XVI

El señor Pauli decidió que había llegado el día en el que las cosas cambiarían para siempre. Y cuando decía «para siempre», lo creía de verdad.

Lanzó una mirada al señor Carugi, pero no lo molestó. Carugi se había concentrado en el trabajo de Confortador, que en ese momento consistía en mostrar al condenado su futuro próximo pintado sobre una serie de tablas de un brazo de anchas y medio brazo de altas.

En la primera tabla se veía a un hombre atado a un palo, con leña verde en los pies, para una hoguera lenta y con mucho humo. En la segunda, el fuego le había comenzado a quemar las piernas. En la tercera tabla estaba todavía despierto y gritaba. En la cuarta, la sangre cocida se mezclaba con las cenizas.

—¡Te ocurrirá todo esto si no te decides a contestar lo que te preguntamos! —dijo Carugi con una voz afilada y venenosa.

—¡No, oh, Dios mío! ¡Me matan! —gritaba el joven, que había dejado de razonar. En su cabeza solo había espacio para el terror—. No he hecho nada —gritaba—, soy un hombre ignorante. ¡Oh, Dios mío, sálvame, que me matan!

—Te han visto llevar al maestro Gaspar Sanz por el bosque durante la noche. ¿Adónde lo llevabas? ¿Qué es lo que ha venido a buscar por aquí ese sacerdote? Te conviene hablar. No es una muerte rápida como se piensa. Sentirás la piel quemarse como el papel, la carne cocerse alrededor de los huesos, y antes de que la muerte te alcance tendrás tiempo de sentir tu cabeza hincharse y explotar.

El joven no dejaba de moverse, sufriendo ya por el dolor que temía. El miedo había prendido en su mente.

—No conozco a nadie con ese nombre. Os suplico, dejad que me marche.

—Habla, joven, ¿adónde ibais?, ¿adónde lo llevabas?

—No lo sé —gritó—. No lo sé. Solo le he acompañado un tramo.

Cuando las heces terminaron de caerle por los calzones, el torturador se le acercó y le golpeó el rostro violentamente con un bastón.

—Si nos hubieras dicho que tenías que cagar te habríamos llevado a la letrina —explicó suave el señor Carugi, poniéndose una de las numerosas máscaras a su disposición, aquella del profundo malestar—. Ahora nos toca limpiar, ¡con lo que cuesta! Y cuando hayas muerto no podremos ni siquiera beneficiarnos de tus ropas.

Sobre el cuello del joven caían espasmos de baba blanca y densa junto a frases de súplica, que comenzaron muy pronto a repetirse como si fuera una letanía.

Pasó un día.

En el aula del tormento se encendieron las velas. Y la fe.

—Si dices dónde se esconde Carbonelli —comenzó Carugi— y juras fidelidad a la Iglesia besando la madera de la verdadera cruz de Nuestro Señor Jesucristo, no serás quemado. Razona joven, todavía estás a tiempo.

—Os lo suplico, por amor del cielo, dejadme ir. Yo no sé dónde se encuentra ese Carbonelli.

Pauli dio un paso hacia delante, parando la luz débil con su cuerpo, y dijo algo al señor Carugi, quien se aplicó inmediatamente en una tortura todavía más resolutiva.

Por último el joven cedió a las amenazas ante la sábana de seda.

—¡No, eso no, Dios, te lo ruego, sálvame! La sábana no, ¡oh, Dios mío! Lo diré todo, todo.

—Entonces habla —susurró el Confortador—. Dilo aquí, en este oído que te escucha, hijo. No tienes que gritar, será suficiente con que me lo susurres a mí y estarás a salvo.

—Sé lo de la señora Mancini —confesó con un hilo tembloroso de voz—. Está en el molino, en una sala escondida bajo la rueda —dijo. Luego, antes de implorar, se contorsionó como una anguila que acabara de ser recubierta de sal—. ¡Os lo ruego, no me hagáis eso, no, no!

En cambio, se lo hicieron.

Fue transportado hasta un caballete, tumbado con las piernas y los brazos abiertos, atados a las manillas con más cuerdas.

—¡Pero si os lo he dicho todo! —gemía—. Dios me traiciona —murmuró. Y las fuerzas le abandonaron a su destino.

El verdugo cogió la seda y colocó una esquina en la boca del joven. Luego sirvió encima agua, hasta que se vio obligado a comenzar a deglutir la sábana. Y así siguió durante un buen tiempo. Cada imploración era ignorada, mientras la sábana entre las manos del verdugo se acortaba cada vez más y el joven se veía obligado a tragarla con el agua.

La sábana se iba ensanchando en el estómago. Ya solo un brazo y medio de tela blanca y seca se encontraba entre los dedos del verdugo.

Los Confortadores intercambiaron gestos de entendimiento. Y disfrutaron en silencio.

El joven deglutió todavía más. Se había tragado casi toda la sábana. Quedaba lo que era suficiente para el verdugo, que cuando recibiera la orden tiraría de ella. Sacaría la sábana de ese cuerpo destrozado con un tirón, o lentamente, o de ambas formas, con una técnica estudiada.

Y así hizo el verdugo. Tiró. Esperó. Tiró. Esperó.

La sábana empapada de agua destrozaba el cardias, atravesaba el esófago, se arrastraba por dentro, quemaba lo indescriptible, y ahogaba.

—Rápido, no aguanta más, está a punto de morir —dijo el señor Pauli—. Golpeadlo en el patio y aplicadle el fuego mientras esté vivo. ¡Es necesario hacerlo rápido!

Gastos necesarios en las dos últimas justicias.

Por transporte de la caja del crucificado, 50 bai.

Para dar sepultura a los cadáveres, 60 bai.

Por transporte de los sacos de los hermanos, 15 bai.

Para maestro Francesco Cubero, que había hecho 5 tinajas, 50 bai.

Por el vino griego, 10 bai.

Por las galletas de Savoya, 10 bai.

Por los caramelos, 5 bai.

Para el desayuno, 50 bai.

Para la mortadela, 20 bai.

Para los trajes de la virgen del Carmen, 8 bai.

Por haber comprado un par de calzones nuevos de fustán para un condenado, 60 bai.

Total: 3 escudos y 43 bai.