Lucía dormía.
Fosco, con las manos debajo de la nuca, miraba al techo pensando en las cosas tan extravagantes que había dicho Rodolfo. Pero los pocos pensamientos que lograba hilar se rompían como si estuvieran hechos con arena mojada. Suspiró pensando que Rodolfo estaría ya en casa, en un sitio seguro, y que a la mañana siguiente iría a presentar la denuncia. Él, por su parte, restituiría los cien mil euros a la familia Della Rosa y se saldría del asunto.
Estaba a punto de dormirse cuando escuchó el teléfono sonar. Se despertó molesto y pensando que lo había dejado en el cuarto de baño, mientras seguía la pista sonora protestando. «Este tiene que ser él, que nos avisa de que ya ha llegado a casa».
Respondió.
—¿Eres Fosco Noi?
Una voz electrónica se escuchaba desde el otro lado. Fosco se rascó el cuello y miró a la pantalla: no había ningún número identificador de la llamada. Se quedó inmóvil mirando fijamente el auricular. Había reconocido aquella voz, una de las tantas opciones de un software text to speech.
La voz electrónica dijo de nuevo:
—Sal fuera. Sal. Tengo algo que enseñarte.
«Será una broma», pensó, por lo que salió del cuarto de baño decidido a no meterle más miedo a Lucía.
¿Solo una broma? La idea no le convencía en absoluto.
—¿Quién es? —murmuró Lucía con los ojos cerrados.
—Alguien que tenía ganas de bromear —le respondió mientras componía el número de Rodolfo.
El teléfono sonaba libre. Fosco se puso unos vaqueros del armario, una camiseta y se vistió intentando mantener la calma. Dejó caer sus pies desnudos en los zapatos y se dirigió hacia la puerta, intentando no dejarse ver por Lucía. Subió con rabia las escaleras del búnker, abrió la puerta de casa y salió.
Aparentemente todo lo que estaba fuera parecía tranquilo.
Se detuvo para oler el aire. Llevaba un olor nuevo, fuerte, como a miel y corteza con resina, unido a una extraña mezcla de pegamentos, lacas y vapores de petróleo.
Analizó la oscuridad. Y le pareció ver una sombra que se movía entre los árboles del pequeño jardín comunitario, bajo la luz intermitente de la farola defectuosa. Un hombre quizás.
Decidió acercarse para ver de cerca.
Sí, era un hombre. Lo vio claramente, justo bajo la franja de luz intermitente de la farola. Hacía señales agitando los brazos. Parecía que le estaba pidiendo ayuda.
«Una broma», pensó Fosco.
—Ahora sí que me están tocando las narices —dijo dirigiéndose con amplios pasos hacia la farola.
—¿Pero adónde vas? —le gritó Lucía en la puerta.
Fosco se detuvo y le hizo una señal para que entrara en casa. Luego la farola emitió algún sollozo luminoso y se apagó, dejando el jardín en total oscuridad.
En el rumor eléctrico y silencioso de la noche oía al hombre emitir gritos ahogados, le escuchaba dar patadas en la hierba, pero no lograba verlo.
Se acercó todavía más.
—¿Quién anda ahí? —gritó.
Como respuesta, solo murmullos de terror.
Estaba a pocos pasos ya, pero no lograba distinguir nada. Quizás era alguien que se sentía mal, quizás le estaban robando… Dio un par de pasos más manteniendo el oído alerta. No escuchaba ningún ruido. La farola se encendió por un instante, una breve iluminación, lo suficiente para ver. O para creerse lo que estaba viendo: un hombre que corría a su encuentro con los brazos abiertos, emitiendo versos, tropezándose, tambaleándose. Se frotó los ojos e intentó visualizar. Pensó que alguien necesitaba ayuda. Se preparó para socorrerlo. Pero la impresión duró un instante. El hombre, que ya estaba cerca, emitió unos resplandores, y bajo su mirada atónita se incendió de repente, como un puñado de paja seca, iluminando el jardín.
Cuando se detuvo delante de él, envuelto en llamas, Fosco tuvo el instinto primordial de no abrazarlo. Miró cómo le pasaba por delante, y en ese momento lo notó ahogarse. Vio sus ojos hinchados y blancos cocerse como yemas de huevo. Lo siguió, impotente, manteniéndose a una debida distancia, obligado a evitar las piezas de material incandescente y pegajoso que saltaban por todas partes.
Gritó con todas sus fuerzas en busca de ayuda. Intentó acercarse, pero no pudo hacer nada más que seguirle y esperar a que se detuviera. Por último, después de una carrera más larga de lo que podía pensar, el hombre todavía envuelto en llamas cayó al suelo.
Lucía llegó, sin respiración, con un cubo de agua en las manos.
—¡Una manta! ¡Una manta! —gritó Fosco con las manos en el pelo.
Lucía corrió dentro, gritando.
—¡Llama a una ambulancia! ¡Llama a la Policía!
Fosco intentó primero arrojar agua sobre el cuerpo, pero el agua en vez de apagarlo alimentaba el fuego. Entonces se quitó la camiseta, y con un brazo delante de los ojos intentó usarla para sofocar las llamas. Pero no era posible acercarse lo bastante. Empujado por el calor intenso, logró acercarse solo lo suficiente para darle algunos manotazos con la camiseta. El hombre estaba untado con un material inflamable que hacía que fueran inútiles todos los intentos por salvarle, incluso el más nocivo, como era el permanecer allí mirándole con las manos vacías.
Llamó a una ambulancia.
Lucía temblaba y lloraba.
Con los puños morados, las nalgas apretadas como si fueran de acero y los hombros rígidos ante la rabia, Fosco levantó al cielo unos gritos desesperados, y llorando comenzó a repetir que era Rodolfo. Luego se desplomó en el suelo, agotado, incapaz de apartar la mirada del cuerpo que se quemaba en el asfalto, sollozando mientras no dejaba de repetir: no es justo, no es justo.
Los vecinos se acercaron corriendo. Se detuvieron los pocos coches que pasaban por allí. En poco tiempo, por la calle, alrededor del cadáver que todavía no terminaba de arder, se reunión un grupo de gente curiosa e imponente, una multitud de rostros asombrados y asustados ante aquel horror.
Fosco daba patadas contra la pared del búnker y lloraba, repitiendo de manera obsesiva, gritando y sorbiendo con rabia las lágrimas: ¡Dios mío, no! ¡Era él, era él!
—Déjalo ya —le imploró Lucía, entre sollozos.
Fosco siguió repitiendo que el hombre muerto era Rodolfo, y asestó una serie de puñetazos contra el cemento.
Desesperada, Lucía se entremetió entre él y la pared y le agarró las manos ensangrentadas. Se las besó, suplicándole que volviera a la cordura. Fosco le pidió perdón y la abrazó con fuerza.
—No pasa nada —dijo ella, lavándole los nudillos con el agua salada que le caía de las mejillas—. Ahora cálmate.
—Era Rodolfo —le dijo sollozando.
Ella le respondió que se equivocaba.
—Su teléfono está apagado —insistía, desesperado—. Alguien me ha llamado para decirme que saliera a ver.
Lucía le aseguró que todo eso parecía completamente absurdo. Luego se escondieron el uno entre el otro.
El aullido lamentoso de la ambulancia se apagó en el centro de la calle. Los médicos saltaron fuera con agilidad, sacaron en un santiamén una camilla y se dirigieron rápidamente al lugar, pero se quedaron atónitos e imponentes ante el cadáver que humeaba de forma intermitente bajo los destellos celestes de la sirena.
Ya estaba casi completamente carbonizado. Tenía los brazos hacia delante, como si estuviera pidiendo ayuda al cielo. Y de la boca abierta de par en par, que carecía de labios y mostraba los dientes negros, salía una humareda negra y densa, como un aliento oscuro, como las palabras que aquel hombre no había podido pronunciar, como el alma que escapaba rápidamente del cuerpo, de este mundo.
—¿Alguien sabe lo que ha ocurrido? —preguntó una voz. Era un policía.
Fosco no tenía ni siquiera ganas de responder. Se secó los ojos con el dorso de la mano, ensuciándose las mejillas de sangre, y miró la horrible columna de humo que se levantaba del asfalto.
El policía, un hombre gordo con el aire muy serio, dio un paso hacia delante y apoyó sobre ambos una mano en el hombro.
—¿Habéis visto algo? —preguntó mientras analizaba la puerta medio abierta del búnker—. ¿Vivís aquí?
—Sí —respondió Lucía.
—¿Os importa si entramos? —el policía les empujó con educación—. Será una cuestión de pocos minutos.
Consintieron, dirigiéndose directamente hacia la puerta de casa. La mesa se encontraba todavía llena de las cajas de cartón de las pizzas. El policía las apartó para dejar un hueco donde apoyar su carpeta. Extrajo una hoja e invitó a Lucía y a Fosco a sentarse.
—Contadme lo que habéis visto —dijo. Abrió un bolígrafo y se preparó para escribir.
Sus ojos, cargados de desesperación, se buscaban. La cara de Fosco, manchada de humo y sangre junto con las lágrimas, era una máscara morada y deforme. Tenía el pelo sucio, aplastado contra el cráneo por la presión de sus propias manos. Movió la cabeza. Se esforzó para hablar, aguantando el llanto.
—Estoy convencido de que se trata de mi hermano —dijo, sorbiendo por la nariz y emitiendo un ruido parecido al papel que se arranca.
El policía rozó la hoja con la punta del bolígrafo pero luego lo pensó mejor y se dirigió a él con el ceño fruncido.
—¿Su hermano? ¿Cómo puede asegurarlo?
—Tiene razón el policía —dijo Lucía apretándole la mano—. No puede ser Rodolfo. Verás como no es él. Tiene que perdonarle —dijo dirigiéndose al policía—. Se encuentra en estado de shock.
Fosco, sin embargo, seguía insistiendo.
—Recibía amenazas de muerte.
—Cuénteme todo desde el principio —dijo el policía, que ahora parecía determinado a escribir.
Fosco pensó antes de hablar.
Pensó en decirle: «He recibido una llamada extraña que me invitaba a salir para ver. He salido y…». En cambio dijo:
—He salido para tirar la basura al contenedor y he escuchado unos ruidos que provenían del jardín.
Luego contó el resto. Esperó a que el policía hubiera escrito todo y añadió:
—Mi hermano vino a cenar a casa esta noche. Se marchó hace un par de horas. Nos contó que estaba recibiendo amenazas.
Se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y miró a Lucía. Sus ojos enrojecidos enviaban mensajes de alerta.
El policía levantó levemente una cara que demostraba poco a poco más coraje.
—¿Amenazas?
En aquel momento de extrema confusión, Fosco se dio cuenta de que estaba corriendo un riesgo enorme. ¿Y si comenzaban a indagar sobre él? ¿Y si descubrían que mientras estaba trabajando como investigador se había introducido en el apartamento de un hombre recientemente muerto y que, en vez de denunciar los hechos, se había llevado un ordenador que contenía material ilegal?
La figura plácida y amigable del policía cambió de repente, como sucede con la niebla en una pesadilla, revelando de repente toda su realidad oscura y amenazadora. Lo miraba de reojo, apretando el bolígrafo entre los dedos. Se encontraba a la espera de una explicación.
—Es mejor que hable ella —dijo Fosco, indicando a Lucía con la cabeza—. Yo no sé lo que estoy diciendo, me encuentro demasiado confundido.
Al dirigirse a Lucía la cara del agente se mostró inmediatamente sonriente, y la voz meliflua.
—Cuénteme usted, entonces. ¿Qué son esas amenazas?
—Mi marido —subrayó— está hablando de cosas que ocurrieron hace muchos años, no creo que puedan tener mucha relevancia ahora. Se descubrió que quien hacía aquellas amenazas a su hermano era un pobre enfermo mental. Lo que ha ocurrido esta noche es horrible —afirmó Lucía, abriendo de par en par sus grandes ojos oscuros y logrando dulcificar la expresión del policía—. Se sabrá quién ha sido, ¿no?
—Depende —dijo el hombre acercándose a la puerta y medio abriéndola para dar un vistazo fuera—. En estas condiciones será difícil el reconocimiento, admitiendo que alguien dejara alguna señal —explicó. Y cerró la puerta—. Podría tratarse incluso de un vagabundo que se ha prendido fuego.
Lucía envió una mirada intensa a Fosco, que estaba moviendo la cabeza en señal de discrepancia.
—¿No realizan el test del ADN en estos casos?
—Señora, para hacer un test es necesario material orgánico de la persona muerta, de forma que se pueda realizar una comparación —dijo el policía, hablando sin ganas para darse importancia—. Pero para todo esto sería necesaria la autorización de un familiar cercano.
—¡Pero si se encuentra irreconocible! —protestó Fosco.
—Por eso —dijo el policía, que se preparó para continuar la redacción de lo hablado mientras Fosco y Lucía repetían continuamente que todo resultaba absurdo. Después de leer lo que había escrito, el policía lo pensó mejor y decidió que podía considerarse suficiente—. Ponga una firma aquí —e indicó el punto con el bolígrafo.
Con las manos sucias y temblorosas, Fosco agarró la hoja y antes de firmar leyó aquellas pocas líneas: los cónyuges Fosco y Lucía Noi, domiciliados en… a las… Han asistido a cuanto sigue…