22

Por la mañana el calor apretaba ya sobre la frente, y el humo dulcificado del asfalto invadía el habitáculo del coche.

Las espirales del cerebro de Fosco se enfrentaban como fallas, levantaban montañas, generaban islas y olas gigantescas de pensamientos insensatos. Sintió que estaba cediendo al nerviosismo. Tenía que entender. Descubrir. Saber.

Vengarse.

Entraron en Heaters. Y luego salieron con un nombre concreto, Luce D’Ambra, una dirección en la mano y alguna que otra expresión grosera detrás. El director les mandaba decir a aquella zorrilla que tenía los cojones llenos.

Llegaron a casa de Luce y llamaron al telefonillo. Al no tener respuesta decidieron gritar desde la calle, si bien nadie llegó a contestar.

Una viejecita del barrio, sin embargo, había visto vaciar el apartamento durante la noche.

—¿Un traslado? —preguntó Lucía, incrédula. ¿Por la noche?

—Sí, vino un camión —dijo la viejecilla—. Emplearon solo una hora. Y fueron ágiles como los ratones —explicó la mujer, que hizo una pausa para no apresurar demasiado la conversación. Antes de continuar se colocó mejor sobre el bastón—. Yo conocía a esa joven. ¡Era tan bella! Y educada, ¡oh, sí! Quizás vestía un poco irregular cuando salía por la noche, pero creo que estudiaba y era de buena familia. El apartamento quizás lo han vendido ya. Ah —protestó, golpeando repetidas veces el bastón contra el suelo—, una casa aquí la quieren todos. Se las quitan de las manos, aunque cuesten millones. Yo, hasta que tuve cincuenta años viví en una choza, y ahora que tengo noventa y dos vivo en una mansión, pero la casa es siempre la misma.

Les dirigió una mirada avispada y recuperó el aliento antes de ponerse en marcha.

—De todos modos, no la veo desde hace varios días.

Se marcharon hacia la casa de la familia Della Rosa siguiendo una nube violácea que se rompía en el cielo, mudos y desconsolados como perros perdidos en una batida de caza.

La cancela se encontraba abierta.

Bajaron del coche y se detuvieron para respirar aire que sabía a resina balsámica, mientras detrás de ellos una frondosa rama de pino se doblaba indicando un pasaje sombrío hacia la entrada de la casa. Permanecieron todavía un poco más absorbiendo aquella tranquilidad antes de llamar a la puerta.

—¡Está abierto, está abierto! —gritaron desde su interior.

Fosco empujó la puerta.

Como que abierto, pensó. ¿Por qué el matrimonio Della Rosa era tan imprudente?

La puerta parecía no querer otra cosa que ser empujada.

—¡Adelante, adelante!

Fosco reconoció la voz lejana de Gerard Della Rosa, profunda, con la tonalidad matizada por el paso de los años, como una piedra en un torrente.

—Es él, susurró a Lucía.

Avanzaron un poco. Fosco esperaba ver aparecer de un momento a otro a la camarera que le había recibido unos días antes. Pero no hubo ninguna camarera esta vez.

—¡Os lo ruego, por aquí! —incitaba Gerard—. Oh, el señor Fosco, ¡qué alegría! ¿Nos ha venido a ver su dulce mitad? —preguntó el viejo para darles una pista sonora que seguir con la que orientarse entre las habitaciones vacías.

—Sí —respondió Fosco en voz alta—. Le he hablado de ustedes y quería conocerlos.

—Venid, venid.

Lucía habló para dejarse escuchar.

—Sí, es verdad, me he quedado boquiabierta tras lo que me ha contado mi marido.

Una peluca vaporosa se asomó al balcón.

—¡Ah, entonces tenemos a un amigo! —exclamó Maria Della Rosa—. Y una amiga también.

—Encantada, señora. Soy Lucía, la mujer de Fosco. Pasábamos por aquí y le he pedido si podíamos venir para conocerles.

—Un honor, un verdadero placer, dadme el tiempo necesario para bajar las escaleras. En una hora estaré con vosotros —dijo Maria, que rio y tosió. Luego se rio de nuevo.

De la casa habían desaparecido también los pocos objetos que Fosco había visto la primera vez que había entrado. Ahora se encontraba completamente vacía, tanto que parecía estar lista para ser vendida.

La señora avanzaba sola, caminaba también sin el brazo del marido sobre el que apoyarse. Parecía menos cansada y enferma que la primera vez. Llegó con unos modales cordiales y les invitó a unirse con Gerard.

—Hoy no se siente muy bien.

—¿Qué le pasa? —preguntó Lucía.

—Nada grave, solo que cada día que pasa… Bueno, ya nos encontramos en el final de nuestros días. Por fin —suspiró—, somos demasiado viejos.

—No deberían tener la puerta abierta.

—Oh, señor Fosco, aquí ya no hay nada que se pueda robar —dijo la señora Della Rosa ofreciéndole su mano a Lucía.

—Ya veo —respondió Fosco—. ¿Por qué se han desecho de todo? —preguntó, y miró a su alrededor para constatarlo inmediatamente—. De todo.

—¡Estamos a punto de dejar este mundo! —exclamó Gerard Della Rosa—. Así iremos al Paraíso con más probabilidad.

—Sí —contestó Maria—. Es por eso que hemos sacado todas nuestras pertenencias.

—Y lo que no han regalado, se lo han robado —dijo Fosco, cuyos labios se contrajeron en una mínima sonrisa irónica—. Hay tanta gente malvada por la vida. Siempre es mejor cerrar con llave.

—Gracias por la preocupación —dijo Maria Della Rosa—. Lo tendremos siempre presente. La próxima vez que vengáis encontraréis cerrada la puerta, prometido.

Gerard Della Rosa se encontraba sentado en el suelo, en una habitación vacía.

—Acomodaos —dijo indicando el suelo. Atrajo hacia sí la mano de Lucía y la besó, sujetándola como si fuera un gramo de azúcar que pudiera derretirse al entrar en contacto con la respiración—. Una mujer encantadora, señor Fosco.

Lucía le agradeció el cumplido haciendo ver que lo apreciaba, y al mismo tiempo recuperaba su mano para sentarse en el suelo.

—Bueno, qué tal van las cosas, ¿ha descubierto algo?

—Todavía nada —dijo Fosco acomodándose. La voz, como todo lo demás, retumbaba en el ambiente vacío—. Lo único que he descubierto es que queda mucho por descubrir. Y no me lo esperaba. No estoy seguro de que sea la persona adecuada para este trabajo.

—No diga eso —dijo Maria, que llegaba con una bandeja de galletas hechas en casa y una botella de té frío con limón—. Las han preparado los vecinos. Nunca nos dejan sin ellas. Y el té, lo siento pero está caliente, ya no tenemos ni siquiera el frigorífico.

Lucía sujetó la botella, separó los vasos de usar y tirar y se encargó de servir el té a todos.

—Gracias, hija —dijo María, seguida por Gerard—. Eres muy educada —añadió, y mientras hablaba la iba analizando con benevolencia—. Eres enfermera, ¿no?

—Sí.

—Por eso estás tan preparada para llegar siempre en socorro de quien sufre —dijo Gerard. Más que un hombre sentado en el suelo parecía un cuerpo que tendía a la tierra, como el hierro que se siente atraído por un imán, hacia su propio fin. Y sin embargo, todavía tenía ganas de hablar y disfrutar de una buena compañía en una casa abandonada por los objetos.

Sin embargo, la falsa visita de cortesía, las sonrisas y las frases de circunstancias no duraron mucho más cuanto comenzaron a salir a flote las emociones reales. Fosco emitió un suspiro lleno de sufrimiento y dijo por fin:

—Señor Della Rosa…

—Mejor nos tuteamos —propuso Gerard.

Ante estas palabras decidió realizar una especie de reverencia en señal de asentimiento para añadir inmediatamente:

—Gerard, mi hermano ha sido asesinado.

—¿Asesinado? —exclamaron al unísono los señores Della Rosa.

—Le prendieron fuego delante de nuestra casa.

Al escuchar aquellas palabras, como tirados por lazos transparentes, las cabezas de Gerard y Maria giraron para mirarse.

—Si sabéis algo que pueda ayudarme a entender… —siguió Fosco—. Tengo que encontrar a los culpables.

Gerard no escuchaba.

—Esta noticia nos entristece. Lo sentimos profundamente —suspiró—. ¿Cómo se llamaba?

Respondió Lucía, eximiendo a Fosco de tener que hacerlo.

—Se llamaba Rodolfo —dijo. Luego volvió a reinar el silencio.

—Hemos escuchado de un hombre que había ardido vivo —dijo Gerard analizando el vacío—. Pero quién podía pensar que… Oh, Dios mío, tiene que haber sido horrible.

—Tengo la sospecha de que mis investigaciones sobre la guitarra y el homicidio de Rodolfo están de alguna forma unidas. Es posible que vosotros sepáis cosas que podrían ayudarme a entender lo que está ocurriendo.

—¿Cómo has logrado descubrir que se trataba de Rodolfo?

Fosco dejó caer los brazos sobre el suelo.

—Intentó pedirme ayuda…

Gerard no se tragó la mentira, y le preguntó con frialdad:

—¿Cómo lo has hecho?

—El ADN. Es él con toda seguridad.

—No puede haberlo hecho él por sí mismo —dijo Lucía. Tras estas palabras siguió un silencio que parecía interminable.

—Fosco —dijo por fin Gerard, con un brillo insólito en su mirada—. Tengo razones para creer que encontrando quién ha robado la González encontrarás quién ha asesinado a Rodolfo.

—No creo que logre encontrar jamás tu González.

Gerard le tocó el brazo.

—No tienes que agobiarte por encontrar un trozo de madera. Aunque la guitarra haya desaparecido para siempre, destruida quizás, mi mujer y yo no montaremos ningún drama. Nos estamos encaminando a terminar nuestros días, pensemos en la importancia que puede tener para nosotros un objeto —dijo Gerard levantando los párpados para dejarlos caer de golpe—. Hay cosas más importantes. A nosotros nos interesan solo las personas que la han robado, y tú la encontrarás, de eso estamos seguros.

Maria cogió un vaso vacío de las manos de Gerard y le secó una gota de té en la esquina de la boca. Luego le miró con ternura.

—O puede que ellos encuentren a Fosco, ¿verdad, querido?

—Verdad —dijo Gerard—. No tendrás que hacer otra cosa que esperar, y luego traerlos aquí o decirnos dónde se encuentran.

Fosco preguntó cómo podían afirmar que él encontraría a los ladrones incluso sin hacer nada, y por qué jamás hablaban de ladrones en plural. Pero recibió solo una respuesta lacónica que si acaso suscitaba otras miles de preguntas. Lo sabían, pero no habrían sido capaces de explicar cómo lo sabían.

Por último, Lucía expresó su asombro sobre el hecho de que hubieran podido mantener escondida la guitarra y la partitura durante tanto tiempo.

—La respuesta a esta pregunta encierra toda nuestra larga vida —dijo Gerard—. Hay muchos coleccionistas de antigüedades que entran en posesión de sus piezas de diferentes formas. A menudo son modalidades que no se desvelan. Conservan los objetos para sí mismos, sin decírselo a nadie. Y cada uno tiene sus buenos motivos para actuar así. Es una manía, o algo parecido, creo.

—Vosotros no me parecéis ese género de coleccionistas —respondió Fosco.

—Tengo que admitir que no es sencillo acomodarte con una respuesta cualquiera —dijo Gerard.

Fosco lo tomó como un cumplido. Sonrió e inmediatamente después se puso serio. Respiró profundamente, con la mirada clavada en el suelo y los puños cerrados de la rabia.

—Si sabéis algo sobre la muerte de Rodolfo, ¿por qué no me lo decís?

—No sabemos nada —dijo Gerard, tosiendo. Un instante después se encontraba preso de una tos violenta.

—Así es suficiente. Te estás agotando demasiado —dijo Maria, ayudándolo a ponerse de pie.

Fosco se sobresaltó y protestó.

—Pero entonces, ¿sabéis quién la ha robado?, ¿por qué no me dijisteis nada?, ¿por qué no me avisasteis de que tendría que vérmelas con unos asesinos?

El matrimonio Della Rosa no añadió nada más.

Se despidieron lentamente, sin un saludo, sin dirigirles ni siquiera una mirada, dejando a Fosco y a Lucía en el vacío irreal de aquellas habitaciones. En el vacío infinito que sentían dentro.