XXIV

Gaspar, Magdalena y Carbonelli prepararon el equipaje, lo colocaron sobre los caballos y salieron de la residencia sin perder tiempo.

Saludaron afablemente a los guardias, como si fuera el comienzo de una sencilla y agradable excursión por los alrededores, una vigilia normal de un día de fiesta. Y los centinelas, siguiendo órdenes precisas de Aguilar, respondieron al saludo con las reverencias, limitándose a seguirles con la mirada hasta verlos desaparecer.

—¿Sabes cómo ha muerto? —preguntó al cabo del rato Carbonelli, acercando su caballo al de Magdalena.

—Los Confortadores la encontraron. Incendiaron el molino, pero alguien dice que escuchó una explosión fuerte, como si fuera un trueno, una hora antes de que el molino saliera ardiendo.

—Francio y agua —dijo Carbonelli para sí mismo—. Se quitó la vida antes de que esos criminales la encontraran, para salvarme —musitó. Tiró de las riendas, azotó al caballo y se acercó a Gaspar. Le indicó el camino—. Ahora mi destino está más claro, ¡se encuentra justo delante de mí!

Gaspar gritó al viento.

—¿Qué queréis decir maestro?

—Iré con vos, haremos un viaje juntos, pero tendremos que pasar por París. Allí estaremos en un sitio seguro y prepararé la medicina para tu rey. Y allí me quedaré. Continuaréis luego vuestro viaje solo. Pero hay algo que tenéis que saber.

Carbonelli tiró de las riendas e hizo detener al caballo. Se detuvieron los tres en el centro de la calle. Se miraron. Los caballos intercambiaron fugaces roces con el morro.

—La medicina, por sí misma, no basta —dijo el maestro.

—Lo que sea necesario, eso haremos —respondió Gaspar, intentando mantener firme al caballo.

—¿Cualquier cosa? —preguntó Carbonelli—. ¿Estás seguro de ello?

—¡Por Dios! ¿Qué más puede necesitar? —protestó Gaspar.

—Sirve… —dijo a Gaspar mirando a Magdalena— una joven que esté dispuesta a recibir el semen de tu rey. Sirve el cuerpo fuerte y sano de una joven, oportunamente preparado, si no nada será posible. En París tengo amigos dotados de un laboratorio. Podré preparar allí el cuerpo de Magdalena.

Gaspar giró el caballo sobre sus patas y le azotó para alejarse lo más rápido posible de aquel pensamiento insoportable. Su amada Magdalena entre los brazos de otro. Un hombre feo y malvado. Embarazada de Carlos II. Magdalena no, ella no. Eso si que no.

—Podemos encontrar a otra joven que esté dispuesta a hacerlo por dinero —sugirió cuando Carbonelli y Magdalena le hubieron alcanzado.

—Eso no es prudente —reaccionó Carbonelli.

Gaspar se dirigió a Magdalena.

—¿Tú querrías hacerlo?

—No lo sé —dijo ella.

Era evidente que prefería que decidiera Gaspar, y que este dijera que no porque eso habría significado que él la amaba. Pero ella no se atrevía a rechazar tal propuesta.

—Vamos —dijo Gaspar tirando de las riendas y poniendo al caballo en la dirección acertada—. El viaje es largo.

El camino se encontraba de nuevo seco y batido por el viento de siroco. Los tres se perdieron en la lejanía de un horizonte caluroso, dejando atrás un siglo difunto y yendo al encuentro del nuevo, que parecía incapaz de venir al mundo.