Bajo el suelo del molino, el chirrido de la rueda que giraba sobre las cabezas agitaba las ánimas. Los primeros tres Confortadores que habían bajado al refugio de la señora Mancini habían sido acogidos por una fuerte explosión, y sus cuerpos destrozados. La señora Mancini había decidido compartir su suerte.
Por fortuna, la gran cantidad de sangre había impedido que el polvo se levantara.
—Y bien —comenzó el señor Pauli, rompiendo el silencio—, hemos llegado tarde, pero estamos cerca de nuestro sueño, hermanos, de la verdad que tanto hemos buscado. La eternidad está escondida detrás de una última pregunta. ¿Por qué el legado no ha mandado llamar a los Confortadores para el suplicio de Carbonelli? ¿Hay alguien que desee darnos una explicación?
El señor Carugi apartó la silla con un ligero golpe de piernas hacia atrás, se puso de pie y tomó la palabra. Su voz, obligada por el ruido a usar un agudo desentonado y ridículo, le privaba de todo su carisma.
—Hermanos, la estrecha vía de la lógica me lleva desde hace días al mismo punto, cada vez, por cuantas sean las veces que la recorra —dijo. Inspiró con autoridad, y sin clavar la mirada en ninguno de los hermanos allí presentes, continuó—: Creedme, he buscado durante mucho tiempo desviaciones de la lógica, pero no las he encontrado. Así que os pido ayuda, porque solo no he logrado borrar la duda de que nuestro pacto de secretismo haya sido violado. Alguien de los hermanos tiene que haber hablado.
Quizás, porque su instinto de prevalecer sobre otros tenía forma de ejercitarse mejor y de continuo en otros lugares, o quizás porque, como un insecto fuera de la coraza, se sentía débil y feo sin su túnica negra, el verdugo tomaba la palabra muy de vez en cuando durante las sesiones, pero esta vez quiso dar su opinión. Clavó sobre la mesa sus manos blancas y robustas, brillantes como el mármol bajo el sol, y habló sin levantarse.
—Mi señor —dijo—, no digo que estéis equivocados. Estoy preocupado por vosotros. También mi lógica me lleva hasta donde estáis vos, mi señor Carugi. El hecho es que me parece todavía más imposible admitir que el secreto entre nosotros pueda haber sido violado. ¿Por qué? ¿Quién de nosotros? No nos perdemos jamás de vista, pero, sobre todo, nadie podría tener interés en… Sobre aquella «en» se detuvo la boca del verdugo.
El señor Pauli apreció aquel momento, dilatando su enorme rostro.
La lógica quiere que entre nosotros haya un infiltrado —dijo mirando al verdugo—. ¿Vos también acabáis de llegar a la misma conclusión, no es así?
Como respuesta afirmativa, el verdugo analizó a los allí presentes en busca de una señal que revelara al traidor. La luz proveniente de sus pupilas, marcada por todo el dolor que había presenciado, quemaba lentamente al cubero, al strambi, al isleño, al carmignano, al caccini, al melenas.
—Hermano Pauli, si estáis de acuerdo, me gustaría escuchar la opinión del hermano granjero —dijo el verdugo, a pesar de que el granjero era el único que no había recibido su atención.
El granjero sintió el deber de decir algo, de intentar por lo menos apoyar la tesis del señor Carugi y del verdugo. No pudiendo intercambiar miradas con todos, la tenía clavada fijamente en el aire. En su cabeza discurrían imágenes nítidas que recordaban más bien el desfile de un carnaval, solo que quienes desfilaban no eran personas sino instrumentos de tortura. Sentía tanto miedo que los dientes comenzaron a chocar unos con otros, siguiendo el ritmo de todas las imágenes tremendas que le pasaban por la mente.
—¿Es eso lo que os ocurre, hermano granjero? —preguntó el señor Pauli, avanzando como una serpiente hacia él—. ¿Por qué no decís nada?
—Yo… —El granjero agarró la silla—. Yo… —repitió, y apretó fuerte el asiento sobre el que estaba para detener el temblor que se apoderaba de él—. ¿Por qué yo? Yo no he traicionado. El sello sobre mi boca es más hermético que vuestro Huevo Alquímico, mi señor Pauli. Yo no he hablado, deberíais creerme todos —agregó, y diciendo estas palabras miró a todos.
Todos le miraron sin dar a entender que quisieran decir algo. En el fondo, si entre ellos se hubiera encontrado el verdadero traidor, seguramente no habría dado un paso al frente. El verdadero traidor, si no era el granjero, se mantenía completamente en silencio, y en el silencio captaba su ocasión.
El granjero abrió los ojos y dio una vuelta a la mesa.
El tinozzaro, el strambi, el isleño, el carmignano, el caccini, el melenas, el verdugo, el señor Carugi y el señor Pauli, todos esperaban una respuesta.
—Hay otros diecisiete hermanos que no están aquí con nosotros —dijo el granjero, soplando sobre el aire pesado y húmedo que impregnaba la sala—. Muchos habrían podido avisar a la señora Mancini de nuestra llegada. No entiendo por qué sospecháis precisamente de mí.
—Hermano granjero, nadie sospecha de vos —dijo el señor Pauli—. ¿Desde cuándo sois hermano, lo recordáis?
—Desde hace ocho meses —respondió, levantando la cabeza y mostrando un residuo de orgullo.
—Pues bien, que sepáis granjero…
Todos notaron que el señor Pauli había omitido la palabra hermano. Lo notó también el granjero y se aferró con fuerza a la silla.
—Sabed que en estos meses no hemos ni siquiera tenido una sospecha sobre vos. Solo certezas, granjero, solo certezas —dijo Pauli, que hablaba con sarcasmo—. Os hemos estado vigilando siempre. Pero por lo que parece no ha sido suficiente —y al decir estas palabras regañó a todos con la mirada.
Si no hubiera habido el rumor ensordecedor de la rueda en el techo, se habría podido escuchar la madera de la silla del granjero gemir bajo su sujeción desesperada.
El señor Pauli se dirigió hacia lo que quedaba de la señora Mancini, recogió la cabeza del suelo y se la entregó.
—Preguntadle dónde se encuentra su marido —dijo con severidad—. Y será mejor para vos que os dé una respuesta, querido Granjero.
El granjero agarró la cabeza de la señora Mancini y comenzó a llorar. Se secó con las manos ensangrentadas y una rabia atroz le corrió por sus venas. Levantó la cabeza y la miró directamente a los ojos destrozados.
—Dónde… —tartamudeó—, dónde se encuentra… —gritó como un loco—. ¿Dónde se encuentra tu marido? ¡Dímelo! ¡Dímelo, si no me matan!
La cabeza se movió entre sus manos y parecía que le estaba diciendo que no. Luego cayó y rodó por la mesa llena de fragmentos y esquirlas.
Tomó la palabra el strambi:
—En mi opinión, le sirve un poco de tortura —dijo agitando los hombros en una risa más bien ambigua—. Lo veo bien sobre el caballete.
—¡Ya! ¡Sí! —dijeron los otros, incitándose entre ellos—. Sobre la rueda, o con la sábana, ¡verás como habla!
—Tengo una idea mejor, exclamó el verdugo.
Los otros se callaron, satisfechos.
El granjero cedió.
—¡Está bien! —dijo, quedándose descompuesto.
Tenía toda la pinta del que se prepara para realizar una confesión inútil. Y en ese momento no estaba seguro de que la muerte le diera miedo. El granjero era como una damita regordeta, vaciada con la cabeza hacia abajo. Después de algunos titubeos para tomar aire, las palabras comenzaron a fluirle copiosas.
—El legado, me manda él —dijo—. Él ha salvado a Carbonelli de la ejecución capital, para secuestrarlo y sonsacarle el secreto de la Gran Obra. Yo no soy un simple granjero. Soy un sirviente del cardenal Ravelli. Él manda y yo no tengo elección, tengo que obedecer —hizo una pausa, para ver si su sumisión había sido persuasiva.
Carugi le incitó a seguir hablando mientras la rueda de piedra seguía dando vueltas arriba. La cabeza de la señora Mancini miraba de reojo al granjero. Quizás le pedía que callara. ¿Por qué debía seguir sacrificando inútilmente otras vidas? ¿Por qué debía entregar el secreto de la eternidad, que él mismo no poseía, a los fanáticos sin escrúpulos que le estaban intimidando para hacerlo?
La cabeza degollada, con su mirada opaca, se preguntaba por qué.
El granjero se levantó, recogió de la mesa la cabeza de la señora Mancini y la colocó en la parte de arriba de un estante, en el centro de la pared. Ese era el lugar que le tocaba a su diosa. Encendió su llama eterna. Ahora la señora Mancini podía desafiar cualquier cosa, pensó, mientras organizaba aquel macabro altar. Sería su señora hasta el final de sus días, para siempre.
—Estáis locos, ignorantes. No sabéis lo que estáis haciendo. Dios os castigará. Vosotros secuestráis verdades que no podréis jamás comprender. ¿Creéis que robando los secretos de los alquimistas procesados y confortándolos y enterrándolos llegaréis a ser invencibles, ricos, más poderosos que el papa? Ah, queréis la sabiduría únicamente para vosotros. ¿Creéis que así salvaréis de verdad a la humanidad? ¿Pensáis de verdad que será suficiente esto y una larga vida para evitar el infierno? ¿Es por ese final que acabáis con todos aquellos que saben? ¿Habéis decidido reinar sobre esta tierra? ¡Estáis locos! Torturadme si queréis, yo no tengo miedo. Sois únicamente unas bestias perversas. Ni siquiera vosotros os podréis salvar.
Su risa penetró en el ronco rodar de la rueda. El granjero parecía como si le hubieran absorbido desde arriba, hacia el cielo, empujado por un cordón celestial. Aquellos pequeños hombres de abajo se encontraban deslumbrados por su luz, y durante la ascensión su espíritu borbotaba risas que caían hacia abajo como una cascada de pequeñas piedras minúsculas.
—Quiero deciros la verdad —su voz se repetía suavemente como el eco—. Yo no soy un siervo del legado. La única finalidad de mi vida es proteger y bendecir cada día al maestro Carbonelli y a su consorte, la señora Mancini. Yo estaba enfermo y ellos me curaron. Yo estaba desconsolado y ellos estuvieron cerca de mí. Me perdí y he encontrado un amor infinito. He visto yo mismo el bien, por ellos plantado, germinar y crecer. La santidad de quien conoce los secretos de Dios y resucita las esperanzas en los más miserables de este mundo, me ha bendecido en eterno. Mis señores sabían que estaban siendo vigilados por la Inquisición, pero de todos modos se han acercado hasta aquí, al Estado Pontificio, porque tenían una santa misión. Lo han hecho también aunque sabían que podían ser capturados. Sabían incluso vuestro perverso plan. Pero tenían amigos poderosos que suplicaban ser curados y que a cambio prometían protección. Cuando Carbonelli fue capturado, durante el proceso, el legado interrumpió el suplicio, interviniendo como el diablo tentador, arrancó a mi señor la promesa que le revelaría el secreto de maravillosos prodigios, y mi señor, con tal de hacer cesar la tortura y evitar la hoguera, aceptó dejarse encerrar y trabajar para él. Pero Carbonelli sabe lo que hace. No os ilusionéis, Confortadores. ¡Marchad! ¡Marchad hacia él! —gritó. El granjero seguía divirtiéndose, el suyo parecía un sermón feliz—. ¡Pero hacedlo rápido, porque el venerable maestro no seguirá mucho tiempo allí esperándoos!
El éxtasis del granjero había asumido la posición más apropiada: los brazos abiertos y las palmas dirigidas hacia arriba. Los hermanos creyeron que había perdido la cabeza.
El verdugo le golpeó y le pareció que había golpeado a un muerto. El granjero estaba frío y ausente, si bien todavía hablaba, con aquella sonrisa heladora e imposible.
—¡Locos! Vosotros, el legado de Bolonia. Locos, criminales, mentirosos. Eso es lo que sois. Terminaréis todos en una plaza, mientras os dan patadas y os escupe una multitud. El cardenal Aguilar acabará con todos vosotros y con el legado. Y luego Dios barrerá de la faz de la tierra a Aguilar y a todos los satanás que pueblan el Santo Oficio. Solo quedará al final la Verdad —siguió gritando, estirando los brazos hacia arriba como queriendo tocar el techo—. La Verdad vencerá, y ese día vosotros no estaréis aquí —y diciendo estas palabras no dejaba de reír.
El señor Pauli y todos los demás se interrogaban con miradas atónitas. El verdugo esperó a que llegara una señal, y Pauli se dio la vuelta ante el problema. El verdugo se puso de pie, como si le hubieran impulsado, agarró al granjero por el pelo y lo degolló. Luego le arrancó la cabeza del cuello con una rabia que no le era propia, acostumbrado como estaba a moverse en escenas donde asesinaba poco a poco.
—Lo dejamos aquí —dijo intentando detener la cabeza del granjero, en equilibrio junto a la de la señora Mancini.
Al granjero parecía que le habían cogido en el momento de comenzar a hablar. Sus ojos y la boca contorsionada en una expresión de malestar parecían comunicar que todavía no había terminado. Y si no le hubieran degollado habría seguramente explicado a aquellos pobres ignorantes cómo había muerto la señora Mancini y cómo había logrado asesinar a tres Confortadores. Solo por poco no había logrado llevarse a la tumba a todos los demás. Porque él la había informado de su llegada. Ella había preparado una tinaja de agua en el centro de la sala, y con la apertura de la trampilla había arrojado una ampolla. En la ampolla había un metal más líquido que el mercurio. La explosión se había producido demasiado pronto. Pero por muy poco. Y el granjero les habría dicho también que aquel había sido el motivo por el que había querido bajar el último por la trampilla.
Cuántas veces le hubiera gustado seguir gritando que todos estaban locos. Habría podido contarles cómo, desde mucho antes de que la idea llegara a los Confortadores, el legado secuestraba y encerraba a los alquimistas en su villa, preocupándose de que le revelaran el secreto del oro. Y que había encontrado únicamente a personas bizarras, capaces de estúpidos intentos y locuras que encantaban a los ricos, jueguecitos para gente sin seso, en general. Y que, además, entre sus prisioneros había habido incluso alguien capaz, que había convencido al legado todavía más de su locura y había logrado que fuera más exigente.
Pero el granjero ahora ya no era el granjero: era un cuerpo sin cabeza, desplomado en el polvo.
—¿Qué hacemos? —preguntó el señor Carugi.
—Matamos al legado. Entramos en la villa y nos hacemos con Carbonelli —dijo el verdugo—. Hacemos que hable y lo enterramos junto a estos —y al decir así indicó toda la confusión que había a su alrededor, los jirones, los órganos interiores, los huesos, la sangre de la señora Mancini y de los tres hermanos que habían muerto en la explosión.
—Es fácil decirlo pero no hacerlo, hermano verdugo —dijo Pauli—. Habíamos logrado estar cerca, hermanos, teníamos razones para creer que la señora se escondía aquí, en el molino, protegida por el molinero. Si no hubiera sido por este infame, espía, miserable bastardo… —recogió un grumo de saliva densa en la boca y lo arrojó contra el rostro muerto y asombrado del granjero—. A esta hora el legado estaría igual que el molinero y tendríamos ya a Carbonelli. Ahora, sin embargo, las cosas han cambiado. Está Aguilar. La ciudad pulula de esbirros. La residencia de Ravelli es completamente inaccesible —dijo, y mientras reflexionaba sobre lo que tendrían que hacer encendió una antorcha—. Vayámonos de aquí —ordenó—. Pensaremos en cómo actuar después de haber descansado. Permaneced tranquilos, ahora estamos cerca. Un paso más y nadie podrá obstaculizarnos más. ¡Salvaremos al mundo y conquistaremos el Paraíso, hermanos!
Salieron uno a uno, dejando atrás el molino en llamas.