XXIII

Descendieron hasta los sótanos. Girolamo arrastraba una cesta llena de panes y vinos envenenados.

—Yo saco fuera a Carbonelli —dijo Ravelli—. Tú después te quedas abajo y haces tu trabajo. Tienes que lograr que los demás desaparezcan. Que coman pan y luego quemas sus cuerpos en los hornos. Y no te olvides de romper la botella si fuera necesario.

—Sí, sí…

Bajaron las escaleras en silencio, siguiendo sus sombras. Llegaron a la planta más baja, donde se encontraban las celdas, y Girolamo dejó tintinear las llaves en el llavero, buscando la de una puerta que no había abierto jamás antes.

Carbonelli negaba la comida desde el primer día de su encierro pero, no se sabía cómo, daba siempre muestras de su presencia más allá de la puerta de hierro para confirmar que se encontraba bien. Una vez cada cuarenta y cinco días (este era el acuerdo), por la fisura para la comida ofrecía al legado en persona un kilo de oro y un kilo de plata en estado puro.

Corrientes luminosas salían por las fisuras de la puerta.

—¿Pero eso qué es? —dijo el cardenal.

—No lo sé. Lleva así unos días.

Ravelli pidió al siervo que se callara y afinó el oído.

—Oigo música, parece una guitarra —dijo, y luego se separó de la puerta dejando que Girolamo metiera la llave en la cerradura.

—Presta atención.

La cerradura saltó. Girolamo empujó la puerta con temor y curiosidad, pero la cerró de golpe por lo insoportable que era la luz que provenía de dentro de la celda.

—¡Carbonelli! —gritó el cardenal—. Déjanos entrar.

Escucharon una voz que provenía del otro lado de la puerta cerrada.

—Entrad si queréis.

—Pero antes cesad esta luz insoportable —ordenó Ravelli.

—Eso no es posible —dijo la voz desde la celda—. Pero no comporta peligro alguno. Los ojos se acostumbrarán rápidamente.

Girolamo se dio la vuelta hacia el cardenal y empujó la puerta. Entró el primero cubriéndose los ojos como en una tormenta de luz. Intentó apartar la mano y abrirlos, pero la luz deslumbraba tanto que hacía daño.

Ravelli aunó fuerzas y se arrojó dentro de la sala como un ciego alocado.

—¡Tapad esta maldita luz!

—No se puede, ya os lo he dicho —dijo la voz, que permaneció durante un buen rato sin un cuerpo visible dada la imposibilidad de mirar. Hasta que los ojos pudieron abrirse un poco, y luego un poco más. Otro intento y lograron ver siluetas y formas, luego sombras, luego pudieron ver y observar a Carbonelli que estaba sentado delante de la hornilla encendida, con los brazos cruzados y una jovencísima expresión, alegre y serena.

Ravelli se frotó los ojos doloridos.

—Pero vos… —se le acercó y le palpó sobre los hombros—. Vos no sois el hombre que… —le tocó la cara, el pelo largo y brillante, miró con asombro sus uñas rosadas y robustas—. El hombre que… vos no sois Carbonelli —dijo temblando.

—Sí, soy Carbonelli —le respondió con un tono muy apagado.

Mientras tanto, el cardenal y Girolamo pudieron ver mejor. La luz, si bien fortísima, ya no era tan cegadora y se podía incluso percibir por el rabillo del ojo, sin mirar directamente, la fuente de la que emanaba todo. En alto, en el centro de la sala, relucía un sol, un sol de verdad, pero más pequeño que una manzana.

—La semilla no es más grande que un grano de arena —dijo Carbonelli indicándolo.

—¿Qué diablos es esto? —exclamó Ravelli completamente indignado.

—¡Tú eres el diablo! —dijo Girolamo, santiguándose ante una superficie imaginaria a su alrededor y sin parar de escupir con desprecio al suelo.

—Vosotros sois el diablo —dijo una sombra autoritaria que se iba abriendo camino en la luz.

Ravelli y Girolamo se echaron atrás, en dirección a la puerta.

—¿Quién habla? —dijo el primero, mientras el segundo continuaba escupiendo al suelo.

Aquel que había hablado avanzó todavía más hasta que se encontró a contraluz y los otros pudieron distinguir una silueta.

—Soy Gaspar Sanz.

—¿Tú?

—Yo.

El minúsculo sol brillaba milagroso, alto, en el centro de un diminuto cielo subterráneo, en todo idéntico al sol inmenso que por quererlo Dios ilumina los días en el cielo infinito, calienta la tierra, vence los abismos de la noche y genera la vida y las estaciones del mundo.

—Creíais que me podíais enterrar aquí abajo, privándome de la luz del día —dijo Carbonelli—. Y en cambio el sol brilla por todas partes. Dios está en todas partes. Dios está en nuestros corazones, en el corazón de quien lo busca humildemente, sirviendo a la verdad y al bien. Es de quien, después de haberlo buscado, se encuentra al final a sí mismo.

El cardenal levantó una mirada amenazadora y asumió un comportamiento orgulloso.

—Él… —indicó a Girolamo— tiene una botella explosiva en la mano…

Girolamo rebuscó en sus ropas, cogió la botella por el cuello y la mostró.

—¿Sabéis lo que ocurre si se rompe, verdad?

Carbonelli lo sabía.

—La he hecho yo mismo —confesó el viejo a Gaspar—. El vidrio de dentro está dividido en dos, un cuarto de metal alcalino y tres cuartos con agua normal. Cuando el metal, que es líquido, entra en contacto con el agua, explota.

—Sí, explota —dijo el cardenal—, pero Girolamo hará todo lo que pueda para que no caiga. ¿Verdad, Girolamo?

Él respondió apretando contra el pecho la botella, y acunándola como si fuera un recién nacido.

—Eso sí, con tal de que vos estéis dispuestos a encontrar un acuerdo —concluyó Ravelli.

Girolamo levantó la botella. Estaba listo para arrojarla al suelo. Lo habría hecho, claro. Pero lo haría saliendo de la celda, buscando un escudo con la puerta que sujetaba ya prudentemente medio cerrada. Y luego correría para beber ávidamente su medicina.

—Proponed —dijo Gaspar.

Pero el cardenal, viejo mercader de palabras, hombre carismático solo en la superficie, profeta de una fe meramente verbal, de un Verbo que no había visto nunca hacerse Hombre, se sintió de repente impotente frente a aquel cierto y pequeño sol que irradiaba su verdad en miniatura a todo lo que le rodeaba. Se dio cuenta de lo poco que le serviría la fe, si asumía una, frente al milagro tangible que era capaz de provocar el alquimista. Y bajo aquel sol radiante, su enorme poder como legado pontificio se derritió como el hielo.

A esas alturas era un hombre acabado. Justamente como tantos otros, que habían tenido que escenificar súplicas desesperadas a sus pies sin obtener nunca la mínima compasión. Por un instante recordó uno a uno a todos los hombres derrotados a los que no había ayudado. Y en ese momento tan desesperado para él, pensó que quizás Carbonelli tendría piedad.

Se arrodilló a sus pies.

—Os pido perdón —dijo, y se los besó—. Maestro, perdón —repitió, cogiéndole las manos y besándoselas de nuevo. Lloraba—. Perdón. Ayudadme, os lo suplico.

Carbonelli sonreía, etéreo, incorrupto.

—¿Perdón?

—Sí, perdón —sollozó Ravelli.

—Si es el perdón lo que queréis… —dijo, y cogió la cabeza del cardenal, apoyándola contra el pecho y acariciándola dulcemente—, bueno, ahora estáis perdonado. ¿Qué es lo que puedo hacer por vos?

—Ayudadme a hacer de forma que no se llegue a saber nada de mis culpas.

—Fuera, mi querido cardenal, está Dios —dijo Carbonelli sin dejar de acariciarle la cabeza—. ¿Cómo podría impedir a Dios conocer lo que vos sois? Eminencia, mejor estar preparado para un encuentro. Dios os está esperando.

—¿Encontrar a Dios? ¿Un ser tan malvado como yo? —preguntó con los dedos entremetidos en el pelo—. Vos me condenáis al infierno y a la infamia.

—Permaneced tranquilo, eminencia. Dios acoge a todos. ¡Vamos! ¿Qué estáis esperando? —dijo dirigiéndose a Girolamo—. Este es el momento bueno. ¡Lanzad la botella!

Reía con ganas y seguía acariciando la cabeza de Ravelli como si fuera un gato acurrucado en sus rodillas.

La botella voló.

Tal y como había pensado hacer, Girolamo abrió la puerta, salió y la cerró en el breve lapso de tiempo que necesitó la botella para tocar el suelo. Luego corrió todo lo que pudo hasta las escaleras, tropezándose con la túnica, levantándose y corriendo más deprisa, desplazando aire y polvo sin dejar de tropezarse por los escalones que no terminaban nunca, arañándose las manos sobre las paredes rugosas, jadeando y gritando.

Logró sacarse las ampollas que llevaba debajo de la túnica mientras seguía corriendo desordenadamente, ondeando, cojeando, cayendo, arrastrándose y levantándose. Las miró. Una igual que la otra. Y no recordaba cuál tenía que beber antes.

Llegó a lo alto de la escalera, dio una patada a la puerta y se dejó caer al suelo. Se detuvo para estudiar las ampollas, y al final decidió que lo mejor era tomárselas a la vez.

Se desplomó al instante, inerte.

La luz generaba tétricos reflejos entre los agujeros de su rostro.

Abajo, en la celda, los vidrios de la botella rota habían desaparecido por el suelo.

—Era solo agua —dijo Carbonelli, satisfecho.

Ravelli esperaba todavía la explosión, con la cabeza entre las manos. Luego, cuando se dio cuenta de que todavía estaba vivo, agarró a Carbonelli y lo bañó con sus lágrimas y con la baba de sus besos.

Carbonelli lanzó un largo suspiro y se levantó, dejando resbalar encima de él las manos del cardenal.

—Nosotros ahora tenemos que marcharnos.

Gaspar cogió la González por el mango y lo siguió. Salieron de la celda ignorando las súplicas de Ravelli, el cual caminaba sobre las rodillas, agarrado a sus túnicas en el vano intento de detenerlos.

—Podré ver el sol, el verdadero —dijo Carbonelli, apresurándose a subir las escaleras con mucha calma.

Una vez que llegaron a la cima, Gaspar empujó la pequeña puerta y salieron del sótano.

—¡La luz! —gritó Carbonelli, girando sobre sí mismo con los brazos abiertos, buscando la sensación del viento sobre la piel—. ¡El mundo es fresco!

Vagó por el pasillo tocando cada cosa, olfateando las paredes, bañándose de la luz del día, emborrachado por la libertad. Y observó que, pocos pasos más allá, el cuerpo de Girolamo yacía en el suelo sin vida. Parecía colocado en el fondo de mármol de un lago transparente, ahogado, con la boca todavía a punto de recuperar el aire que no encontraba.

Gaspar se agachó sobre el cuerpo inmóvil.

—¡Maestro! —le llamó—. Venid, este hombre está muerto.

—¿Muerto?

El maestro dejó en ese mismo instante de rodar feliz y se acercó corriendo. Sobre su rostro se leía la esperanza de poder hacer algo todavía para salvarlo. Se arrodilló sobre Girolamo, dejó caer hacia atrás la capucha y entristecido, dijo:

—Envenenado, por desgracia. No puedo hacer nada por él. Todo tiende a mudar hacia su contrario —suspiró—. Quién ha sido prisionero, encuentra la libertad. Quién brama la vida eterna, obtiene la muerte.

—¡Maestro! —dijo Gaspar, que le tiró de la túnica invitándolo a levantarse—. Tenéis que dar las gracias por estar libre de nuevo.

Mientras hablaba indicaba el fondo del pasillo donde, entre las cariátides, corría Magdalena, saltando y feliz, con los brazos abiertos, ya lista a arrojarse al cuello de ambos.

—¡Oh, Magdalena! —dijo Carbonelli—. Alabado sea Dios.

Se reunieron en un triple abrazo, interminable. Luego Gaspar la levantó y comenzó a dar vueltas con ella.

—He tenido tanto miedo —logró decir ella.

—Todo irá a mejor —respondió Gaspar, depositándolo en el suelo.

Pero Magdalena asumió de repente un aire triste. Dudó. Al final encontró el coraje para decirlo.

—La señora Mancini ha muerto.

Carbonelli bajó la mirada, que inmediatamente se entristeció.

—Lo sé —logró decir—. Ambos sabíamos que ocurriría.

Ravelli mientras tanto, de rodillas en la celda, rezaba para que Dios le acogiera. Y rezó con fe, quizás por primera vez en su vida, en un profundo recogimiento, hasta bien entrada la noche cuando, con la mirada serena dirigida al pequeño sol subterráneo, celebró su última misa.

Cogió un pan envenenado de la cesta y dio las gracias. Lo rompió y se lo comió diciendo:

—Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía.

De igual forma, después de haber comido, cogió el cáliz y dijo:

—Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre, que es vertida por vosotros y para todos, en remisión de los pecados.