Lucía salió del cuarto de baño con una toalla envuelta en la cabeza y la cara roja.
—¿Qué música estamos escuchando?
—Se trata de guitarra barroca española. Es de Gaspar Sanz —dijo Fosco, ocupado en leer el librito que acompañaba el CD. Su dedo índice se apoyaba contra el pecho del ejecutante—. ¿Ves? Rolf Lislevand, un hombre joven y elegante con la mirada perdida entre las notas. La guitarra que estoy buscando es parecida a esta.
Un pie de foto decía que la guitarra que tenía en brazos el guitarrista de la foto (la misma que se escuchaba en el disco) era una reproducción fiel de un modelo original español y que no se trataba de una González.
—Los propietarios del instrumento tendrán seguramente fotografías, ¿no? —preguntó Lucía desde el dormitorio.
—Han dicho que no tienen nada. Sin embargo la profesora Loinèda logró realizar algunas fotografías durante el concierto y me ha dado una.
Lucía se acercó inmediatamente donde él estaba sentado en el sofá, seguida por una maraña de pelo negro y vaporoso.
—Déjame ver.
La foto estaba allí, encima de la mesita.
—Es una mancha dorada —dijo Fosco.
—¿Cómo puede ser?
—Una de las numerosas extrañezas de este instrumento —dijo Fosco, que pensó de nuevo en sus extravagantes clientes—. Deberías verlos.
—¿A quiénes?
—A los señores Gerard y Maria Della Rosa. Jamás había conocido a nadie así antes.
La pequeña sala del búnker vibraba ante las variaciones de la guitarra barroca.
—¿A qué te refieres?
—Son muy ricos y muy viejos. Lo están dando todo a proyectos de beneficencia. Antes de donar también la guitarra quisieron escucharla por última vez. Y por eso organizaron el concierto. O al menos es lo que dicen —explicó Fosco, alargando las piernas hacia la mesita y respirando profundamente—. Son raros, pero no sabría decirte más. Si te dijera que parecen los sujetos de un cuadro al que se le acaba de quitar el marco, ¿te ayudaría a hacerte una idea?
—Creo que sí —dijo Lucía, capturándole el cuello con el brazo y plantándole un beso en toda la mejilla.
—¡No la encontraré nunca! —exclamó, y lanzó el librito del disco contra la pared como si fuera una figurita. Luego se levantó—. Quizás será mejor que llame y encargue ya las pizzas. Me está entrando un hambre enorme.
Inmóvil como estaba, se quedó paralizado cuando sonó el telefonillo, cuyo sonido parecía de masa eléctrica desafinada.
—¡Será él! —exclamó contenta Lucía.
Fosco comenzó a sonreír antes de tirar de la puerta.
Miró fuera, inspirando satisfecho, feliz, como si en el lugar de la típica calle polvorienta y un enfermo jardín comunitario hubiera aparecido de repente un acantilado acariciado por la brisa marina.
—¡Qué ganas tenía de verte, hermano!
Rodolfo se agachó ante Fosco con su cabeza de rizos y entró, siendo inmediatamente abrumado por Lucía, que salió al encuentro para abrazarlo.
Pero la alegría no duró más que unos pocos instantes. Lucía se puso inmediatamente seria, y mientras se acercaba a la cocina para coger algo de beber, le dijo que ella y Fosco estaban cada vez más preocupados por él.
Rodolfo movió los hombros y guiñó un ojo. Acercó su oído hacia los altavoces y lanzó una mirada a Fosco que, con el teléfono en la mano, le mostraba una hoja de la pizzería con servicio a domicilio.
—¡Qué música más extraña estáis escuchando!
Fosco le indicó el librito del disco.
—Buenas tardes, me gustaría encargar tres pizzas. Sí… —tapó el auricular con la palma de la mano—. Guitarra barroca, ¿te gusta?
Rodolfo asintió mientras seguía hojeando el librito.
—Sí, bien, entonces una margarita… —decía Fosco mientras Lucía llegaba con las cervezas y una sonrisa en los labios que traicionaba su tristeza.
—Tú y Fosco no tenéis que preocuparos por las amenazas —le dijo Rodolfo sentándose sobre el sofá y enseñándole un vaso. Seguramente es solo un pobre maníaco que se divierte asustando a la gente. Nada serio.
—¿Pero cómo consigues estar tan tranquilo? —no era una pregunta, sino más bien una regañina.
—¿Has hablado con la Policía?
Rodolfo bebía para evitar que la cerveza se le derramara, y después de haber deglutido media jarra admitió que todavía no lo había hecho. Se pasó la mano sobre la boca llena de espuma.
—Pero tengo intención de hacerlo mañana —dijo.
—¿Por qué mañana? —preguntó Fosco.
Rodolfo se acomodó, alargando un brazo sobre el respaldo del sofá. Sorbió de nuevo. A ambos lados de la jarra, Lucía y Fosco le miraban esperando a que hablara.
—Ya no estoy tan convencido de que las amenazas tengan algo que ver con la fusión en frío —dijo—. O mejor, en un cierto sentido tiene algo que ver, pero no son el resultado de mis estudios lo que suscita las amenazas.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Lucía, y le tocó una mano—. No nos tengas más en ascuas.
Rodolfo vació la jarra y la apoyó sobre la mesita. Intentó cambiar de argumento y fue al baño, pero ellos le esperaban callados y con la mirada pendiente de sus labios.
—Está bien —dijo al final, poniendo las manos hacia delante—. Pero lo que os voy a decir es solo una hipótesis mía.
—Te escucho —le dijo Fosco.
—La última amenaza la he recibido esta noche, antes de salir para venir hacia aquí. Esta vez era otra voz, no la misma que me lleva llamando desde hace días.
—Antes —le interrumpió Fosco— has dicho que tienes intención de ir a la Policía mañana…
—Sí, porque mi amiga y colega Luce ha desaparecido. No consigo localizarla desde hace dos días. No es propio de ella —dijo, y asintió limpiándose los labios con una servilleta—. Os estaréis preguntando quién es Luce y qué tiene que ver en todo esto…
Ambos contestaron afirmativamente a la vez.
—Es una joven guapa y muy rica. La conocí hace dos meses en el fast food donde voy a comer con frecuencia. Trabaja allí, aunque no lo necesitaría, solo para experimentar una vida de total independencia. Quiere vivir. Es lo que ella dice siempre —recordó, y sorbió un trago más de cerveza—. Me conocía. Sabía que soy un investigador de la universidad, sabía sobre lo que estoy trabajando y se la veía muy interesada. En breve me hizo entender que sabía mucho también de física. Ha sido…
El telefonillo chirrió.
Lucía se acercó a abrir la puerta. Cogió las pizzas, pagó y las llevo a la mesa.
—¿Estabas a punto de decir que se trató de un «amor a primera vista»?
—Sí, se trató de algo repentino —dijo Rodolfo, colocándose la esquina de una servilleta en el cuello de la camiseta—. Pero doble, porque junto a su belleza, Luce suma una inteligencia fuera de lo normal. Inmediatamente la impliqué en las investigaciones y se demostró capacitada para ello. Lo conocía todo y se la veía muy determinada. Poco tiempo después alguien depositó en mi cuenta corriente no sé cuánto dinero. Bastaba para poner en marcha un pequeño laboratorio privado. Sé que fue ella quien depositó ese dinero.
—¿De cuánto dinero estás hablando? —preguntó Fosco.
—Mucho, quinientos mil euros.
—Vaya vaya —exclamó Lucía.
—El hecho es que eso hizo que se despertaran mis dudas —continuó Rodolfo.
—Una joven guapa e inteligente aparece de repente —dijo Fosco—, deposita quinientos mil euros en tu cuenta corriente…
—¿Y una chica así trabaja en un fast food? —observó llena de escepticismo Lucía, mientras con los codos hacia arriba se la veía ocupada en cortar la pizza intentando no agujerear el cartón.
—Pero a pesar de mis sospechas, me tuve que rendir ante la evidencia. Luce es una buena chica, solo que es demasiado misteriosa.
—¿La conoces tan bien como crees? —dijo Fosco—. ¿Qué es lo que sabes de ella?
—Esa es precisamente la cuestión. Hace unos días me dijo que conocía al propietario de algunas emisoras radiofónicas, el cual, según ella, había aceptado con entusiasmo emitir por las ondas una entrevista del aquí presente, en la que hablaba de la investigación sobre la fusión en frío y de los muchos obstáculos que hemos ido encontrando por el camino. Acepté y posteriormente grabamos la entrevista. Y nos despedimos diciendo que había que mantener los ojos bien abiertos y que nos veríamos esa misma noche en Heaters. El hecho extraño es que al cabo de un par de horas alguien conocía ya la entrevista y me llamó por teléfono. Afónico, me amenazó diciendo que los alquimistas como yo merecían la hoguera.
Fosco dejó la pizza y se concentró en su hermano, mirándolo con tanta intensidad y tristeza que parecía sentir conmiseración por él. Le observó fijamente durante un buen rato, en silencio. Luego abrió los brazos y exclamó:
—¿Alquimistas?
Rodolfo enlazó los dedos.
—En ese momento dejé de creer que se tratara de uno que se había vuelto loco, porque el hombre que me hablaba por teléfono conocía lo que poco tiempo antes había hecho en mi casa. Lo primero que pensé era que me había comportado con total ingenuidad, porque podía ser Luce quién hubiera informado a esas personas. Me pregunté incluso a qué juego estaba jugando. Sentí que me había estado tomando el pelo. Incluso pensé que la voz al otro lado del teléfono era la suya y que podía ser ella el maníaco que se estaba divirtiendo amenazándome de muerte.
—¿Y en cambio? —preguntó Lucía, que frunció el ceño y lo miró fijamente.
—En cambio ha desaparecido en medio de la nada.
—Puede tener mil motivos para no dejarse encontrar.
—Teníamos una cita. Una colega suya del fast food me dijo que Luce solía avisar cuando no podía ir a trabajar. Y además, ellas dos son amigas. Así que me fui luego a su casa. Era la primera vez que ponía un pie dentro. Jamás antes me había dado su dirección. Decía que todavía era pronto y que prefería venir ella a mi casa.
—Obviamente no estaba —dijo Fosco.
—No —confirmó Rodolfo—. Pero entré igualmente…
Fosco se dejó caer hacia atrás sobre el respaldo de la silla. Lucía, en cambio, hizo una señal a Rodolfo para que no prestara atención a su severidad excesiva y le invitó a continuar.
—¿Qué es lo que has descubierto?
—Todavía no estoy seguro de ello…
—No estás seguro —dijo Fosco haciendo de eco y mirando hacia otro lado, con las manos en la frente.
—¿Por qué lo culpas tanto? —le defendió Lucía—. ¿Qué es lo que habrías hecho tú en su lugar?
—Estoy únicamente preocupado por él —respondió Fosco dirigiéndose a su hermano—. Debí haber ido a la Policía.
Rodolfo, con la mirada fija en el mantel, rompía las migas con la mano nerviosa.
—He encontrado unas hojas… —dijo.
—¿De qué van?
—De cosas de las que Luce me estuvo hablando pero que creí que eran fruto de su fantasía.
—¿Las has encontrado en su casa?
—Sí —contestó Rodolfo, y sacó de su mochila un montón de hojas de cuadritos dobladas en dos. Mientras las abría sobre la mesa, comentó—: He descubierto también que sus padres tienen una mansión. He ido hasta allí, pero no he entrado. Aunque he hecho algunas preguntas, descubriendo que eso de ser misteriosos es una característica común en toda la familia. Hay quien incluso me ha dicho que en esa mansión ocurren cosas muy extrañas, pero nadie ha sido capaz de decirme algo más exacto al respecto —explicó. Y mientras terminaba dejó caer la palma de su mano sobre los documentos y se quedó serio—. ¿Recuerdas el coche oscuro que nos persiguió el otro día? ¿El que de repente giró? —le lanzó una expresión de entendimiento y Fosco, después de mirar un momento al cielo, hizo un gesto de asentimiento—. La mansión de la que te estoy hablando está precisamente allí, en lo alto de esa carreterita. Es muy probable que el coche se dirigiera a la casa de la familia D’Ambra porque solo hay otra entrada hacia esa carretera y se encuentra llena de matorrales, por lo que no creo que lleve a ninguna casa.
—Quizás me estaban siguiendo a mí por el asunto de la guitarra robada —dijo Fosco rascándose la frente—, y giró cuando se dio cuenta de que le estábamos haciendo fotos.
—Puede ser.
—¿Tienes contigo esas fotos?
Rodolfo movió la cabeza.
—Las hice sin mirar. No logré encuadrar nada que fuera interesante. Y además, el flash al reflejarse contra el parabrisas posterior se equivocó con el objetivo.
—¿Pero de verdad que no tienes ni idea sobre dónde esa Luce haya podido ir? —preguntó Lucía tocándole un brazo.
—Tengo miedo de que le haya ocurrido algo feo. Es ahora cuando me planteo que las amenazas no iban dirigidas a mí, sino a ella. No sé cómo ni por qué, pero sospecho que su familia tiene algo que ver en todo esto. Quizás es por el dinero que me dio. El fanático, enemigo de la fusión fría, o el sicario de las multinacionales de energía ya no me convencen tanto. La verdad es que nunca me habían convencido, de ahí que no pusiera ninguna denuncia.
—Nunca se puede aceptar dinero de desconocidos —dijo Fosco, alargando el cuello sobre las hojas—. Especialmente cuando se trata de una suma tan alta.
Lucía le dio un codazo.
—¡Pero mira quién habla! —exclamó. Y también ella se acercó para ver mejor las hojas que Rodolfo había separado y dispuesto encima de la mesa.
—Mirad aquí. Es por esto por lo que temo que le puede haber ocurrido algo —dijo Rodolfo, e indicó la última serie de símbolos extraños, en la última hoja. Se sujetó la barbilla y cruzó los brazos, con la mirada clavada en un punto exacto de una de las hojas—. No podía creérmelo. No consigo creerlo ni siquiera ahora.
—¿Qué es lo que no consigues creer? —preguntó Fosco.
—Esto sí que es raro —dijo Lucía torciendo la nariz—. Las amenazas las recibes tú, pero crees que es ella la que está en peligro.
—Las amenazas las recibíamos los dos —le corrigió Rodolfo—. Y quien quiera que haya llegado a conocer el contenido de la entrevista solo puede haberlo hecho a través de Luce.
—O de la propia emisora de radio —pensó Fosco en voz alta.
—No, todavía no podía saber que ya había sido grabada. Esto únicamente lo sabe Luce y cualquiera que haya hablado con ella nada más despedirnos.
—Pero vamos a ver, ¿qué es lo que está escrito en estas hojas? —preguntó Fosco, que las recolocó y las miró, esforzándose en dar un sentido a los raros símbolos que cubrían toda la superficie, con el esfuerzo grabado en el rostro. Luego se rindió y los puso encima de la mesa.
Rodolfo apoyó la mano sobre el papel y dijo:
—Luce ha traducido en el lenguaje de la física moderna la fórmula para obtener la Piedra Filosofal —dijo. Se reía, nervioso—. ¡Sé que estáis pensando que estoy loco!
—Así es —dijo Fosco, que siguió examinando con atención las hojas. Estaba perplejo. Había algo, de todos modos, que no le cuadraba. Con los labios apretados, la nariz que le temblaba, movía las hojas y emitía tonos de asentimiento hacia sus propios razonamientos. De repente sintió un escalofrío de terror y tuvo la nítida percepción del peligro.
Discurriendo aquellos símbolos pensó en Folías de Gaspar Sanz, y en la extraña coincidencia de que precisamente en aquellos días también se había encontrado él con símbolos antiguos e indescifrables como aquellos que ahora tenía delante de la nariz. Pensó en el dinero que le habían ofrecido con tanta facilidad tanto a él como a Rodolfo y en la enorme mansión de los Castelli Romani de la familia Della Rosa, que tenía una preocupante cercanía con la de la rica familia D’Ambra. Rápidas conexiones de conciencia abrieron un estrecho pasadizo en la oscuridad y la lógica conclusión se detuvo durante un breve instante delante de su propia mente: si Rodolfo se encontraba de verdad en peligro, quizás también lo estaba él. Dobló las hojas y se las devolvió.
—Me gustaría que las guardaras tú —le dijo Rodolfo, con las pupilas temblorosas y parecidas a las estrellas negras en un cielo blanco.
Fosco se levantó de la silla con los movimientos tranquilos que, sin lugar a dudas, precedían a un enfrentamiento.
—Creo que yo también tengo una parte reservada en esta comedia.
Le contó el encargo que había recibido para recuperar la González, de Gerard y Maria Della Rosa, de los cien mil euros y de los otros cien, de la partitura, de don Felipe, de la casa completamente registrada y del notebook.
—Estoy seguro de que esos que entraron en casa del párroco buscaban las películas para que desaparecieran, no la partitura —objetó Rodolfo.
—¿Y entonces por qué el sacerdote lo grabó todo?
—No tengo la más mínima idea. Uno tiene una partitura rara entre las manos y hace una copia… ¡La verdad es que no veo nada de raro en todo eso!
Lucía comenzó a comerse las uñas. Hizo notar que esa conversación la estaba asustando y protestó, diciendo que eran dos irresponsables que se habían dejado llevar por cosas que cualquier otro habría considerado con mucha precaución.
—Tienes razón —dijo Rodolfo—. Pero no creo que nuestros asuntos tengan una conexión.
—Será —suspiró Fosco, y evitó insistir para no asustar todavía más a Lucía a la que abrazó y dio un beso—. De todos modos, Rodolfo, las hojas están seguras, puedes dejarlas conmigo todo el tiempo que quieras. Solo me gustaría saber cómo lo has hecho para saber que contienen la fórmula para obtener la Piedra Filosofal. A mí me parecen bocetos sin sentido junto a símbolos matemáticos.
—¡Exacto! —exclamó Rodolfo—. ¡Se trata precisamente de eso! Luce ha traducido el lenguaje incomprensible de la antigua alquimia al de la física moderna. Como os he dicho, ya me había hablado de ello, pero yo lo había considerado una broma, una tomadura de pelo por ser demasiado indulgente con la fantasía. De hecho, en alguna ocasión me dejé llevar, pronunciando frases como «la fusión fría es la alquimia moderna» o «nos desacreditan como si fuéramos alquímicos». La similitud, sin embargo, no iba tan desencaminada, y Luce no estaba bromeando en absoluto.
—¿De dónde provienen estos símbolos? —preguntó Fosco—. ¿Cómo sabes que son alquímicos?
—Vienen de un texto antiguo que se llama Mutus Liber, el libro mudo. Estos, sin embargo —dijo indicando las hojas a cuadros—, son capaces de que hable. Quien me está amenazando no los puede encontrar. Si le ha ocurrido algo malo a Luce como consecuencia de su investigación, no le habrá ocurrido en vano. No podía dejarlos en su casa porque ese será seguramente el primer lugar donde irán a buscar. Y mi casa será el segundo.
Fosco sintió como la mejilla de Lucía sobre su hombro iba humedeciéndose y aumentando de temperatura. Entendió que estaba llorando. Le guiñó un ojo a Rodolfo.
—Esto es lo que vamos a hacer ahora: yo guardo estas hojas y mañana restituyo el dinero a los señores Della Rosa, diciéndoles que no puedo ocuparme de la guitarra. Tú irás a ver a los padres de esta chica para contárselo todo, les devuelves la enorme cantidad de dinero que su hija te puso en la cuenta y vas a la Policía para denunciar las amenazas que estás recibiendo.
—Está bien. Es lo que haré —dijo Rodolfo, y se levantó sonriendo—. Ahora me voy, pero nos vemos pronto, prometido —añadió. Cruzó los dedos y se los enseñó a Lucía.
—Ten cuidado —dijo ella secándose una lágrima con el dorso de la mano.
Fosco lanzó una mirada a su rostro pálido, marcado por el cansancio.
—¿Te apetece acompañarlo hasta la parada?
—Claro que sí —contestó ella inmediatamente.
Rodolfo protestó con firmeza.
—No, no, vosotros os quedáis aquí —dijo, y miró su muñeca—. Son solo las once y la parada del autobús se encuentra al otro lado del jardín.
—Es más prudente si te acompaño yo en coche —dijo Fosco—. Y mañana por la mañana —repitió—, inmediatamente a la Policía.
Miró a Lucía, esperando que apreciara su resolución para hacer lo más sensato. Rodolfo le arrojó los brazos al cuello. Y lo hizo con fuerza.
—Quédate en casa con Lucía. Ya la hemos asustado bastante. Y, en cambio, no hay nada de lo que debamos tener miedo. Ahora cojo el autobús y me voy a casa. Es una calle muy transitada y no es muy tarde.
—Le acompaño hasta la parada —dijo Fosco, sujetando a Lucía por los hombros.
—¿No sería mejor llamar a un taxi? —dijo ella con un hilo de voz.
—Lo siento. No era mi intención asustaros. Me había prometido a mí mismo no implicaros en este asunto, pero no tenía otra alternativa. Espero que un día logréis entenderme. Ya veréis como todo saldrá bien. Luce saldrá de donde se ha metido tras haber hecho una gamberrada y nos casaremos. Con ese dinero nos compraremos una casa. Y si no aparece será porque así lo ha decidido. Yo restituiré el dinero a su familia. Quedaos tranquilos —dijo Rodolfo, que se encogió de hombros y le dio una palmada a Fosco—. Quizás esas hojas no son tan mágicas como creo. Quizás todo es una broma bien montada por alguien que nos conoce a los dos —se giró de repente hacia Lucía—. ¡Ah, has sido tú! —gritó, y mientras hablaba le metía un dedo entre las cosquillas.
Ella se echó hacia atrás y comenzó a reír.
—En cuanto tenga noticias, os llamo —dijo Rodolfo—. De cualquier forma, en boca cerrada no entran moscas. Mantened bien abiertos los ojos —añadió. Hinchó los carrillos y guiñó los ojos, suscitando una gran hilaridad liberatoria.
Fosco y Lucía se quedaron en el umbral del búnker, mirándolo mientras cruzaba la carretera corriendo. Él se dio la vuelta para despedirse. Luego su figura se transformó en una sombra difuminada en el jardín, iluminado escasamente por la única farola que funcionaba. La farola temblaba y la luz desapareció un instante para luego brillar de nuevo, iluminando a Rodolfo que se despedía de nuevo dándose la vuelta y moviendo la mano. Además, les hacía un gesto para que entraran en casa.
Más allá del jardín, en la parada, aparecieron dos focos de luz inmediatamente y tras ellos el autobús.
Una suerte tranquilizadora.
Las puertas se abrieron resoplando. Bajó un pasajero. Rodolfo aceleró el paso para lograr dar un salto y subir.
Fosco cerró la puerta.