca de su casa destruida, y los pensamientos le corrían por dentro. El búnker no podía haberse derrumbado. El búnker era un semisótano, no podía caer.

Abrió los ojos.

Lucía dormía a su lado.

El rocío frío le caía por el rostro.

Se levantó de la cama y se dirigió hacia la televisión, evitando los objetos esparcidos por el suelo. La pantalla, cuando se encendió, obligó a sus pupilas a cerrarse de golpe como una trampa ante las primeras imágenes.

Se acercó a la cocina, llenó una taza de agua mineral y la puso distraídamente dentro del microondas. Mientras el reloj se movía en su típico giro mecánico de dos minutos y una bolsita de té colgaba de sus dedos hipnotizados ante el nuevo día, escuchó la voz que provenía del salón.

Esta noche un terremoto de notables proporciones ha devastado muchas zonas de nuestra península.

El pánico estaba en los altavoces.

Los muertos se cuentan por miles.

Fosco entonces se acercó a la televisión de puntillas para poder escuchar con total claridad cada sílaba de aquellas terribles palabras. No podía creerlo, lo acababa de soñar.

Italia se encuentra derrumbada. Aunque también Turquía ha sufrido graves daños.

Las imágenes deberían haber sido muchas, y lo eran en efecto, pero no tantas como habría podido suponer porque por todas partes se habían derrumbado estudios de televisión, casas de producción, antenas… Y la típicamente densa red de telecomunicaciones se había roto en una sola noche. Sobre los pocos canales que quedaban retransmitiendo se percibía la misma situación.

Son muchos los gestos de solidaridad anunciados por los países que no han sufrido el terremoto. Se están movilizando para hacer llegar la ayuda a las zonas afectadas por el cataclismo.

El terremoto ha alcanzado duramente el centro y sur de Italia, y un fuerte maremoto ha barrido prácticamente algunas costas de Sicilia. Os podremos informar de más cuando nuestros enviados hayan regresado.

En la pantalla se veía una serie de ala deltas guiados por hombres.

Las calles que no han quedado destruidas de todos modos son inaccesibles. Las gasolineras se encuentran en llamas. Tenemos que emplear medios alternativos para alcanzar las zonas afectadas, con la esperanza de poder volar para entender mejor lo que realmente ha ocurrido y valorar la entidad de la devastación.

Los otros canales ya no existían.

Lucía, despertada por el volumen alto, se sujetaba la cabeza para detener el temblor, rumiando palabras carentes de sentido.

Fosco la abrazó.

—El terremoto…

—Esto no es un terremoto… —dijo Lucía sobresaltada.

—Lo he soñado esta noche.

—Parece el final del mundo.

Él se dirigió hacia la puerta con el temor de descubrir que los escombros estuvieran obstruyendo la salida.

—En el sueño pensaba que éramos afortunados por vivir bajo tierra —dijo antes de tirar de la manilla—. Hemos envidiado siempre a los que viven en el ático, y ahora somos nosotros los afortunados.

Abrió. La luz deslumbrante llegó hasta el espejo de la puerta y machacó los ojos, medio cerrados por el sueño y todavía llenos de pesadillas, de los jóvenes. Invadió las fibras nerviosas y el apartamento, esparciendo en el aire silencioso de la mañana lo que parecía ser el último día.

—Aquí parece que todo está bien, pero fuera no se ve un alma.

En el mismo instante que él cerraba la puerta le pareció escuchar algo. Un momento después alguien llamó.

—¿Quién será? —dijo Lucía, preocupada—. Es mejor que no abramos.

Fosco giró la medallita que había en la mirilla y apoyó el ojo para mirar. Fuera había un desconocido. Miraba a su alrededor esperando que alguien abriera.

Y Fosco así hizo.

—Buenos días —dijo el hombre, de unos cuarenta años, vestido de negro, con pantalones estrechos que terminaban en unas botas de punta, con el pelo largo apoyado sobre unos hombros anchos cubiertos por una camisa de algodón, muy erguido, con gafas oscuras y una mancha violeta sobre la parte izquierda del rostro, que quizás fuera el motivo de aquella melena larga.

—Buenas —respondió Fosco, frotándose los ojos.

—Me llamo Thomas Dinkley. Hace unos días hablé por teléfono con alguien que decía ser amigo de una querida amiga mía —dijo, y dio marcha atrás, comprobando de nuevo el número—. Si no me equivoco de casa, usted debería ser su hermano Fosco. Dijo que se llamaba Rodolfo. ¿Puedo entrar?

Con un intercambio veloz de miradas, en la penumbra del búnker convinieron que el desconocido no solo podía, sino que debía entrar.

—¿Cómo ha dicho que se llama?

—Thomas Dinkley. Soy un amigo de Luce.

Lucía apretó con el pulgar la rueda de un mechero, encendió una vela y fue entonces cuando se movió con más agilidad hacia cualquier esquina del búnker, sembrando por toda la casa pequeña llamas.

—Falta la corriente —dijo colocando una en el centro de la mesa.

Los tres se sentaron a su alrededor y se miraron un poco en silencio.

La voz de Thomas Dinkley era grave y temblorosa.

—¿Puedo fumar?

—Sí, claro.

Fosco esperó a que se encendiera el cigarrillo para comenzar la conversación.

—Entonces, usted habló con Rodolfo…

—Sí, me llamó. Yo estaba fuera, en el extranjero, de gira.

—¿Y por qué le llamó?

—Buscaba a Luce —dijo, y mandó más humo hacia el centro de la mesa—. Vino a veros antes de morir.

—¿Morir?

Thomas cerró los ojos y asintió dolorosamente.

Como arañas, las manos de Fosco y Lucía caminaron por la mesa y se agarraron con fuerza.

—Han sido los Confortadores.

Al escuchar aquella palabra, Fosco se levantó nervioso y cerró la puerta del búnker con llave. Se metió la llave en el bolsillo y se sentó de nuevo.

—Tu amiga, Luce, vino aquí, sí, y dijo que el hombre que había ardido delante de nuestra casa era mi hermano. Ella también habló de estos Confortadores. Luego escapó. Y se da el caso de que mi hermano de verdad ha muerto. Así que ahora tú te quedas y nos cuentas todo lo que sabes, comenzando por quién eres.

Thomas Dinkley no parecía en absoluto turbado por el comportamiento agresivo de Fosco.

—Soy músico, toco música antigua.

—¿Conoces por casualidad a un guitarrista barroco que se llama Fernández?

—No —respondió Thomas— pero sé que es muy bueno.

—¿Quiénes son los Confortadores? —le zarandeó Fosco—. ¿Qué sabes tú de todo eso?

—Estoy aquí para llevaros donde podréis entender. Yo soy un músico y no me interesa nada más. Luce, hace dos días… recibí una llamada suya. Decía que los Confortadores se habían despertado. Lloraba y decía cosas sin sentido. Decía que su vida corría peligro.

—¿No dijo nada más? —preguntó Fosco—. Parecía estar a punto de cogerlo por el jersey y zarandearlo.

—Sí, que estaba a punto de ocurrir un lío y que tenía que ser cuidadoso, porque ya un amigo suyo, Rodolfo, había sido asesinado de una forma horrible, y me lo contó todo. No podía perdonarse haberlo dejado solo y repetía que lo había hecho por su bien. En cuanto terminé de hablar con ella regresé a Roma.

—¿Cómo has sabido que Luce ha muerto? —le preguntó Lucía.

—Mientras volaba —dijo Thomas, que sacó un periódico del bolsillo posterior de los pantalones y lo abrió sobre la mesa por la sección de sucesos—. Aquí —dijo golpeando con el dedo sobre la foto de una joven muerta, atada de pies y manos en una rueda de carro—. Si lees aquí —movió un dedo bajo la foto—, está escrito que no se sabe quién es porque no llevaba documentación encima. Le han roto los huesos apaleándola, le han dado vueltas y por último la han estrangulado y arrojado al río todavía atada a la rueda. En pleno centro. Ningún testigo. Pero es ella, no tengo ninguna duda.

—Sí, es ella —confirmó Lucía.

—¿Tienes alguna idea sobre cómo podemos encontrar a esos fantasmagóricos Confortadores? —le preguntó Fosco.

—Bueno, yo no, pero la familia de Luce sí. Son ellos quienes me han pedido que viniera aquí. Quieren veros. Os lo explicarán todo.

La más ávida de las expresiones se compuso sobre la cara de Fosco.

—¿Podemos ir ahora?

—Sí, claro —respondió Thomas. Acarició la minúscula mejilla de Luce en la foto y se puso triste. Se levantó bruscamente e intentó echarse atrás los recuerdos y la tristeza como si fueran gotas de lluvia—. Podemos ir. Viven en una casa a las afueras de Roma, sobre la colina, no lejos de los supuestos propietarios de la González.

—¿Los propietarios de la González? —dijo Fosco, que estaba atónito—. ¿Los conoces?

Miró a Lucía para asegurarse de haber escuchado bien. Thomas asintió y le apoyó una mano sobre el hombro.

—Gerard y Maria Della Rosa —dijo con tono solemne—. La guitarra que estás buscando no les pertenece.