Las chicas del Heaters lograban que te sintieras cómodo con una sonrisa. Luego te mostraban el trasero, te bailaban delante, y si las llamabas se sentaban contigo. Eran educadas y siempre sonrientes. Por eso Rodolfo las adoraba.
Luce había comenzado a trabajar en Heaters para pagarse los estudios universitarios. Rodolfo la había reconocido como una de sus alumnas y luego había jugado a hacerle cosquillas bajo su faldita escocesa.
Ella era la mejor, tanto en el local como en los estudios, y así habían terminado por entablar amistad.
—Aquí dejo ver mi trasero —le había dicho—. Allí, en cambio, resalto mis capacidades intelectuales.
Reía con un aire alegre. Había usado la expresión «capacidades intelectuales» solo para demostrarle que era una joven bien educada e inteligente y que le interesaba estudiar. No era la típica desesperada de faldita corta de los establecimientos de comida rápida.
Recordaba el resto de la conversación.
—Quienes vienen aquí —había observado él—, vienen porque ver muslos frescos les estimula la digestión.
—Son todos obesos, carentes de forma física —le había dicho ella—. Y en cuanto a sustancia, la verdad es que…
—Aquí se come fatal —le había contestado él—. Si sirves esto, a la fuerza haces que engorden. Y claro, estás obligado a poner a tres o cuatro jovencitas alegres que atraigan la atención de la clientela.
Sucesivamente, Rodolfo había entendido que la joven era un genio de la física, un talento de la química y un concentrado de feminidad. Y ahora no podía dejar a un lado ninguna de estas tres cualidades suyas.
La joven de Heaters llegó al final, pero no era aquella con la que tenía la cita.
—Hola guapo, ¿cómo te llamas?
El pintalabios le había manchado los dientes, pero ella no lo sabía. Le plantó el filete bajo su atenta mirada y siguió mostrando su sonrisa a medias.
—Me llamo Rodolfo. Y lo había pedido en su punto.
El director de Heaters era un tipo nervioso. No hablaba, gritaba. Dijo que no le importaba dónde estuviera la estudiante, que lo único que tenía en cuenta era el hecho de que no había ido a trabajar. Dijo que si Rodolfo la veía por casualidad, podía también decirle que no volviera, que se buscara otro lugar donde mover el culo o mover el culo y buscar otro lugar.
Al decir aquellas palabras se fue creciendo.
—No le haga caso —dijo una de las jovencitas, tirándole por un brazo y empujándole hacia la salida—. No lo aguanta nadie —añadió la joven, a la que se veía preocupada—. Luce no me ha llamado para avisarme de que no podía venir a trabajar. Somos amigas. Y su móvil suena libre.
Rodolfo intentó llamarla y tuvo confirmación de cuanto la joven le había dicho. La tranquilizó, prometiéndole que iría inmediatamente a buscarla a su casa.
Ella le dio la dirección exacta.
—¿Tienes un coche? —dijo, y sin esperar una respuesta le indicó la dirección marcando con la punta del dedo todas las calles que tendría que seguir.
—Gracias —le detuvo Rodolfo—. Prefiero moverme en transporte público.
—Entonces te aconsejo que vayas andando. Necesitarás en cualquier caso diez minutos. Está justo al otro lado del Tíber. Tienes suerte. ¡El autobús pasa cada veinte minutos!
—Iré dando un paseo —le dijo despidiéndose con la mano, que movía como si fuera un metrónomo—. Si la ves antes, dile que la estoy buscando.
La joven, con la faldita escocesa y la camiseta apretada como consecuencia de un pecho abundante y terso como sus labios, intercambió un gesto de despedida, entristeciendo la mirada y levantando un poco los hombros. Luego regresó, intentando sonreír.
Diez minutos. ¿Existe un espacio temporal más largo que ese?
Ante el portal del edificio en el que vivía Luce, Rodolfo controló el reloj constatando que, efectivamente, había empleado ese tiempo desde Heaters hasta allí. Y sin embargo le había parecido que no llegaba.
Las calles estrechas, donde de noche los pasos suenan secos entre los maullidos de los gatos, sobre los adoquines coloreados de naranja brillante por la iluminación pública, parecían concebidas para perderse, puestas allí a propósito para recordarle a Rodolfo que existen lugares y momentos en los que no es prudente dejarse ver solos si se están recibiendo amenazas de muerte.
Ahora sudaba abundantemente ante el paseo que estaba dando y el calor, un sudor que había pasado a ser frío y denso por el miedo. El aliento se le iba cortando por el ansia.
Llamó al telefonillo sin nombre, como le había dicho la jovencita de Heaters.
No respondió nadie.
Miró a su alrededor.
Quizás Luce había cambiado de idea y no quería compartir con él sus resultados. No habría sido nada extraño, en el fondo. Rodolfo meditó sobre la posibilidad de que Luce hubiera descubierto de verdad algo grande, que se hubiera visto conducida por el deseo de decírselo a alguien, de compartir su descubrimiento, y que luego hubiera cambiado de opinión. Valoró la idea, pero movió la cabeza, hablando para sí mismo. Luce no era del tipo de gente que tuviera comportamientos inciertos de ese calibre. Y además, le amaba. El dinero para ella no era seguramente una preocupación, teniendo en cuenta que lo regalaba con tanta generosidad. Era evidentemente muy rica.
Miró hacia la parte superior del edificio en el que habitaba y consideró la zona de la ciudad en el que estaba situado, a dos pasos de la basílica de San Pedro, y movió la cabeza con convicción.
Tal y como había imaginado, Luce no estaba.
Miró a su alrededor para asegurarse de que no le estaba siguiendo nadie, y tocó a otro telefonillo esperando que alguien le abriera. Luego entraría en casa de Luce.
Quería ver aquellos documentos.
Si había siquiera una remota posibilidad de que Luce estuviera corriendo peligro como consecuencia de su investigación, significaba que aquella investigación había que protegerla.
La voz de una señora muy anciana se escuchó a través del telefonillo.
—¿Quién es?
Rodolfo forzó la voz aguda.
—¿Puede abrir, por favor? Me he olvidado las llaves.
Como persuadida por sus pensamientos de «venga, ábrete, ábrete», la cerradura saltó. Empujó la puerta maciza, de madera antigua, que era incluso más pesada debido a las clavijas oxidadas. Dentro estaba completamente oscuro y olía a polvo y humedad. Un aliento frío bajaba por las escaleras llevando el olor inconfundible de las viejas casas habitadas por personas solas y ancianas. Subió los escalones de dos en dos y se precipitó en la puerta del apartamento de Luce, siguiendo las indicaciones de la joven de Heaters.
Estaba cerrada con llave. Pero no llamó.
Cogió un sobre del bolsillo, un pequeño envoltorio de papel de periódico que podría pasar por una dosis de cocaína, lo abrió y con cautela, dejando caer el polvo por el borde del papel, lo introdujo por el agujero de la cerradura.
Permaneció inmóvil delante de la puerta, solo un imperceptible mordisco de las mandíbulas, en espera de que la boca se le llenara de la saliva necesaria. Cuando llegó el momento, escupió sobre el papel, dejó caer saliva por la cerradura y se apartó rápidamente.
Primero salió un poco de humo blanco, y luego una cantidad infinita de pequeños petardos explosionaron en el interior del cierre. Hubo vibraciones en la escalera y un fuerte olor a metal.
Rodolfo esperó unos instantes, pero parecía que nadie se había percatado del ruido, por lo que empujó la puerta y entró.
—Luce, ¿estás en casa?
El silencio aparecía roto solo por un ruido constante que provenía de la cocina. A diferencia de cuanto esperaba, aquellos metros cuadrados preciosos, con vista hacia la catedral de San Pedro, eran mármol que se podía tirar, rodeado de paredes que parecían estar a punto de desplomarse ante el peso de la humedad. Los muebles eran de escaso valor y sin ninguna armonía entre ellos. El resto era pobre y pálido.
Pero todo estaba completamente en orden. La cama hecha, las estanterías sin polvo, los platos lavados. En el fondo, hacia la derecha, tres pequeños escalones daban a una especie de minúscula sacristía. Entró bajando la cabeza.
Era el despacho de Luce.
Había un pequeño escritorio colonial, enclavado bajo una amplia ventana que daba a un pequeño patio lleno de matorrales. Y detrás, una estantería llena de libros al alcance de la mano. En la parte inferior, Rodolfo vio una caja.
—Aquí estás —dijo. Y la sacó. Dio un vistazo rápido. Rebuscó entre los documentos que contenía pero no encontró lo que estaba buscando.
Al volverlo a poner en su sitio, vio un viejo libro. Y tuvo la impresión de que no se había colado entre la estantería y la pared por casualidad. Lo cogió. Pero no tuvo que retirar el polvo de la cubierta para leer el título: Mutus Liber. Aquel libro no había sido olvidado.
Metidas en las páginas había algunas hojas de cuadritos arrancadas de un cuaderno y dobladas. A primera vista podía parecer que Luce sentía pasión por los antiguos textos ilustrados con extrañas figuras de serpientes, castillos, unicornios, leones, flores, fuentes, bellas jovencitas, montañas, pájaros, y que se divertía obteniendo fórmulas químicas y matemáticas, quién sabía con qué criterio.
Las hojas comenzaron a temblarle en las manos ante la emoción: el libro carecía de sentido, mudo, precisamente como decía el título, pero las conclusiones anotadas por Luce gritaban y se perdían entre sus dedos.
Se trataba del asunto del que le había hablado. Luce había resuelto el sumo problema, desvelado el secreto de la transmutación fría, ultimado de verdad la Obra.
Rodolfo miró con más atención sus apuntes, ávidamente, arrastrando por encima el dedo índice, completamente nervioso, tocándose el pelo, alisándose la barbilla y apretando con fuerza el puño.
Colocó el libro en su sitio y se metió las hojas en el bolsillo.
Dio otro vistazo en su interior. Luego cogió papel y bolígrafo para dejarle un mensaje.
«Luce D’Ambra», pensó, «cuánto me gustaría conocer a las personas que te han dado un nombre tan especial. Seguramente ricas, al menos a juzgar por dónde viven y cómo se visten en la foto. Una espléndida mansión. El padre acaba de bajarse del caballo y tiene el pulgar metido en el chaleco, la mirada llena de orgullo, sonriente. La mamá, en cambio, tiene una expresión seria y tiene que haber apoyado los instrumentos para bordar en algún lugar cerca. Espero que tú, ahora, estés con este guapetón que tiene una enorme mancha oscura en el rostro y que dice cheese junto a ti en la foto», pensaba mientras escribía. «Que te hayas hartado de mí, de nuestra búsqueda, de Heaters. Cuánto me gustaría saber que estás en un lugar seguro».
Apoyó el bolígrafo sobre la nota, para que ella lo pudiera leer.
Ahora los apuntes se movían dentro de su bolsillo, empujándole a marcharse del apartamento, hacia su casa, lo antes posible.