21

Tuvieron el tiempo justo de volver al búnker, y de buscar en internet «Confortadores», para descubrir que cuatro siglos antes había habido una hermandad que asistía a los condenados a muerte en espera de la llegada de su verdugo.

El tiempo justo de ducharse y de continuar sintiéndose sucios.

El tiempo justo de volver a la universidad en busca de Gogo, preguntándose obsesivamente si Rodolfo de verdad había muerto. Tuvieron inmediatamente una respuesta: el ADN de la muestra correspondía con el de los pelos del peine y el de los pelos de Fosco. Sin lugar a dudas, el cuerpo carbonizado correspondía a Rodolfo.

Se quedaron inmediatamente mudos y perdidos.

Gogo se mordía los nudillos y comenzó a llorar. Cuando logró calmarse dijo únicamente:

—Escúchame, Fosco. Cuando he visto lo que había ocurrido delante de tu casa me he interesado un poco. Me ha resultado algo espontáneo. Eres el hermano de un amigo muy querido… —sin poder evitarlo, no pudo reprimir unas lágrimas—. Me lo he tomado como si el asunto me tocara en primera persona.

Fosco le hizo entender que le comprendía.

—Bueno… —siguió Gogo, indicando una pantalla—, no sé qué pensáis vosotros, pero aquí… —aumentó el artículo—, aquí está escrito que la antorcha humana será enterrada en un rito católico en el cementerio monumental de Roma por voluntad de la propia Iglesia, marcada por este triste acontecimiento en el que el mal ha resucitado de la memoria de los tiempos. Sigo leyendo aquí —dijo, y cambió de fichero—. Los nuevos criterios para la concesión de áreas y nichos en el cementerio monumental no admiten nuevos ingresos, con un par de excepciones: la sepultura de personalidades que hayan honrado con su vida y su obra a la ciudad de Roma en Italia y en el mundo, y la sepultura de personas muertas en circunstancias que hayan afectado profundamente a la opinión pública y que se hayan destacado, en el acto de la muerte, por extraordinarios méritos cívicos. Este caso, se lee aquí, ha conmocionado a toda la Iglesia católica. El cardenal Giulio Caccini ha anunciado una reflexión profunda sobre la cuestión, haciendo entender que se están ya preparando una serie de excusas. El mal que hemos vuelto a ver hoy, dice Caccini, es nuestro mal. Nuestras culpas históricas esperan ser perdonadas. La reacción que este acontecimiento trágico ha suscitado en todos nosotros es tal porque nuestra historia se ha presentado atroz y sin resolución, y con carácter grave.

En el laboratorio caló un largo silencio.

—En este artículo se nombra una hermandad llamada Los Confortadores… —dijo Gogo, y pasó algunas páginas—. Aquí está, La antigua hermandad de los Confortadores se encargará de organizar el funeral y la sepultura de la Anónima Penitencia, etcétera. Cuando oigo palabras como «hermandad» se me enciende algo dentro… Vamos, que me he dedicado a dar vueltas por ahí en busca de información sobre estos Confortadores.

Fosco y Lucía intercambiaron miradas llenas de ineptitud, y decidieron no decir que ya habían escuchado hablar del asunto.

Gogo siguió, mostrando un dibujo.

—Mirad. Antiguamente daban ayuda a los condenados a muerte y los enterraban, justo como están haciendo ahora con Rodolfo.

—Solo que aquí lo han condenado y asesinado a la vez —protestó Fosco.

Gogo se dio la vuelta para mirarlo, pero frente a aquel rostro marcado por la rabia consideró poco oportuno hacer más preguntas. Imprimió algunas hojas y se las entregó.

—Trabajaban para el Santo Oficio… —dijo, alargando la mano—. De todos modos, tened, todo lo que sé está escrito aquí.

Se despidieron, prometiéndose que se verían de vez en cuando. Y tras un abrazo se dejaron.

Afuera era ya de noche. Y jamás habían percibido la noche tan oscura.