En el enorme aparcamiento del hospital se respiraba tristeza.
—Espérame aquí —dijo Lucía. Y sin más se marchó.
Fosco no objetó, le dirigió una mirada lánguida que habría podido significar «buena suerte».
En la entrada, el guardia la miró desde el otro lado del cristal de la caseta, con la cara salpicada por las luces de los muchos monitores que tenía delante. Estaba a punto de decir la típica frase de, «¿usted dónde va?», con el acostumbrado tono amenazador que en realidad significaba «por ahí no se pasa», pero el guardia únicamente preguntó qué quería.
Lucía le movió delante del pecho un seno hinchado y culpable, dos labios recién humedecidos y la parte de atrás del bolso para congelados. Igualmente ofreció la mejor de sus sonrisas:
—Vengo del hospital Los Ángeles. Tengo un paquete de regalo fresco, fresco para la sala sectorial. ¿Quiere verlo? Es un pie, para el profesor… no me acuerdo —dijo. Mientras iba hablando se tocó un poco por todas partes y abrió su bolso—. Tengo que tenerlo aquí, vaya, y tengo que sacarlo todo del bolso para encontrarlo. O estaba en la cartera. El profesor… ay, cada vez la misma historia —dijo, y estuvo a punto de escenificar una crisis de nervios.
—¿El profesor Trevisano? —dijo el guardia, que tenía la cara llena de reflejos.
—¡Trevisano! —exclamó Lucía, que se dio un golpecito en la frente y cerró lentamente el bolso—. ¿En qué planta? —preguntó, apuntando el dedo índice hacia abajo.
—Anatomía. Celdas frigoríficas. Cuatro plantas hacia abajo. Ahora deberían estar las clases —dijo, y se asomó hacia delante con las manos puestas sobre los brazos de la silla giratoria, acercando la cara al cristal—. Quizás podría querer algo más que el pie, añadió con malicia.
Lucía dio las gracias y se dirigió hacia el ascensor, manteniendo la calma elaborada para tal situación. Sabía que el hombre le estaba clavando sus ojos en el trasero.
El ascensor se encontraba en la planta, abierto, luminoso, inmóvil, justo delante de ella, y parecía que la estuviera esperando. Entró y no se dio la vuelta. Respiró profundamente, apretó el botón y esperó a que las puertas del ascensor, como si fueran un telón de acero, privaran al guardia del espectáculo.
—Vaya, ahora se baila —pensó mientras el ascensor iba bajando al menos uno, menos dos, menos tres…
Las puertas del ascensor se abrieron con un chirrido delante de una enfermera que en ese momento estaba hablando con un distribuidor automático de café. Le estaba preguntando cómo podía ser que fueran todos tan malvados en este mundo. Que no había uno que se pudiera salvar. ¿Y qué era lo que podía hacer para cambiar las cosas? Sorbía un café y le contaba al distribuidor que su marido quería tener un hijo.
—Pero por mí ni hablar —decía—. ¿Tú qué harías en mi lugar? ¿Tendrías un hijo, distribuidor, destinado a vivir su vida como tú y yo, en un subterráneo entre cadáveres, mientras todos le dan patadas por cada error que comete a la hora de dar el cambio? ¿Tendrías uno, distribuidor? —insistió. El distribuidor no contestó—. Yo no quiero tener un hijo. La vida me ha decepcionado, no quiero decepcionarlo también a él un día —concluyó. Luego le pareció que el distribuidor le estaba hablando.
—Perdone señora, estoy buscando la celda frigorífica…
Lucía calentó las manos ante un fuego imaginario.
La mujer se tomó el tiempo necesario para entender que el distribuidor no había dicho una sola palabra y se dio la vuelta.
—¿Eres nueva aquí? —dijo, evidentemente molesta ante la intrusión.
Lucía asintió.
—Hoy es mi primer día.
La mujer la miró de arriba abajo con atención, y dio una vuelta a su alrededor.
—No eres la primera, ¿sabes?
—¿Para hacer qué?
—¿Te tomas un café?
Lucía comenzó una retahíla de «buenos», «pero», «quizás».
—¿Cuánto azúcar? —preguntó la mujer, cortando por lo sano después de haber introducido las monedas en el distribuidor.
—Dos cucharadas.
—No eres la primera, decía, que busca el mortuorio. Los nuevos que llegan se sienten atraídos por los aspectos macabros de este trabajo. Pero tarde o temprano termina esta propensión.
La mujer se apartó y bajó la voz.
—No para todos, entendámonos, no para todos —dijo, e hizo añicos el vaso de plástico—. Hay gente a quien esta manía no se le pasa nunca.
Lucía bebió su café. Las manos le temblaban. Aquella mujer, quizás por su pelo enredado y su mirada canina, le recordaba a las brujas de los dibujos animados. Y tenía incluso una escoba, allí, apoyada contra la pared.
—De todos modos, por mi parte no hay problemas, te puedes sentar.
—¿Está segura de que no me descubrirán?
—Segura no lo estoy. Pero el momento es de los mejores. Los médicos ahora están distraídos.
La enfermera dio una palmada al distribuidor y le hizo entender que tenía que regresar a trabajar. Luego indicó la puerta.
—¡Aquel, sin embargo, estoy segura de que te gustaría! —dijo. Parecía una apuesta—. Si estás buscando el escalofrío ante lo macabro, ese vale todo el mortuorio junto.
El frío repentino de las plantas subterráneas, la emoción por lo que tenía en mente hacer, la muerte intocable que flotaba en el ambiente… Lucía temblaba cada vez más.
—¿Qué puede ser? —se dijo a sí misma, envolviéndose en un abrazo.
—Un cadáver. Antes lo han torturado de una forma… ¿pero qué digo? ¡De tantas! Luego le han prendido fuego.
Ahora, en las palabras de la mujer, Lucía vio lo que había visto aquella noche, delante del búnker. Pensó que Rodolfo no podía haber terminado de esa forma. Cerró los ojos temblando y cuando los abrió la mujer ya no estaba.
La escoba seguía apoyada contra la pared.
Dejando atrás espectros de neón y peste a café quemado, se dirigió hacia lo que esperaba fuera el «cadáver del hombre muerto como consecuencia de las quemaduras» delante de su casa. Pensaba así para obtener el efecto de la distancia que había aprendido durante los cursos profesionales.
Se acercó de puntillas a la puerta que le había indicado la enfermera, apoyó un oído y cerró el otro con un dedo. Daban allí una lección. Se oía un debate, golpes de tos discretos, la respiración de una manada.
Oyó a un hombre que estaba ilustrando de forma docta a un auditorio interesado en algo sobre una carbonización anómala, jamás vista antes, que había como cristalizado el cuerpo.
Escuchó unos pasos. Alguien se acercaba a la puerta.
Se retiró violentamente, intentando desaparecer detrás del marco de la puerta y dejó de respirar.
Pero no había nadie.
Poco a poco, abriendo ligeramente, logró fisgonear dentro del aula, durante el tiempo que empleó la puerta en cerrarse. Vio que en los bancos había filas silenciosas y atentas de estudiantes con bata blanca, horrorizados por algo que les habían mostrado.
Soltó la otra hoja de la puerta, puso una mano para mantener abiertas las dos caras y vio la causa del horror pintado sobre los rostros de los estudiantes. Delante del profesor, tumbado sobre un carrito metálico, bajo la sábana doblada, yacía el hombre carbonizado. Lo que le cubría, en efecto, no era piel quemada. El material combustible que le habían aplicado se había convertido en una espesa capa que tenía el aspecto del vidrio negro mal encolado.
De repente escuchó que los estudiantes se levantaban al unísono y bajaban ruidosamente las escaleras de madera entre los bancos. Ante el miedo de que la vieran, dejó que la puerta se cerrara, pero algo o alguien la sujetó abierta.
—¿Qué es lo que estás haciendo aquí? —dijo la mujer con quien acababa de hablar delante del distribuidor de café—. Espera.
Después de un instante, la dejó entrar.
Los estudiantes ahora se estaban reuniendo en un corro alrededor del cadáver y no se daban cuenta de su presencia. Siguió a la enfermera, pasando más allá de lo que hasta aquel momento era una línea trazada por el miedo imposible de cruzar, y subió la escalinata hasta el último banco, en la parte superior.
—No la he visto entrar aquí dentro —dijo Lucía.
La mujer estiró los labios en un guiño lleno de felicidad.
—Hay tantas puertas en este hospital…
Lucía tentó la carta de la empatía entre mujeres.
—Necesito desesperadamente un poco de ayuda.
—Ya decía yo que me estabas mintiendo. Tú no eres nueva aquí, ¿no es así?
Lucía asintió.
—¿Qué es lo que necesitas?
—Un trozo del cadáver —susurró.
Como era previsible, la respuesta no tardó en llegar.
—Tú te has bebido el cerebro.
Pero Lucía no se rindió.
—Ayúdeme, se lo ruego. Estoy convencida de que ese es el cuerpo de mi cuñado. Le prendieron fuego delante de nuestra casa. La Policía lo ha clasificado como suicidio. Está irreconocible. El único modo para descubrir si tanto mi marido como yo estamos equivocados es hacerle la prueba del ADN, pero no nos han dejado. Dicen que mi cuñado podría estar todavía vivo, que no tenemos motivos para sospechar que sea ese de ahí —indicó hacia el fondo, en el centro del aula.
La mujer movió la cabeza y afirmó.
—Yo creo que tú no estás bien.
—Se lo ruego —dijo Lucía—. Ese pobrecito merece justicia.
La mujer analizó durante un buen tiempo el rostro de Lucía. Al final suspiró y asumió un comportamiento decidido.
—Ponte esto —dijo, y le ofreció una bata—. Mira, yo no te creo, pero si es por el ADN te basta con uno de estos —dijo, y le dio un enorme bastoncillo de algodón y un saquito de plástico transparente—. Solo se lo tienes que meter en la boca, das una pasada y lo colocas aquí dentro.
—Sí, ¿pero cómo me acerco?
—La clase está a punto de terminar —indicó a los estudiantes que, lentamente y en orden, volvían cada uno a su sitio—. Yo estoy aquí para llevarme el carbón a la cajonera. Sígueme y haz como te diga.
Lucía le dio las gracias con las manos unidas y una sonrisa marcada en los ojos.
La clase había terminado con un silencio general.
El profesor extendió la sábana encima del cadáver y los bancos comenzaron a vaciarse.
Lucía y la enfermera fueron bajando lentamente hasta acercarse al estrado, junto a la mesa del profesor.
—Profesor, ¿lo metemos en el cajón 23? —dijo la mujer, meneándose con las manos en las caderas.
—Sí, muy bien, y muchas gracias señoras —respondió el profesor dirigiéndose también a Lucía. En una placa que colgaba de su pecho estaba escrito «Trevisano».
Movieron con rapidez las ruedas de la camilla y salieron del aula siguiendo el chirrido. En cuanto estuvieron fuera, la mujer levantó una esquina de la mesa y descubrió el rostro quemado.
—¡Ahora, vamos! Rápido, pásalo varias veces por dentro de la mejilla.
La mano le temblaba. No lograba tener los ojos suficientemente abiertos para mirar. La boca que tenía que alcanzar con el bastoncillo de algodón estaba abierta de forma horrible. Parecía que todavía estaba gritando lleno de terror mientras se iba ahogando, como si todavía ahumara. Estaba abierta de forma inverosímil.
La mujer le quitó de las manos el bastoncillo de algodón.
—Ven aquí, lo hago yo —dijo, y removió el algodón en aquella boca sobre la que se había grabado la imagen de una agonía horrible—. Ábrela —dijo lanzando una mirada a la bolsita—. Ahora lárgate de aquí. Yo no te conozco.
—Volveré a darle las gracias. Puede estar segura —dijo Lucía mientras se quitaba la bata. Luego añadió—: No me gustaría que el ADN de la boca haya podido haber quedado dañado por el fuego.
El carrito se detuvo de golpe delante del distribuidor de café. La mujer se dirigió a Lucía con una mirada pervertida.
—Mira, yo me tomo un café solo, y tú tómate lo que quieras y te largas, pero evita volver por aquí para darme las gracias —dijo. Y sin más se encaminó al distribuidor.
Lucía sacó las tijeras para las uñas del bolso y apartó una esquina negra de la costra que cubría el cuerpo. Luego se adentró todavía más, en busca de una muestra más cercana al hueso, de un trozo de carne que permaneciera intacta.
Lo encontró mientras la mujer ya estaba liada en una nueva conversación con el distribuidor. Le estaba diciendo que había por los alrededores un montón de gente malvada, como él ya sabía, pero también un montón de gente a quien le faltaba una tuerca, como aquella de allí.
Lucía, directa hacia el ascensor, se dejó disparar hacia arriba, como un chute de heroína en las venas.
El guardia estaba medio dormido.
Afuera, el atardecer todavía no había terminado.
Se subió de un salto en el Clio, y dijo golpeando los dedos contra la bolsa frigorífico:
—Tengo lo que estábamos buscando.
En el rostro de Fosco apareció lentamente una expresión que denotaba incredulidad pero también admiración.
—No quiero saber cómo lo has logrado, pero lo has hecho muy bien. ¿Lo has visto?
—Sí —contestó. Fueron suficientes esas palabras para reponer dentro toda la angustia—. No se puede morir así. He visto los rasgos en ese cadáver, pero… —levantó una mirada valiente y miró dentro del bolso como si hubiera situado allí el recuerdo de aquel cuerpo incinerado—. A mí me ha parecido él —concluyó.
Fosco la abrazó con fuerza. Abrazaba a Lucía, pero abrazaba también una esperanza. Y al mismo tiempo abrazaba la confusión. Sin mediar palabra dio un puñetazo lleno de rabia al volante y puso en marcha el coche. Este aceleró de repente.
Sobre la mejilla de Lucía, cercana a la ventanilla, una lágrima corrió hacia atrás y se escondió entre su melena.