Un hombre había muerto. Quemado vivo. Delante de su casa. Bajo sus propios ojos. Entre sus manos.
En los días que siguieron no hubo espacio para otros pensamientos.
Lucía, aconsejada por la jefa de área, decidió cogerse algunos días de vacaciones, no tanto para sí misma, sino por Fosco. Estaba preocupada por él. No lograba quitarse de la mente la imagen del hombre en llamas, sus breves y desesperadas peticiones de ayuda. Pasaba las horas reviviendo continuamente aquel horror y preguntándose qué es lo que habría podido hacer para salvarlo, así como repitiendo sin cesar y de forma obsesiva que sabía reconocer a su hermano.
Lucía admitía que la altura y otros detalles podían corresponderse con Rodolfo, que la llamada recibida por Fosco no podía explicarse con nada de bueno, pero lo invitaba a no centrarse en ello, a seguir esperando que se equivocara, porque después de todo faltaba la prueba definitiva que certificara que era él. Está bien, había estado allí con ellos justo aquella noche y les había contado que había estado recibiendo amenazas de muerte, pero no era suficiente para obtener conclusiones tan graves. Fosco estaba convencido de que ella lo decía solo porque era una enfermera, tenía cierta experiencia con el dolor y la muerte, y tenía que demostrar que sabía mantener la sangre fría en estos casos.
Mintiendo, ella respondía que no era verdad.
Fosco, sin esperanza, le hacía notar que el teléfono de Rodolfo estaba desconectado desde aquella noche, que en su casa no estaba, y que nadie le había visto después de aquel día. Nadie sabía dónde podía estar. Y ella contestaba que podía haber decidido de repente marcharse de viaje y que en breve daría noticias. Le animaba a que no dejara de lado los entrenamientos, porque le ayudarían y con ellos además se distraería.
Ahora Fosco, por primera vez en muchos años de práctica, se arrodillaba sobre el tatami del dojo para los rituales de homenaje a la foto del viejo maestro, jefe de la escuela, sin la debida concentración, con la mente en otro lado. Si el gran Sensei hubiera apoyado su poderosa mirada de papel sobre él, si solo le hubiera insuflado un poco de calma…
El entrenamiento había terminado. Espiró con fuerza, emitiendo un poderoso soplido. Se agachó. Apoyó las palmas por el suelo, dejando espacio para la cabeza. Rozó el parqué con la frente sudada. Se levantó junto a los otros once hombres, vestidos de negro como él, enfundados en la hakama con siete dobleces, llenos de lazos como las chocolatinas, y ofreció su última venerable reverencia a la foto en blanco y negro.
Tenía que encontrar la forma de hacer el test del ADN al cadáver. ¿Pero cómo? ¿Y la joven rica que Rodolfo había mencionado? Había dicho que se llamaba Luce y que su familia vivía en una mansión llamada D’Ambra. Y la unión de aquel nombre con el apellido, por otro lado, parecía muy real.
En primer lugar iría a buscar a esa joven, o noticias de ella, en Heaters. Luego, si era necesario, iría a visitar a su familia.
Cuando salió del dojo tenía las pantorrillas doloridas como consecuencia de la posición de rodillas que había mantenido durante mucho tiempo, y pensaba en Lucía.
El teléfono comenzó a vibrar en ese momento en la mochila. Era ella.
—Fosco, aquí hay una señorita que pregunta por ti…
—¿Aquí, dónde?
—¡En el búnker!
—¿Y quién es esa señorita? —preguntó. Notó desde el otro lado del teléfono que la mano de Lucía se apoyaba instintivamente sobre el auricular y la voz se escuchaba almohadillada.
—A Fosco le gustaría saber tu nombre —oyó. La mano dejó de cubrir el auricular del teléfono—. Fosco, dice que no quiere hablar por teléfono y que te diga únicamente que es una amiga de Rodolfo.
¿Podía ser Luce? Fue como si le hubieran clavado una jeringa enorme de adrenalina en el centro de la espalda.
—Dile que me espere y ofrécele algo para tomar. Estoy saliendo ahora del dojo. Dame tiempo para llegar.
La enorme puerta del búnker se deslizó por las clavijas y se cerró tras él, con un ligero golpe de cerradura bien engrasada. La mirada de Fosco, cargada de preguntas, se posó en la señorita desconocida que se encontraba sentada allí, frente a él, mirándole con los ojos asustados, ojos inmersos en un mar de piel aterciopelada, bajo un denso flequillo rubio. Parecían islas de esperanza, un cuerpo hecho para ser sensual y vestido para no parecerlo.
—Me llamo Luce —se levantó conforme hablaba para darle la mano.
—Fosco Noi, encantado. No se levante…
—¿Te preparo algo para comer? —preguntó Lucía, apartándose con una excusa cualquiera.
Fosco emitió un sonido de asentimiento.
—¿Dónde se había metido? —preguntó a la joven—. Rodolfo la estaba buscando. Estaba muy preocupado por usted.
—Sería mejor poner algo de música —dijo ella, dando claramente a entender que no se fiaba y que sospechaba que alguien la estaba espiando.
Un mando encendió el aparato de música, que comenzó a sonar algo libremente. Una guitarra barroca se escuchó en el aire tenso del búnker.
Fosco subió posteriormente el volumen y se acercó a la joven para no tener que levantar la voz.
—Y bien…
—Rodolfo —dijo Luce—, es terrible…
Sollozó. Se sonó la agraciada nariz con un pañuelo de papel y, después de haberlo arrugado, lo empujó hasta el fondo del bolsillo del pantalón.
—¡Explíquese por favor!
—Sí, tiene razón, yo me presento aquí de repente y… Perdóneme.
—No pasa nada —dijo Fosco. Y en señal de sinceridad le ofreció otro pañuelo.
La joven suspiró.
—Rodolfo… No sé bien cómo decíroslo.
—Con que lo diga…
—Nos conocíamos desde hacía poco tiempo. Desde que entré a formar parte de un grupo de investigación —hizo una pausa para torturarse sus manos pálidas—. Teníamos también una historia.
—Rodolfo me ha hablado de ello. Me dijo que usted le ayudaba también económicamente.
—Sí, para el proyecto. Vengo de una familia acomodada y el dinero no me falta.
—¿Por qué ha dicho que lo conocía? ¿Ya no os conocéis más?
—No sé cómo decíroslo —repitió, moviendo la cabeza—. Hace ya unos días fue por la noche a Heaters, donde trabajo, preguntando por mí. Incluso llamó a algunos de mis amigos que están en el extranjero y que él no podía conocer. De hecho no logro entender cómo podía tener él esos números. Luego, sin embargo, he encontrado un mensaje en mi casa.
Fosco no reaccionaba. Era como si en la caja faltara alguna pieza para poder jugar.
—Mi hermano se introdujo en su casa sin su permiso, solo porque no lograba localizara y estaba preocupado por usted.
—Eso no es lo importante —contestó la joven.
—¿Y entonces qué es? —preguntó Fosco intentando permanecer tranquilo.
—Es que alguien tuvo que haberle seguido y haber visto que entraba en mi casa. Y eso lo puso seriamente en peligro.
—Yo no la entiendo, señorita. Mi hermano viene aquí diciendo que está recibiendo amenazas de muerte y que teme por la vida de una amiga suya. Y ahora su amiga viene aquí para decir que teme por él. ¿A qué estamos jugando?
Con el mismo malestar de un presidente que está a punto de ordenar el lanzamiento de una bomba nuclear, Luce respondió:
—El hombre al que han prendido fuego justo delante de vuestra casa…
—¡Dios! —exclamó Fosco, mientras Luce intentaba respirar.
—Era Rodolfo, sí —dijo ella sin terminar de respirar. Se cogió la cabeza con las manos y la movió con rabia—. No se prendió fuego, sino que le prendieron fuego, ¿entiende? Era su hermano. Tiene que hacer algo.
Fosco le midió los hombros con las manos.
—¿Cómo puede decir algo así? ¿Está segura de ello?
—Yo estaba trabajando en una cosa… —balbuceó la joven temblando—, se trata de la respuesta a años de investigación.
—¿Sabe quién ha sido?
—Hay personas muy peligrosas. Vea, mi familia… —se iba acalorando—. Están locos. Nos persiguen. Lo han matado, porque ellos…
—¿Ellos qué?
—Son unos locos fanáticos. Torturan. Y ante la duda, matan.
—¿Quiénes son «ellos»?
—Los Confortadores. Lo sé, es algo sin sentido, pero es así —dijo Luce, que corrió a esconderse detrás del vaso y sorbió varias veces para permanecer el mayor tiempo posible allí, hasta que el escondite le cayó de las manos que no dejaban de sudar—. Vaya, la que he liado.
—No se mueva, voy a por un trapo.
Fosco corrió a la cocina para rebuscar en el cajón de los trapos como si estuviera poseído.
—¿Quiénes son estos Confortadores? —gritó para mantener el contacto. Hizo una señal de entendimiento con Luce, que escuchaba todo en silencio, acurrucada sobre la silla.
Pero cuando Fosco regresó, la joven ya no estaba y la puerta del búnker permanecía abierta de par en par. Tuvo el tiempo justo para verla mientras, a bordo de una moto de gran cilindrada, se alejaba a toda velocidad, convirtiéndose en un minúsculo punto negro que, zigzagueando, se proyectaba hacia el horizonte.
Lucía salió detrás. Los ojos de Fosco se cerraron sobre resplandores que emanaban del asfalto. Era el Fosco que tanto le gustaba admirar al maestro Hendo. Tenía los hombros relajados, la respiración armónica y una pequeña arruga en la base de la nariz, la espalda recta, la barbilla ligeramente hacia abajo y la cabeza que parecía estuviera estirada hacia arriba con un hilo unido al centro del cráneo.
Era el mejor Fosco de pelea. Pero sus pensamientos en ese momento producían una monotonía molesta, como si fueran moscas inexistentes, pegajosas, que se apoyaban sobre su cerebro.
—A mí esa joven me parecía sincera —dijo Lucía.
—No me fío ya de nadie. Quizás esa joven era Luce y quizás no. Quizás era solo una mitómana. O quizás era una de las personas que están detrás de todo esto.
—Hemos hablado solo unos minutos antes de que tú llegaras, pero me ha parecido cualquier cosa menos que estuviera loca. Me ha dicho cosas sobre Rodolfo que solo una persona que lo conociera muy bien podía saber.
—Tengo que descubrir lo que está ocurriendo. Quien haya hecho daño a Rodolfo lo pagará.
—No quiero que corras riesgos.
—La Policía no está moviendo un dedo.
—¿Qué tienes pensado hacer?
—¿Te acuerdas de ese tipo que conocimos en casa de Rodolfo, el día de su cumpleaños?
—Conocimos a tantos tíos raros ese día…
—Sí, pero estaba aquel…
Fosco guiñó los ojos intentando recordar.
—Es verdad —contestó rápidamente Lucía—. Había un investigador de medicina que se ocupaba de genética. Me llamó la atención porque entabló una larga discusión con uno que, comentando los ingredientes de los bocadillos, se había atrevido a defender la bondad de los OGM.
—¡Sí, de ese hablo! —exclamó. El corazón de Fosco latía con fuerza contra las costillas—. Vayamos a casa de Rodolfo —dijo mientras se ponía de pie de un salto.
—Pero si ya has estado y no está…
—Esta vez abriremos la puerta. A lo mejor se encuentra mal —se frotó la nuca—. Y de todos modos, podemos encontrar la dirección de ese amigo suyo.
—Claro —dijo Lucía—. Me parece que le llamaban todos Gogo.
—Él sí que nos podría ayudar —dijo Fosco excitado, como una fiera que aprieta su pieza de carne ensangrentada—. Necesitamos una prueba, un sencillo test del ADN. Y nosotros lo haremos.
—Quizás el cadáver de ese pobrecillo todavía está en la cámara —dijo Lucía con la mirada encantada sobre el asfalto, como hipnotizada por el discurrir mecánico y desganado de los coches.
En esos momentos telefonear se había convertido en un gesto compulsivo. Fosco compuso una vez más el número de Rodolfo y acercó el aparato al oído.
—Tengo que entrar en tu casa —dijo mientras una voz femenina le informaba que el número no se encontraba disponible.
—Voy contigo.