23

El pequeño grupo de personas que había acompañado el ataúd de un desconocido hasta su tumba anónima se movió tristemente entre los caminos del cementerio. Lucía esperó que también el último monaguillo se hubiera ido y se agachó sobre un mármol húmedo para poner una fotografía de Rodolfo. Era una ventanita a través de la que podría asomarse como un nuevo inquilino en su nuevo balcón, sobre un nuevo panorama. Con perfumes diferentes y gente triste.

Rodolfo se encontraba asomado ahora. Sonreía.

—Adiós hermano, ¡te echaré de menos! —exclamó Fosco, que se besó los dedos y lo tocó.

Se alejaron preocupados, caminando hacia atrás, con la mirada clavada en la foto, hasta que poco a poco el rostro sonriente de Rodolfo se separó entre las vetas del mármol. Solo entonces se dieron la vuelta, dándole la espalda a la tumba, y se dirigieron hacia la salida.

La ciudad no les apareció muy diferente del cementerio. Solo muchos más nichos y tumbas mucho más altas.

—Ese de ahí, me parece que le conozco… —dijo Fosco, e indicó con la barbilla una figura que avanzaba por la acera.

—Yo también —dijo Lucía.

Aguzaron la vista.

—Pero si ese es…

—¡El señor Fernández!

El hombre, con un traje oscuro y con un porte erguido, había ya comenzado a saludarles con la mano.

—Nos ve bien —constató Lucía.

Mientras se acercaba era como verlo envejecer con cada paso. Se podía descubrir su edad grabada en el rostro, pero detrás de la cortina de pelo había una sonrisa enérgica y dos ojos que todavía brillaban con fuerza.

—¡Señor Fernández!

—¡El detective y la enfermera!

—Roma es muy pequeña —exclamó Fosco.

—El mundo es pequeño —precisó el señor Fernández—. Volveros a ver tiene que ser algo más que una mera coincidencia.

Siguió el ritual en el que intercambiaron saludos con la mano.

—¿Cómo está? —preguntó Lucía. Lo examinó con un fugaz reconocimiento.

El señor Fernández respondió con una sonrisa reluciente.

—Estoy bien, gracias. Muy bien. Si no fuera por el calor tan sofocante que hace… ¿Y vosotros? ¿Cómo es que estáis por aquí? —preguntó, e hizo un pequeño movimiento sinuoso que terminó con un ligero codazo—. ¿Por qué no vamos a sentarnos a un bar? Me encantaría tomar algo con vosotros. ¿Os apetece un café?

Con una ligera presión en el brazo, Fosco transmitió un claro mensaje a Lucía: deja que me ocupe yo.

En el centro del bar había una barra roja y luminosa que parecía una flor con la luz del fluorescente, y a su alrededor mesitas bajas de piedra verde y hierro forjado.

—Tomaré un café —dijo Lucía pasando el menú a Fosco, que ni siquiera lo abrió.

—Un café también para mí.

—Y para mí, como buen viejo que soy, un coñac acompañado de un vaso de agua helada.

Después de un intercambio de brevísimas sonrisas, los tres permanecieron un poco en silencio. Faltaba esa confianza y ese mínimo bagaje de cosas en común que desbloquean este tipo de situaciones. Y ese poco que se podía evocar no guardaba un buen sabor en la memoria.

Pero una cosa en común sí que tenían.

—Está todavía buscando esa guitarra, ¿no es así? —preguntó Fernández.

Las cejas de Fosco se levantaron como si le hubieran pinchado, y se le iluminaron los ojos.

Llegó la camarera. Después del baile de vasos, Fosco admitió:

—Sí, pero todavía no la he encontrado y no creo que logre encontrarla jamás.

—Lo lamento. Tarde o temprano saldrá, ya verá. ¡Es una guitarra muy especial! —dijo Fernández, que tragó una gota ardiente y se contrajo con un gemido que terminó en un suspiro satisfecho.

—No debería beber eso —le dijo Lucía.

—Su espíritu de enfermera es inagotable, señora. Eso le honra, de verdad —dijo Fernández, que en realidad hablaba al fondo del vaso—. El mundo debería estar agradecido a quien, como usted, elige dedicarse a cuidar del que sufre —añadió, y bebió un poco más antes de continuar—: Si no existieran…

—Señor Fernández —intervino Fosco, bajando la voz y echándose hacia delante—, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Todas las que quiera.

—Me gustaría saber si cuando leyó aquella partitura…

—¿Folías? —le ayudó Fernández, a lo que Fosco asintió.

—¿Notó algo en aquellas páginas, algo por lo que mereciera ser robada? Porque no creo que pueda tener un especial valor económico. ¿Había algo escrito por lo que se pudiera morir?

—¿Por qué? ¿Acaso también han robado la partitura? —preguntó Fernández, sin lograr por otro lado parecer realmente sorprendido.

—Sí —dijo Fosco, mezclando el azúcar que se había quedado en el fondo de la taza.

Fernández miró hacia fuera, más allá del cristal, más allá del olor a mantequilla y miel, de frito, cerveza, albóndigas, bocadillos y café. La calle recubierta de asfalto líquido resoplaba humos mortales y polvo.

—No había nada que yo pueda entender que pudiera interesarme. Yo soy un guitarrista, y en lo que a mí me incumbe todo estaba en su sitio. Nada raro, a excepción de la rara belleza de la música —dijo, y se rascó la frente arrugada con el puño—. ¡Se trataba únicamente de una partitura! —exclamó. Vació el vaso. Ahora el coñac parecía quemar menos—. Con la música —continuó— no se gana dinero. Y no quiero decir que se gane poco, no, ¡quiero decir que no se gana en absoluto! Pensemos en la música antigua. Se pasa hambre, no lo dude —concluyó, y hablando así dirigió sus palmas hacia el techo.

—¿Y ahora usted qué piensa hacer? —preguntó Lucía, que lo miraba con una expresión estática propia de una foto de carné.

—Creo que puedo entender a lo que se refiere.

Fosco apoyó los codos encima de la mesa.

—¿Qué es lo que entiende?

Lucía levantó la cabeza de entre los hombros.

—No sé, si yo fuera un guitarrista haría algo… no lo sé.

—Algo he pensado —dijo Fernández tocándose el trasero—. He imaginado las notas en mi memoria, ¡aquí dentro! Y las he transcrito. Total, un par de horas de trabajo.

Los dos alargaron el cuello. Fosco cogió los folios doblados, que habían tomado la forma abombada de la nalga de Fernández, y los abrió. Tenía toda la pinta de un mono que se encuentra delante de un espejo.

—¿Y bien? —preguntó Fernández satisfecho.

—Usted es muy bueno —reconoció Fosco—. Le felicito.

La partitura que tenía en la mano parecía idéntica a la que él había encontrado en el notebook de don Felipe, pero Fosco decidió no decírselo. Fernández esbozó una reverencia en señal de agradecimiento.

—He comprado la única obra existente de Gaspar Sanz —dijo Fosco, que dobló con cuidado la hoja y luego se abanicó antes de dársela.

—A partir de ahora se encontrará también esta —dijo Fernández, felicitándolo—. Puede quedársela. Ya la tengo en el ordenador. Será suficiente con enviar un correo a todos los editores y el juego ya estará listo.

—Podría obtener un poco de dinero si la vendiera a uno solo.

—No me interesa el dinero —dijo Fernández, y puso veinte euros encima de la mesa—. Ahora me tengo que ir, queridos señores.

—Tenga, esta es mi tarjeta —se apresuró Fosco—. En caso de que quiera charlar alguna vez.

—O venir a cenar —añadió Lucía, manifestando un entusiasmo que evidentemente delataba que las puertas del búnker estarían siempre abiertas.

—Pasaré algún día —dijo Fernández, guardándose la tarjeta en el bolsillo—. Pero pronto tendréis una nueva dirección. En el hospital me dijisteis que os gustaría cambiar de casa pronto, ¿no es así?

—Esperamos que así sea —exclamó Lucía—. Ahora vivimos en un pequeño agujero bajo el suelo.

—Y queremos tener niños —añadió Fosco—. Pero temo que la dirección que aparece en la tarjeta será válida aún durante un buen tiempo.

Fernández mostró una sonrisa sincera y se despidió de ambos. A la hora de besarle una mano a Lucía, su pelo cayó sobre el rostro.

—Gracias —dijo. Y luego le dio la mano a Fosco, prometiéndoles una vez más que se acercaría a verles. Dio asimismo gracias a Dios por haber permitido que se volvieran a ver.

Un minuto más tarde se había alejado ya, caminando por la acera y transformándose en una de las tantas manchas que se reflejaban en el escaparate del bar.