El último día del año la mansión de Ravelli estaba perfumada de carne de buey asado, de caza y pan de trigo recién hecho. Pero el cardenal todavía no se dejaba ver. Se negaba a comer y a hablar con cualquiera, salvo ordenar que llamaran a Girolamo desde los sótanos, quien por su parte se había quedado, como le habían pedido, listo para romper con extremo celo la botella si alguien intentaba entrar.
Girolamo esperaba en vano desde hacía horas, inmóvil delante de una puerta que el cardenal no se decidía a abrir, cuando escuchó el rumor de un anciano siervo que llegaba corriendo moviendo sin parar una hoja. Lo vio esconder el rollo detrás de la espalda, detenerse a debida distancia y apoyar una mano sobre las rodillas para intentar recuperar el aliento.
—¿Qué es lo que traes? —le preguntó Girolamo, analizando desde la oscuridad de la capucha. Le plantó cinco dedos ávidos bajo la nariz. Dámelo.
—Es una carta para el legado —protestó el viejo siervo—. Me han advertido seriamente que la entregara… —intentaba con mucha fatiga recuperar el aire dentro de los pulmones secos—… a Su Eminencia en persona.
Girolamo llamó a la puerta.
—Eminencia, ¡soy Girolamo! ¡Eminencia, dejadme entrar, que hay algo importante para vos!
Esperó en silencio, pero el legado no respondió. Girolamo miró asqueado al viejo y le dijo:
—Vete, vamos. Dame la carta. Me ocuparé yo.
Pero el viejo no se movió.
Girolamo llamó de nuevo, más fuerte, tan fuerte que se llegó a hacer daño.
—¡Eminencia! —gritó con todas sus fuerzas, y empleando una voz aguda y ridícula—. Ven, llama tú —dijo al viejo mientras, dolorido, se sujetaba la mano.
El viejo no perdió el tiempo y comenzó a dar patadas a la puerta.
—¿Pero, qué estás haciendo? ¡Apártate! —ordenó Girolamo, que lo sujetó por la chaqueta y acercó un oído a la puerta. Escuchó con los ojos cerrados.
—Desde el otro lado, solo silencio y oscuridad.
—Duerme con tapones —se rio el viejo, que mientras tanto se había recuperado. ¿Pero desde cuándo no come?
—Desde hace días.
—Entonces, quizás está muerto.
El viejo tenía todavía esa vaga esperanza dibujada sobre el rostro cuando el cardenal Ravelli dejó aparecer junto a la puerta un largo brazo negro y una mano fina dirigida hacia arriba.
—Dámelo —ordenó sin más.
Su voz traicionaba el cansancio de un hombre entrado en años que no comía desde hacía días. Era el sonido de una profunda y meliflua tristeza.
El viejo siervo dejó caer dulcemente el rollo sobre la mano del cardenal. La mano se cerró en torno al objeto con lentitud, y luego se echó hacia atrás rápidamente, como si se trataran de las antenas de un caracol.
La puerta se cerró después.
—¡Marchaos! —le escucharon gritar desde dentro. El viejo siervo así lo hizo, pero Girolamo permaneció inmóvil vigilando la habitación, convencido de que Su Eminencia se acordaría de él.
El tiempo necesario para la lectura del mensaje y el cardenal convino con cuanto le escribía el Hermano Mayor de la hermandad de los Confortadores. Se presentaba una oportunidad para ambos. Uno de esos raros casos en el que quien toma en realidad da, y quien da en realidad toma. Así, de hecho, había comenzado su carta Pauli, y luego la había llenado de una cantidad de retórica que ahora Ravelli tenía la sensación de beneficiarse de un milagro mandado del cielo. Entregando a todos los alquimistas y prisioneros a los Confortadores podría borrar cualquier prueba, cualquier trazo de los sótanos. Los entregaría y de ellos no se volvería a saber nada más. O podía seguir esperando que Carbonelli, persuadido por el saber hacer de los Confortadores, hablara. Y él podría intervenir, como siempre en el momento oportuno, y recaudar su parte del secreto.
—Que se los lleven —protestó arrugando la carta entre los dedos y escupiendo al suelo en señal de desprecio—. Que se lleven también a ese enfermo de Carbonelli. Desde que está aquí no ha hecho otra cosa que tergiversar y suscitar curiosidad.
Abrió la puerta y sacó la cabeza en busca de Girolamo.
—Ah, estás aquí. Rápido, entra.
En cuanto la puerta se cerró detrás de él, Girolamo, satisfecho, dejó caer la capucha hacia atrás. Por primera vez se le concedía entrar en aquellas habitaciones, por primera vez se sentía de verdad importante, indispensable para la trama desesperada de su dueño, siendo el único servidor de confianza que le quedaba. Y fuerte por la repentina debilidad del cardenal, saboreaba una ocasión desde hacía mucho tiempo soñada.
—¡Cúbrete! —le gritó Ravelli, llevándose una mano a los ojos. Esconde ese rostro horrible y disgustoso.
—No. No me cubro —dijo Girolamo con una firmeza inaudita. Y por respuesta apartó las cortinas y dejó entrar más luz sobre su rostro mutilado y se sentó desafiante sobre un asiento—. Vos habéis hecho esto. Ahora yo quiero curarme.
—Sí, está bien —consintió Ravelli—. Si me ayudas, si haces lo que te digo.
Confiado, Girolamo se levantó, fue hacia la vitrina, la abrió, sacó una botella de vino y sirvió un poco.
—¿Os apetece?
El cardenal tuvo que ignorar el comportamiento ultrajante de Girolamo. Se acercó a la ventana y siguió hablándole mientras miraba fuera.
—Escúchame Girolamo, tu penitencia ha terminado, pero tienes que hacer lo que yo te diga.
Girolamo asintió, inhalando el perfume que subía por el vaso.
—Tenemos que liberar a Carbonelli y a todos los alquimistas de los subterráneos, y tenemos que hacer desaparecer cualquier pista de su presencia aquí, destruir los laboratorios, limpiar a fondo… ¿Entendido?
Girolamo sorbió.
—Entendido.
—¿Qué estás haciendo allí? No nos queda tiempo que perder.
—Yo no hago nada si antes no me dais la medicina.
—Después de tomar la medicina tienes que quedarte en reposo durante dos días. Te sentirás débil y no podrás hacer nada, así que antes haz lo que te pido y luego te la daré. Tienes que fiarte de mí.
—No —dijo Girolamo mientras seguía sorbiendo su vino con mucha calma—. Vos me dais ahora la medicina y yo me la tomo después de que haya terminado. Os lo juro. —Puso una mano en el corazón para seguir añadiendo—: Os lo juro por Dios.
Ravelli, sin decir una palabra, se arrodilló a los pies de la cama, se subió las mangas de la túnica, metió los brazos debajo de esta y sacó una caja de cobre. La abrió lentamente, mirando con fijeza a Girolamo.
—Aquí hay dos ampollas. Esta es la medicina —dijo. Mientras hablaba movió una de las dos ampollas—. Y esta… —cogió entonces la segunda— es una sustancia que hace que sea bebible.
Esperó a que Girolamo diera una señal de haber entendido bien.
—Si bebes la medicina sin haber preparado antes tu cuerpo con esta, mueres —añadió, y puso una de las ampollas en sus manos—. Toma, la otra te la daré cuando hayas vuelto después de haber hecho lo que te pido.
Las manos de Girolamo temblaban. El monstruo mugía ante la excitación. Giró la cabeza de golpe, hambriento, secó con la manga la saliva que le caía de la boca.
—Ahora no —le intimó el cardenal—. Muy pronto. No tienes que preocuparte. Nos quedará mucho tiempo después.
El siervo se tapó la cabeza con la capucha del sayo y aceptó posponer el momento tan ansiado.
—Ahora vete. Tienes que crear un recorrido desde aquí hasta los sótanos. Cierra con llave cada puerta que dé al recorrido y luego ven a llamarme. Bajaremos, sacaremos a los prisioneros sin que nadie pueda vernos, y los cadáveres y los conejillos los quemaremos en los hornos.
—Casquete de vidrio, no —dijo Girolamo.
—¡También casquete de vidrio, tonto, más que tonto! Casquete de vidrio no puede salir, nadie puede verle. ¿Me entiendes? Aguilar sospecha, alguien tiene que haber hablado. Si lograra hacerse con una prueba contra mí me quemaría vivo. Nos quemaría a todos, incluido a ti.
—Entendido, entendido.
—Entonces vete.
Girolamo salió y se apresuró a cerrar todas las puertas necesarias para crear un recorrido oscuro. Cuando llegó a la última puerta se escuchaba ya golpear en señal de protesta. Se le pedía paso con gritos porque tenían que pasar para trabajar.
—¡Tengo que llevar la leña!
Y más golpes.
—¡Vamos, que se me escapa!
Más golpes.
—¡Orden de Su Eminencia! —gritó Girolamo—. Pasad por otra parte —dijo, y siguió gritando mientras volvía corriendo a ver al cardenal. Llegó, llamó a la puerta y el cardenal le abrió.
—La segunda ampolla —pidió inmediatamente Girolamo, alargando las manos. El cardenal se la dio.
—Pero la beberás después.
—Sí —dijo Girolamo, que agachó la cabeza y se apoderó de la ampolla, dejándola resbalar por la manga de la túnica.
Bajo la capucha resplandecía la luz de un guiño horrible.