Faltaban dos días para fin de año. La casa de Ravelli se había sumergido en un luto trágico e inesperado. El suicidio escénico de Arcangelo había conmocionado y turbado a sus ilustres invitados, quienes se habían apresurado a marcharse. Nadie había querido permanecer allí, o por lo menos celebrar algo. Así, uno por uno, músicos y nobles habían ido subiendo a bordo de las carrozas y habían emprendido su camino de regreso a casa, dispuestos a pasar la última vigilia del siglo en una sucia taberna.
El único que no se había marchado inmediatamente había sido el cardenal Aguilar, quien, como tenía previsto, continuaría con su viaje hacia Roma, saliendo de Bolonia a primera hora de la mañana del año y del siglo nuevo.
También Gaspar se quedó, justificado por la presencia del cardenal español.
No hubo más conciertos. No se organizaría ningún acontecimiento para fin de año. De repente había terminado todo en una alocada marcha en la plaza general, en murmullos, en sospechosos, en prisas, en desprecios, con todas las emociones posibles dándose a la fuga, cordialmente, con una formalidad más propia de las apariencias.
Así terminó la reunión más grande de músicos que se hubiera visto antes, con los instrumentos que no entraban ya en las carrozas por culpa de los equipajes colocados con demasiada prisa. Bajo la lluvia, en el frío, en el primer día invernal de verdad de aquel diciembre que había logrado que se sudara.
Y con sangre.
—Nos quedamos solos —dijo Aguilar.
—Solos y turbados —añadió Gaspar.
—Escapando de aquello que creen haber visto. ¿Tú lo has visto?
—No, eminencia. Yo he salido. A Arcangelo lo han cubierto con una sábana. No había razón para permanecer allí.
—Dicen que bajo la sábana, unos minutos más tarde, había solo ropas y una pequeña piedra de oro en el lugar del cuerpo —comentó Aguilar, moviendo la mano debajo de la nariz—. Ah, se habrá tratado de una puesta en escena de Ravelli.
Se quedaron mirando la última de las lujosas berlinas que se disponían a marcharse. Respondieron al pañuelo que se movía desde una de las ventanitas y se retiraron bajo el pórtico.
La lluvia también borró rápidamente las últimas señales de ruedas de la calle, y pareció que en breve no volvería a pasar un alma viva.
Un siglo desde que eran todos felices.
—Me pregunto por qué ha decidido asesinarse de esa forma —dijo Aguilar—. Teatral y escénicamente en cada detalle —añadió. Le vibraban los labios por el frío y se encerraba en sí mismo—. Me habló de ello. Era verdad que tenía un temperamento melancólico, pero me pareció que poseía cierto sentido común.
—Os garantizo que Arcangelo sí tenía raciocinio —dijo Gaspar.
Aguilar se detuvo de repente, permaneció atrás unos pasos y esperó a que Gaspar se diera la vuelta. Luego dijo en voz baja:
—Eres la última persona con la que habló. ¿Acaso te dijo algo raro sobre este sitio, eh, hijo? Os vieron juntos antes de que os decidierais a tocar. ¿Qué es lo que os dijisteis, me lo puedes decir?
—Eminencia, no se habló de nada que sea digno de mencionar: de la música, de la espléndida canción de José Marín, de que Arcangelo la adoraba. Es así como nos entraron ganas de tocar juntos.
—Entonces, tú no sabes explicarte todas las extrañezas de este lugar. En todo el tiempo que has pasado aquí desde que llegaste no has notado nada que sea insólito ni sospechoso, ¿no es así?
Gaspar metió un brazo bajo el de Aguilar y lo empujó.
—Eminencia, sí, de esto se habló un poco, en efecto, sí.
—Y dime… —Aguilar dio unos ligeros golpecitos en la mano de Gaspar, que le estaba sosteniendo—. Dime…
—Me dijo que Ravelli practica la alquimia, pero no es capaz de lograr ningún resultado. Se reía de él por eso. Arcangelo era una persona alegre.
—¡Alquimia, claro! Y el legado ni siquiera se ha preocupado por salvar las apariencias. El jardín parecía la ilustración de uno de esos textos crípticos y heréticos que logran que la gente pierda la razón. ¡Si supiera cuántos se han enloquecido en busca de la fórmula para transformar el metal vil en oro, y cuántos han malgastado su propio patrimonio siguiendo el más irreal de los milagros! Es una planta que hay que arrancar de raíz, quemarla junto con sus semillas. Es una herejía peligrosa.
Gaspar tuvo un escalofrío. Se aclaró la voz.
—Estoy de acuerdo con vos, eminencia.
—¿Y este qué logra? ¡El legado de Bolonia! Se pone a jugar con fuego, busca el oro, ostenta de tal forma, profesa. ¡El legado! Algo que no se puede creer.
Aguilar dio una patada a una piedra pequeña, que rodó por la pared y siguió rodando por el fango. Tenía más dentro del zapato que en realidad le procuraban cierto fastidio.
—Tengo que reconocer que tu teoría de un secuestro puesto en escena para distraerme de este crimen es convincente, Gaspar.
Se encaminaron con calma, como en la orilla de un mar de fango, contando los propios pasos para aparecer todavía más agradablemente empeñados en la conversación.
—No imagináis cuánto hecho de menos España —se lamentó Gaspar, inspirando imaginariamente los perfumes de sus comidas preferidas. Y mirando hacia el cielo azul guiñó los ojos, deslumbrado por el sol más luminoso del mundo y escuchando los gritos de los niños que corrían unos detrás de otros por las calles—. Ah, mi tierra.
—Echa lo que llevas dentro, Gaspar. Tú me quieres decir algo. A estas alturas, tras tantos años de confesiones, entiendo a las personas antes de que hablen. —Las manos del cardenal fueron absorbidas por las mangas—. ¿Entonces? —le animó.
Pero Gaspar no respondió inmediatamente. Continuó contando no solo los propios pasos, también los del cardenal. Contándolos bien, de la mejor forma que sabía. Uno en falso podía darlo en cualquier momento. Así que iba estudiando el trazado. Uno, dos, tres.
—¿Algo que quiero deciros? Cuatro, cinco, seis, bueno. Siete. Sí, hay algo.
Aguilar silbó con una expresión complacida.
—Si no has hecho algo gordo, te prometo que la penitencia que te daré no será por otro lado tan terrible —dijo, y lo miró fijamente con aquellos ojos de color oscuro, ensangrentados.
Gaspar no dejaba mientras tanto de frotarse las manos.
—Me gustaría dar un paseo por los alrededores. Por el jardín de la casa.
—Gaspar, llevas aquí un buen tiempo, ¿no te has cansado?
—El legado está tramando en contra vuestra —dijo caminando—. Ocho, nueve… Tiene miedo de vos.
—¿Cómo puedes decirlo?
—No es solo por la alquimia. Creo que ambiciona a convertirse en papa y, sin equivocarse demasiado, ve en vos el concurrente más temible.
Aguilar levantó los hombros.
—Todos tenemos esa ambición. ¿A ti no te gustaría?
—¿Yo?
—Tú, claro. Un papa guitarrista. ¡Tan bello como tú! Imagínate, Gaspar, un papa español. ¿No te gustaría?
—Eminencia, vos me sobrevaloráis. Aunque fuera cardenal, seguiría siendo un mísero hombre. Un pecador. Un músico. ¿Papa yo? No soy digno ni siquiera de pensarlo —dijo, y le miró—. Pero un pontífice español me gustaría.
—Ah, ¿entonces te gustaría verme como papa? —dijo Aguilar, cubriendo una nube con un dedo—. Cómo me gustaría poder contentarte.
—Si lograra demostrar que el legado de Bolonia es un hereje, y salvara a la Iglesia de un hipotético papa… ¿a cuántos haría un favor en este momento?
Aguilar invitó a Gaspar a recorrer el porticado en la dirección inversa.
—Continúa.
—Desde hace unos días un pensamiento me turba: ¿y si el legado hubiera organizado todo para poneros en dificultades?
—¿Todo?
—Pensadlo bien. Primero el asesinato del guardia francés, uno de vuestra escolta. Luego mi secuestro, el rescate… Y todo coincide con vuestra llegada. No pueden tratarse de tantas coincidencias.
Aguilar meditaba y hacía ondear rápidamente la cabeza arriba y abajo.
—Entonces, he pensado, quizás Ravelli no pretende solo crear un despiste para su herejía, sino que quiere jugar con vos. Solo que luego yo me he escapado… y algo ha fallado. Arcangelo, con su suicidio, se ha sacrificado a sí mismo por algo más grande e importante, estoy seguro de ello. Y tengo razones para pensar que lo ha hecho también para obligar a los invitados a dejar la villa. Quizás los creía en peligro.
Aguilar lo agarró por detrás con el brazo.
—¿Qué es lo que crees que podrías hacer por mí?
—Explorar la villa y descubrir algo que pueda atrapar para siempre al legado. He visto a un siervo acceder por un pasadizo secreto. He notado cosas que… Si vos pudierais distraer al legado y a las guardias, quizás podría alcanzar el sótano. Si las cosas allá abajo son como creo, podríais encender unos fuegos altos como una montaña y luminosos como el sol. Seríais el hombre más purificado de toda la Iglesia.
—Gaspar…
—Decid, eminencia.
—¿Por eso te han enviado aquí, a Bolonia?
Lo miró fijamente a los ojos antes de contestar.
—Estoy aquí para ayudaros.
—Hijo —le apretó con vigor, conmovido—, haz lo que tengas que hacer. El cardenal Ravelli no es un estúpido. Es un loco, sí, pero a esta hora seguramente haya entendido que para él todo ha terminado.
—Los guardias… —balbuceó Gaspar, e hizo una larga pausa. Lo estudió atentamente, para informarle sobre la atención con la que escucharía la respuesta a la pregunta que estaba a punto de hacerle—. Los guardias franceses, ¿os los ofrece el duque d’Anjou? ¿Es Francia quién os los está donando?
—Sí.
Se dieron la vuelta sobre ellos mismos, y siguieron caminando.
—Creen que yo, fiel a la línea de la Iglesia, les apoyaré en la sucesión y se muestran generosos para que no cambie de idea —explicó Aguilar, y golpeó los pies helados contra el suelo—. Y ahora que me acerco a visitar Roma —continuó—, están todavía más pendientes para satisfacer mis peticiones —añadió, respirando profundamente y dirigiendo una mirada espinosa más allá de los arcos—. Sabía que aquí no podía estar muy tranquilo. ¡Pero qué se creen! Aunque es la primera vez que vengo, no significa que no sepa qué raza de hombres tengo delante.
—Entonces, ¿no apoyáis a Luis XIV?
—No —respondió riendo—. Es Luis quien me apoya.
—Entiendo.
—Mira, Gaspar, he sabido que Ravelli regaló a cada músico que había sido invitado un instrumento de valor. ¿Es verdad?
—Sí, así es. Nada más llegar encontré en mi cama una espléndida guitarra construida por Carlos González de Córdoba, mi constructor favorito. ¿Habéis escuchado antes su sonido? Es la que toqué cuando acompañé a Arcangelo —dijo, y cerrando los ojos añadió—: Hasta la muerte.
Aguilar se frotó la barbilla.
—Siento curiosidad por saber de dónde le llega tanta generosidad.
—Si se dispone de una ingente riqueza sin fatiga, eminencia, uno llega a ser inevitablemente generoso, aunque sea solo en apariencia. En realidad, lo del legado es pura exaltación, manifestación de su delirio de omnipotencia.
Gaspar pidió perdón y se alejó un instante. Controló detrás de cada pilar y metió su nariz entre las sombras para asegurarse de que nadie les estuviera escuchando. Luego volvió con un tono susurrante.
—Me gustaría que me lo repitierais de nuevo.
—¿El qué?
—Quiero escucharos decir que no apoyáis a Francia, que os gustaría un heredero para nuestro rey.
—Ahora sí que estás exagerando —dijo Aguilar, que se encogió de hombros pero no apartó su mirada del rostro acalorado por la excitación con el que Gaspar le estaba desafiando—. Si tienes algo que decir, es mejor que lo digas —protestó sin alterarse.
Gaspar no pudo evitar sonreírle como respuesta.
—Entonces, ¿qué quieres que te repita para que hables? —le preguntó, acercándosele—. ¿Estás seguro que no nos escucha nadie?
—Seguro, eminencia.
—Varias veces he soñado con el nacimiento de un niño en Madrid. Durante años fue así. Luego ese sueño no ha vuelto a presentarse. Ahora me limito a esperar y rezar, para que la Iglesia no tome posiciones y deje que sea la providencia quien actúe.
—Ese sueño, eminencia, está aquí.
Se hizo el silencio. Solo se escuchaban minúsculas olas en la orilla del mar de fango.
—¿No estarás acaso tomando en serio la alquimia? —preguntó Aguilar con el rostro ensombrecido.
—¿No realizaríais un intento? ¿No vale la pena probar, más que transgrediendo dejando a un lado, por una sola vez, la regla? ¿No dejaríais escapar una sola de vuestras liebres, una, solo una, para permanecer en guardia? Eminencia, yo os digo que tengo pruebas. No me malinterpretéis, yo no puedo demostraros ni garantizaros la certeza del resultado, pero las pruebas de la existencia de alguna posibilidad para que Carlos II logre fecundar a una mujer, esas sí que las tengo —dijo Gaspar, que iluminó una sonrisa despierta y silabeó un nombre: Carbonelli.
Aguilar se sobresaltó, se apartó y se quedó blanco.
—No, no es posible. Carbonelli está muerto.
—No está muerto. Alguien en su lugar se subió a la hoguera. Él —indicó con su dedo— está aquí.
Aguilar se frotó los ojos, pensativo.
—Si las cosas estuvieran así… —dijo, realizando una serie de breves y desconcertantes suspiros—. El legado habría cometido un delito muy grave.
—Ha cometido más de uno, eminencia.
—Mira hijo, escúchame bien. Dejaré escapar esta liebre. Puedes tener a Carbonelli. Pero que sepas que no ambiciono en absoluto convertirme en papa y mucho menos tengo el temor de que pueda llegar a serlo Ravelli. Es un hombre acabado. Así que, en la esperanza de un bien futuro para nuestra amada tierra, en buena fe, apoyo tu iniciativa. Pero si te llegan a descubrir no podré hacer nada para ayudarte. Esto lo entiendes, ¿no es así?
—Ayudándome a mí, ayudaréis a mi rey, a España y a vos.
—Ahora entremos, que tengo frío —dijo Aguilar sujetándole amigablemente por los hombros.