En cuanto bajó en la parada del autobús más cercana al búnker, que estaba junto al semáforo peatonal, entre motores que ululaban, tubos de descarga que goteaban y nubes tóxicas más amenazadoras que la luz deslumbrante de los faros y las motocicletas, Rodolfo pensó en toda esa gente que se movía y moría por culpa de los combustibles fósiles, que ignoraba la existencia de una energía sencilla e inagotable, en la posibilidad de vivir en un mundo limpio.
Un tiempo se había ilusionado con poder cambiar las cosas pero ahora sentía que había fracasado. Nadie se sorprendía ya de sus dificultades económicas, y nadie creía que se pudieran atribuir a los obstáculos que había encontrado en su investigación. Quedaban pocos que viesen en él a un valiente investigador que marchaba contracorriente y en solitario. Fosco y Lucía, quizás, mientras los demás, uno por uno, inexorablemente, habían terminado por dudar de su capacidad real, condicionados por la máquina psicológica que gobierna la opinión pública.
Las comisuras de sus labios se rizaron en una sonrisa llena de satisfacción cuando, más allá del pequeño jardín comunitario, iluminado de forma insuficiente por una única farola, vio las luces perennemente encendidas del búnker.
Esperó que Lucía estuviera preparando algo apetecible para cenar. Sentía ya un cierto apetito. Lucía se lo estimulaba todavía más que las chicas de Heaters, y por eso siempre había pensado que Fosco era un hombre muy afortunado.