Rodolfo vivía en un barrio muy estructurado, compuesto por un número indefinido de edificios de color borroso y con manchas de humedad, feos, como si carecieran de cualquier elemento de belleza ya desde su nacimiento. Su apartamento era uno de los pocos que se encontraban algo alejados del barrio, en el último piso de un edificio nuevo y ya en malas condiciones.
Un ascensor cansado y algo estropeado les llevó justo delante de la puerta.
—Por favor, que esté —repetía continuamente Lucía.
Fosco llamó con fuerza.
—¡Rodolfo! —gritó todavía más fuerte—. ¡Rodolfo!
El grito se desdibujó repentinamente en un susurro, y con asombro la puerta se abrió sola, resbalando lentamente sobre sí misma y desvelando sus secretos con una calma cruel.
Solo se escuchaba el volumen demasiado alto de algún aparato y otras manifestaciones de las pésimas costumbres de los vecinos.
El apartamento de Rodolfo había sido ya visitado por una mano irracional y violenta, que había esparcido por todas partes una confusión total.
—Me lo temía —dijo Fosco, atravesando lentamente el umbral de la puerta abierta.
Mirando a su alrededor pensaba en la casa y en la sacristía de don Felipe, registradas de la misma forma, y la sangre dejó de correrle por las venas cuando se dio cuenta de que no podía seguir teniendo más dudas: Rodolfo estaba muerto. Y tal y como había imaginado y temido, las amenazas y su posterior asesinato se encontraban unidas a la guitarra de la familia Della Rosa, la guitarra que había decidido dejar de seguir buscando. ¿Y ahora qué?
Cada libro había sido registrado y yacía sobre el suelo con la cubierta abierta, como si fueran dos brazos. Las señales de las mismas suelas lisas de cuero sobre las hojas, el mismo olor inmóvil, de muerte, en el aire.
Ahora sentía que tenía que buscar la González para encontrar a quien había asesinado a Rodolfo.
Lucía vagó entre las habitaciones desordenadas. En la cocina tuvo que caminar de puntillas para evitar pisotear la comida podrida que se encontraba esparcida por el suelo, proveniente del frigorífico. En el cuarto de baño habían vaciado cada frasco. Solo un peine lo habían dejado en su sitio, sobre el pequeño estante junto al espejo, de pie dentro de un vaso negro. El dormitorio parecía un puzzle tridimensional todavía encerrado en una caja.
—¡Creo que sé lo que estaban buscando! —dijo Lucía, recogiendo una hojita blanca del suelo y rezando para que fuera la página de una agenda.
—Yo también —le respondió Fosco.
En el salón, el papel decorativo arrancado de las paredes colgaba en tiras como si fueran anchas hojas tropicales. Fosco se asomó al balcón con la estúpida esperanza de ver a alguien todavía ocupado en salir corriendo, pero tuvo que reprimir su frustración dándole una patada a la barandilla. Esta sonó, sorda, y siguió vibrando como si fuera una campana. Decidieron entonces regresar a casa.
El viento que entraba por la ventanilla era caliente. El pelo de Lucía golpeaba el asiento.
Fosco miraba la carretera y apretaba el acelerador.
—Enciende la radio.
Lucía lo hizo con la mano temblorosa.
Querida oyente, decía una voz algo nerviosa, ¡aquí te presentamos lo que será el número uno del verano!
No. Un ruido, y otra emisora.
Hablemos del bienestar. Cómo mantener sano nuestro corazón. Tenemos aquí con nosotros…
No.
Profesor, ¿nos puede explicar cómo un hombre se ha podido prender fuego de esa forma?
Sí.
¿Cómo puede un hombre extenderse por todo el cuerpo pegamento, gasolina y quién sabe qué, para luego prenderlo?
El profesor respondió:
Sí, sí. Bueno, tenemos en primer lugar que pensar que la psique humana esconde muchos secretos. Todavía no lo hemos explicado todo científicamente, pero podríamos suponer que se trata de un mitómano, alguien que, debido a su pasado, del que no sabemos nada, al menos hasta que no se desvele la identidad del… del…
Del desafortunado, intervino rápidamente el periodista.
Eso, bueno, decía que es probable que el individuo sufriera de depresión, que fuera una persona solitaria y que nutriera su mente insegura y débil con fantasías unidas a un pasado macabro. Digamos hogueras, brujerías, y herejías, para entendernos.
Un fenómeno este, dijo el periodista, que está creciendo y que preocupa a los trabajadores sociales del gobierno. Hablo del consenso que parece existir al atribuir estas cosas a magos y brujas, a rituales macabros con los que desde hace tiempo se llenan las páginas de los periódicos en la sección de sucesos. Se habla de un renacimiento de lo oculto y de lo irracional. Un fenómeno que alguien ha definido inquietante y peligroso. ¿Usted que dice a propósito?
El profesor suspiró y movió unas hojas cerca del micrófono.
El Clio rojo era una goma lanzada por el asfalto. Fosco lanzó una mirada a la pasajera asustada.
—Sería mejor que tú volvieras a casa.
—No, quiero estar contigo. En el búnker tendría demasiado miedo. Ya has visto lo que han hecho en el apartamento de Rodolfo.
—Lo he visto. Al igual que en el de don Felipe.
Lucía había dejado de controlar el movimiento de sus ojos. Era como si le suplicara a Fosco que se detuviera.
El fenómeno es de proporciones notables, en efecto, pero no me había ocurrido antes escuchar hablar de algo parecido, siguió hablando el profesor. Es una modalidad que recuerda muy de cerca un tipo de fuego espectacular que se solía practicar con la Inquisición hace mucho tiempo, o mejor dicho, por tribunales por cuenta de la Inquisición. Pero es bueno recordar que ahora ya no existen.
—Siento curiosidad por saber qué otra estupidez está a punto de preguntarle —dijo Lucía. Fosco cerró las ventanillas para escuchar mejor.
Profesor, si he entendido bien, en su opinión se trata de un desequilibrado que ha querido emular una antigua pena de muerte…
No, no he dicho eso. Es más, dudo que pueda haberlo hecho todo por él mismo. De todos modos, cuando logremos darle un nombre y un apellido podremos decir algo más.
El periodista agradeció la disponibilidad del profesor.
Fosco entonces apagó la radio.
—Ahora pienso que esa joven estaba diciendo la verdad. Y tengo miedo por ella.
—Deberíamos llamar a la Policía y denunciar la violación del apartamento de Rodolfo. Al menos consentirán hacerle el test de reconocimiento.
Fosco movió la cabeza.
—Podemos hacerlo nosotros mismos —dijo, y movió un folleto—. Estaba en el balcón. Un poco más de viento y no lo tendríamos —se lo dio—. Mira ahí, en la parte de abajo.
Leyó, intentando entender lo que le estaba diciendo.
—Aula Magna de la universidad, a las 20.00 h… —siguió leyendo y murmurando, mientras dejaba pasar el dedo sobre las líneas para luego exclamar—: ¡Moderador, el doctor Aldo Gogo!
Fosco le dirigió su primera sonrisa desde que su vida se había visto traspasada por un huracán.
—Sabemos dónde podemos buscarlo. Él nos dirá qué es lo que necesita para hacer el test. ¿Crees que será suficiente comparar una muestra del cadáver con mi ADN?
—No será necesario —dijo Lucía, endureciendo la mirada en un gesto mezclado de satisfacción y rabia—. El cuerpo ha sido seguramente trasladado al Policlínico. Tomemos una muestra y luego comparémoslo con esto —añadió, y le mostró una bolsa con comida congelada. Dentro había un peine con muchos pelos reliados entre los dientes.
—Te adoro —le dijo Fosco. Luego apretó con rabia el acelerador.