El legado se había encerrado en sus apartamentos desde el día del suicidio de su querido Arcangelo. Los sirvientes contaban que no quería comer y no hacía otra cosa que llorar, y no abría la puerta a nadie. A nadie menos a uno.
—Señor —el siervo se arrodilló en el umbral y besó el anillo.
El cardenal evitó su mirada.
—Girolamo.
—Señor —tartamudeó—, quiero curarme.
—¡Calla! —ordenó Ravelli, apartando todavía más la mirada de aquel rostro horrible.
—Perdón, perdón…
—Tienes que evitar que nadie acceda a los sótanos, ¿has entendido? —le gritó—. Ve abajo y no salgas hasta que no te mande llamar.
—Sí, sí, entiendo —dijo. Lo que había entendido desde hacía mucho tiempo era que tenía que tener miedo. Mordisqueaba las palabras en voz baja—. Claro, señor. Yo hago todo lo que me pidáis, excelencia.
—¡Calla! Te ordeno que te calles.
—Perdón, perdón.
—Toma —le indicó Ravelli, entregándole una botella de vidrio—. Si alguien entra, arroja esta por el suelo, con fuerza, de forma que el vidrio se rompa.
Luego le hizo extender el brazo para darle una ampolla, y se lo agarró.
—Si por casualidad ocurre, antes trágate esto. Logrará que permanezcas inmune ante el veneno, ¿entendido? —preguntó. Y soltándole el brazo, lo cogió por el cuello y le dio la vuelta—. Mírame. ¡Tienes que decirme que lo has entendido bien!
El siervo, cada vez más asustado ante los modales bruscos del cardenal, asintió con movimientos rápidos de la cabeza, dio un paso atrás con la mirada baja, se dio la vuelta y se marchó corriendo.
De repente Ravelli sintió que se desmayaba. Se tambaleó. Su visión era cada vez más borrosa, y mientras con una mano buscaba urgentemente un punto de apoyo, con la otra se tocó la frente. Las líneas del pasado que le surcaban el rostro encontraron las del futuro, grabadas sobre la palma de su mano helada.
Ya no queda tiempo, se dijo a sí mismo. Luego el mundo desapareció.