Los pensamientos del señor Pauli retumbaban contra las paredes. Pequeños ríos de lava le rayaban los ojos. Ojos rojizos, abiertos e iluminados por la llama. La furia de su respiración profunda y fría causaba terror.
—Los comunes mortales —deliraba— seguirán el ciclo, convirtiéndose en esclavos. Nacerán para morir y luego muertos para nacer. Los Confortadores, en cambio, beberemos el oro y nuestro corazón se transformará en un sol, ya no tendremos sangre sino fuego, no venas sino rayos de luz, y estaremos para siempre, hasta la vida eterna, en el Reino del Señor.
Harto por la perspectiva, una vez que había vaciado la enésima copa de vino dejó de mirar la pared y se dio la vuelta.
Carugi se estaba despidiendo del informador. Se deslizó por la silla y se plantó delante del Hermano Mayor.
Su boca se había transformado en un manantial de susurros:
—Hermano Pauli, acabo de saber que en la mansión de Ravelli han desaparecido todos.
Los puños cerrados del señor Pauli golpearon contra la mesa.
—¿Cómo que han desaparecido todos? —gritó—. ¡No podemos llegar siempre tarde!
Carugi asumió un tono tranquilizador.
—No hemos sido nosotros quienes hemos llegado con retraso, sino que ellos se han marchado antes. Los invitados han escapado.
Los ojos encolerizados del señor Pauli se cruzaron con los rostros asustados de los hermanos en silencio.
—Esto significa que tenemos que actuar deprisa para secuestrar a Carbonelli —dijo.
—Hermano Pauli, el inquisidor español todavía no se ha marchado —le informó Carugi—. La mansión se encuentra vigilada por sus guardias. No será fácil entrar.
Pauli se agachó y se puso a cuatro patas.
—¿Quién ha dicho que tenemos que entrar? —exclamó. Rebuscó en un saco y extrajo una caja de madera marcada por el tiempo con protuberancias oscuras—. ¡Tenemos esto!
Todos miraron con asombro aquel objeto que parecía que había sido desenterrado. Llevaban años sin ver algo parecido, y seguramente nadie podía tener la capacidad para usarlo. Pero ese no era el motivo del asombro. En aquel momento, sobre sus caras iba tomando forma una pregunta bien precisa.
Pauli colocó la caja sobre la mesa.
—Queridos hermanos, leo la pregunta sobre vuestros rostros cansados y preocupados, diría que escépticos —dijo. Casi iba dando vueltas alrededor de la mesa, como un compás, manteniendo la mano firme sobre la tapadera—. La pregunta que veo escrita sobre vuestros rostros es, ¿qué es lo que hacemos con un tintero?
Los otros asintieron en silencio.
El señor Pauli abrió la caja, demostrando una calma que evidenciaba su rabia. Cogió una hoja en blanco y la estiró sobre la mesa con la palma de la mano.
El cubero salió de la penumbra y se abrió paso.
—Hermano Pauli, me parecéis algo nervioso. ¿No queréis saber antes de actuar lo que piensan vuestros hermanos de lo que tenéis en mente?
Pauli respiró profundamente como si fuera un sapo. Tenía la expresión del torturado con el agua y parecía que había bebido varias jarras.
—¿Qué tengo en mente? —dijo, más bien rugiendo—. ¿No lo sabéis ya? ¿Acaso no está en la mente de cada uno de nosotros lo que hay que hacer?
—Por qué toda esta rabia, os pregunto. Nos gustaría a todos nosotros, pienso, conocer el motivo que os provoca tanta furia. Porque, al observaros, parece que Carbonelli fuera la última esperanza que os queda. Deberíais saber, en cambio, que no es el único alquimista que existe en el mundo. La Inquisición torturará muchos más. Acabamos de comenzar nuestra investigación. Seguirán llamando a los Confortadores para presenciar los interrogatorios, y en las ejecuciones de quién sabe cuántos más alquimistas, y vos centráis toda vuestra ira sobre Carbonelli como si fuera el último. Encontraremos quien sabrá desvelarnos el secreto, estad seguro. Pero llegar hasta Carbonelli, ahora, nos pone a todos en peligro.
El cubero se sentó.
El señor Pauli continuó preparándose para la escritura, ignorando sus comentarios. Alisó de nuevo la hoja hacia el tintero, acarició la pluma con las yemas de los dedos y sus labios con la pluma.
—¿Hermano cubero, veis estos labios?
—Los veo.
—¿Sabéis lo que significa «hermético»? ¿Por qué la alquimia se llama ciencia hermética?
—Lo sé, Hermano Mayor.
Pauli respiró profundamente, todo lo que pudo, y espiró con calma.
—¿Todos lo sabéis?
De las sillas en la sombra, contra las paredes, salieron una serie de respuestas afirmativas de un grupo de tímidos pero convencidos:
—Así es.
—Sí.
—Claro, Hermano Mayor.
—Lo sabemos.
—Bien —dijo Pauli—. ¿Hay alguien que quiera explicármelo? Tú, hermano Carugi, explícamelo tú —indicó con la pluma.
—¿Yo? —dijo el señor Carugi—. No tengo nada que explicaros, hermano Pauli.
La pluma se movió.
—No, no, os equivocáis. El hermano cubero afirma que yo necesito una lección sobre el significado de «hermético» en alquimia.
Carugi entendió que le tocaba a él desbloquear la situación.
—Lo recordaré para mí mismo —dijo—. No os lo enseño a vos, hermanos, sino que satisfago el deseo de nuestro Hermano Mayor. Lo hago solo para agradarle a él —aclaró. Respiró y miró en medio de la nada. Se veían sus ojos, prisioneros de dos fosas azules, agitarse en busca de imágenes, palabras, sensaciones, que poner en orden para componer un discurso claro y lo más corto posible—. Hermanos —comenzó—, el fundador de la alquimia fue Hermes Trismegisto, el Hermes «tres veces grande», como nos enseña el ilustre Stolcius de Stolcemberg en su Viridarium Chimicum de 1624. Es Hermes, Mercurio hijo de Isis, maestro de Moisés, autor del Corpus Hermeticum y, en particular, de la Mesa de Esmeralda. Hermes nos enseñó a los hombres la química de una verdad superior y la quiso secreta y cerró el secreto dentro de un secreto, dentro de un secreto, dentro de un secreto. Hermanos, la multiplicidad es solo una apariencia, todo en uno. Este es su primer secreto.
El señor Carugi se detuvo para deglutir y dirigió su mirada a Pauli con la esperanza de verse interrumpido. Pero Pauli esperó a que Carugi continuara.
—Así como la naturaleza tiene su ritmo, sus ciclos, sus estaciones y sus días, y como una orden no puede quedar violada, también la alquimia tiene sus fases, los momentos que se suceden y se realizan y se manifiestan con los diferentes colores asumidos por la materia tratada dentro del Huevo Filosofal. Y, para que el alquimista pueda ver y controlar la transformación de la materia, el Huevo tiene que ser de vidrio transparente y tiene que quedar sellado perfectamente para evitar que cualquier cosa salga o entre, y así poder lograrlo en la Obra. Este sello se dice hermético por el nombre del primer maestro, que quiso sellar las bocas de los iniciados con la finalidad de ocultar para siempre el conocimiento.
Carugi consideró que había terminado, se arrodilló y saludó a los hermanos para sentarse de nuevo en la sombra.
—Gracias, mi señor Carugi —dijo Pauli—. ¿Habéis escuchado lo que nos ha dicho nuestro querido Segundo Hermano? Que el tres veces grande Hermes quiso sellar las bocas de los alquimistas, así como sus recipientes de vidrio. Sin el objeto no puede haber ninguna obra grande, no se podrá alcanzar nunca ni custodiar ninguna verdad superior. La alquimia es su propio secreto, es la Piedra Filosofal. Esto quiere decir que los alquimistas que podamos contactar de cerca, bajo tortura, difícilmente hablarán, como hasta ahora. De hecho, nadie ha querido hacerlo. ¡Antes se dejan quemar vivos!
—Sí, pero… —objetó el strambi— vos, mi señor Pauli, estáis convencidos de que Ravelli ha arrancado el secreto a Carbonelli. Si ha roto el sello un alquimista, que además es el mejor, quiere decir que entonces también otros podrían hacerlo.
Pauli se llenó de ira y su sombra invadió todas las paredes.
—¡No entiendes! —golpeó sobre la mesa—. Tú no entiendes que el legado es más poderoso que nosotros. Podría poseer el secreto desde antes de que Carbonelli naciera. Pero poseer no significa conocer. Los verdaderos alquimistas son difíciles de encontrar. Él secuestró al alquimista para el oro porque no sabía producir el polvo mutador. Y Carbonelli se deja mantener encerrado antes que revelar el procedimiento. O consiente en ese encarcelamiento para mantener al legado y a los tribunales lejos. Nosotros no lo sabemos. Pero sabemos que si se queda en Villa Ravelli es porque quiere. Sus poderes son tales que no arroja duda sobre ello. ¡Y sabemos más!
Los cuerpos se mostraban nerviosos, las piernas se cruzaban, todos se preguntan qué más sabían pero nadie se atrevía a decir nada.
—Nosotros sabemos —siguió Pauli—, que si hay un solo lugar en el mundo donde podemos encontrar la eternidad, ese lugar es Villa Ravelli. Sabemos que ahora Carbonelli se encuentra allí. Sabemos además que Carbonelli tiene su secreto, y que su secreto tiene que ser nuestro. Si tal secreto se encuentra ya en posesión del cardenal, se lo arrancaremos de las manos. Si está todavía sellado en los labios del iniciado, se lo arrancaremos de sus labios, miraremos en su boca, meteremos las manos en su tripa si es necesario, hasta excavar el alma con las uñas. El secreto será nuestro y solo nuestro. Y con ese secreto la hermandad vivirá para siempre. Confortaremos a la generación del mundo que vendrá. Solo nosotros lo haremos, nosotros que hemos visto al Demonio santiguarse y arder al Amor todavía vivo, sobre los palos. Nosotros que hemos enterrado a todos, incluso a los inocentes, tenemos que vivir todavía más y empeñarnos en nuestro rescate para escapar del Infierno que en caso contrario nos espera. Nadie de nosotros tiene hijos y jamás podrá tenerlos después de haber bebido de la Piedra Filosofal, porque esta nos hará vivir eternamente, pero nos hará estériles. Descarrila la rueda de la vida. Si la humanidad descubriera el secreto de la Piedra todo terminaría, cristalizado en un momento, en la última, longeva generación de hombres y mujeres, individuos que morirán de todos modos tarde o temprano. No de vejez, claro, pero morirán, aunque se necesiten milenios. Uno a uno desaparecerán como el pelo de la cabeza de un hombre que va madurando. Yo os digo, hermanos, que tenemos que evitar esta amenaza para salvarnos de nuestras culpas, porque si no, nos espera el Infierno. Démonos algún siglo de vida para lograrlo, para remediar los males que hemos realizado en este mundo, y luego podremos finalmente morir con la bendición de Dios. Hagámoslo ahora. Empeñémonos solemnemente en salvar a la humanidad del secreto de los alquimistas. Con ese secreto llegaremos a ser longevos y haremos el bien durante siglos. Tanto bien que mereceremos el Paraíso. Usaremos el secreto para curar. Confortaremos a los vivos. Vengaremos con el amor nuestros pecados. Quiero escapar del Infierno y tener el tiempo necesario para ganarme el Paraíso. Vivamos unos siglos antes, el tiempo para que desaparezca cualquier pista de nuestros pecados arrancando este mal. Eliminaremos a cada alquimista. Y cuando el último muera, y hayamos así purificado al mundo, entonces podremos morir mereciendo el Cielo.
El intelecto de Pauli se perdió. Su mirada ausente se dirigía a la caja que tenía entre las manos. Luego siguió:
—Escribiremos una carta al legado. Le diremos que sabemos lo de Carbonelli y le chantajearemos. Carbonelli y todos los demás alquimistas que tiene prisioneros y los instrumentos, las fórmulas, los escritos… todo a cambio de nuestros silencio. Ya veréis, estará feliz aceptando cualquier condición con tal de no cruzarse por el camino del inquisidor español. ¿Qué decís, hermanos? ¿Queréis venir conmigo al Paraíso aunque se necesiten miles de años para conquistarlo?
Un escalofrío eléctrico se extendió por todos los hermanos. Hilos de baba se alargaron bajo sus bocas.
La pluma, estrujada entre los dedos del señor Pauli, se mojó en ese silencio y se transfirió sobre el papel.