—¿Tenéis discos para guitarra barroca interpretada por un tal Fernández?
—Un momento, por favor —dijo el dependiente con las yemas de los dedos expertos sobre las teclas, que se oían desde el otro lado del teléfono—. ¿Tiene un título, señor?
—Me interesa cualquier cosa —respondió Fosco.
—No, nada señor. En la base de datos no me aparece nada.
—¿Y de Gaspar Sanz tenéis algo?
—De Sanz lo tenemos todo, venga a vernos, estamos abiertos hasta las 20 h.
—¿Y de Fernández nada, no?
—No, pero podemos realizar una búsqueda si quiere.
—Se lo agradezco, pero no es necesario, pasaré por la tienda.
Fosco arrojó el teléfono sobre el asiento, puso en marcha el coche y salió de la pequeña plaza donde estaba aparcado.
Mientras conducía se preguntaba cómo era que, para un acontecimiento tan importante, habían llamado a uno cualquiera, un viejo guitarrista desconocido. ¿De dónde lo había sacado la familia Della Rosa? El mundo entero tenía los ojos clavados en aquella actuación y ellos lo habían dejado en manos de alguien que nadie apenas conocía.
Tenía que haber un motivo.
El navegador le indicaba en la pantalla que tenía que girar a la izquierda. Y Fosco ejecutó la orden. Inmediatamente después la voz mecánica le dijo que «dentro de un kilómetro, girar a la derecha». Y tras esperar un kilómetro torció a la derecha.
Imaginó a Lucía durmiendo inquieta, como siempre antes de realizar el turno nocturno. Dormir de día, pensaba, no es lo mismo si no tienes la suerte de vivir en una enorme mansión. Una mansión como la que tenía delante.
El navegador anunciaba el destino alcanzado, en la cima de una bonita colina de la campiña romana conocida como Castelli Romani.
La cancela de Villa Della Rosa estaba abierta. Las cámaras de vigilancia estaban mirando a otro lugar, inmóviles.
—¿Señor Fosco? —escuchó. Una camarera bien avanzada en años, pero elegantemente envuelta en un trajecito negro con delantal de encaje blanco, se movía entre las flores—. ¡Por favor, por aquí! Le estamos esperando.
Fosco abandonó el coche y llegó hasta donde estaba la camarera.
En ese momento, frente a aquella casa magnífica, pensó que doscientos mil euros eran la cifra apropiada a pagar por quien había recibido una dosis abundante de fortuna de la vida. Esperó, apretando con fuerza los puños, poder hacer caja inmediatamente de la mitad de la suma. Se detuvo ante un felpudo con una frase escrita: Bienvenido.
—Pase, pase. Los señores están bajando —dijo la camarera indicándole un asiento y volviendo a sus asuntos con un aire molesto.
El interior de la casa había sido desalojado, los grandes ambientes aparecían sin decoración alguna y los pocos objetos que todavía estaban desperdigados por las salas parecían más bien los restos tras el paso de unos vándalos.
—¡Todo para la beneficencia! —dijo una mujer que se asomaba a la barandilla.
Fosco se situó en el centro de la enorme habitación vacía mirando hacia arriba. Ahora la mujer caminaba junto a quien tenía que ser sin lugar a dudas el marido, Gerard Della Rosa, quien miró hacia abajo y dirigió un saludo elegante al invitado. Los señores Della Rosa caminaban despacio. Mirándoles con atención, no se lograba entender quién de los dos necesitaba más la ayuda del otro.
Fosco no se habría presentado en la casa sin antes haber recogido cierta información sobre ellos. Había estado preguntando y lo único que había logrado entender es que eran muy respetados por la gente del lugar. Para todos eran muy buenas personas, muy reservadas y educadas Ni siquiera una voz fuera del coro.
No tienen ni una piscina, ¡y eso que podrían permitírselo!, le había dicho uno de la casa en la calle. Apoyado sobre el palo de su rastrillo, habría hablado durante horas de todo el vecindario, ¡cualquier cosa era mucho mejor que limpiar el jardín! Pero no sabía mucho más sobre el matrimonio.
La mujer del jardinero se había abierto paso, le había dado un empujón en el pecho al marido y le había echado hacia atrás.
—Deja que hable yo —había comenzado, mientras mantenía las manos sobre las caderas como si fuera un ánfora—. ¿Qué es lo que quiere saber sobre los señores? Son buenas personas… ¿No les habrá ocurrido nada grave?
—No, no, simplemente han padecido un robo importante y entonces…
—¿Un robo? ¿Los señores? Pero no puede ser. Oh, Dios mío, los señores… Si ya no queda nada dentro de la casa. Nada. Lo han regalado todo, ¡todo! —El pequeño puño de la mujer se había abierto como una flor que está a punto de florecer—. ¿Y quién puede haber sido tan cruel como para entrar a robar en casa de los señores? ¡Pero si son dos santos!
Pero tampoco ella sabía mucho más. Los señores Della Rosa tenían que ser, sin lugar a dudas, muy reservados.
Fosco se dio la vuelta y vio a la camarera que se dirigía hacia otra sala.
—Por favor, sígame.
Ahí todavía quedaba algo: una mesa antigua y un amplio sofá de color rojo y crema, con dos sillones iguales. En el centro de la mesa se olía el aroma de una tetera de porcelana blanca.
—¿Un poco de té?
—Gracias —respondió Fosco—, pero dejó la taza sobre la mesa, enfriándose.
—No se entiende cómo puede ser —dijo tras él el señor Della Rosa, separándose con delicadeza del brazo de su mujer y ofreciendo una mano al visitante—. Esta casa no se ha movido ni un milímetro desde que fue construida, ¡y a pesar de ello se ha convertido en algo demasiado grande! —exclamó riéndose—. Soy Gerard Della Rosa.
—Fosco Noi, encantado.
Gerard Della Rosa presentó a su mujer como un artista descubriría un cuadro delante de una nube de fotógrafos.
—Mi mujer, María —dijo lleno de orgullo.
Fosco se agachó para besarle la mano. La señora Della Rosa tenía la piel muy fina, arrugada como la miel recién hecha.
Los pocos pero sabios trucos que había adoptado la mujer para esconder la edad eran un peinado impecable y un traje de otros tiempos, que exaltaban su delgadez y una figura erguida.
—Estamos donando todos nuestros objetos a la beneficencia. Ya somos muy mayores, no tenemos hijos, y cada día necesitamos menos cosas.
La señora se sentó sobre un sofá junto al marido y tomó una taza de té.
—Entonces, señor Noi —dijo Gerard dejando caer sobre la mesa un sobre de papel blanco voluminoso—, cien mil enseguida, y el resto cuando nos entregue el instrumento. Lo que más nos interesa —subrayó severamente— es el nombre de quien nos ha robado.
—Y, naturalmente, la salud del maestro Fernández —añadió la señora, mostrándose preocupada—. Hemos hablado con el hospital. El director dice que le darán el alta mañana.
Fosco se esforzó en ignorar el sobre.
—¿Están pagando su estancia?
—No —respondió la señora María— pero nos gustaría mucho saber quién lo está haciendo para poder agradecérselo.
Fosco cruzó sus piernas. Cada músculo de su rostro se relajó de repente. La sonrisa de cortesía, mantenida demasiado tiempo, desapareció dejando en su lugar una expresión fría e imperturbable.
—¿Por qué se han dirigido a mí?
—Queremos resolver la cuestión sin proceder con ninguna denuncia —dijo el señor acercándose a Fosco—. Queremos únicamente terminar con el asunto.
La señora Della Rosa se rio elegantemente detrás de su pequeño puño, un grumo de dedos pálidos. Y a Fosco le dio la impresión de que ese comportamiento había sido provocado por la pronunciación del señor Della Rosa de la palabra «asunto».
—La historia de la guitarra es bastante molesta —susurró Gerard Della Rosa agarrándole por un brazo.
—Hay una cosa que me ha dicho el señor Fernández…
—Veo que ya ha comenzado a moverse —dijo Gerard—. Muy bien. ¡Así nos revela que ya ha aceptado el encargo!
Fosco recogió el sobre con el dinero y lo sopesó.
—A mi mujer y a mí nos gustaría adquirir una casa… —dijo mirando a su alrededor— bastante grande como para acoger a los niños.
—No se justifique señor Noi —la señora se acercó también a él y detuvo el sobre que se movía cada vez más nerviosamente entre sus dedos.
Fosco respiró profundamente, se encogió de hombros y lo metió en el bolsillo.
—¿Por qué me han elegido a mí? ¿Qué garantías puedo darles? No he hecho antes algo parecido.
Muy meticuloso y gesticulando mucho, Gerard se aclaró la voz:
—Mi mujer y yo creemos en la astrología. Las estrellas le han indicado a usted.
—¿No pretenderán que me lo crea?
Con las manos apoyadas sobre su regazo, los ojos lánguidos le miraron fijamente, sin réplica.
—¿Las estrellas saben también si lograré encontrar la guitarra, por casualidad?
—Claro.
—Ya, de ahí tanta confianza…
—Por supuesto.
—¡Y por eso fue precisamente el maestro Fernández quien protagonizó el concierto!
Gerard asintió.
—Pero no es solo por eso.
—No es un concertista muy famoso —objetó Fosco.
Gerard consultó con María a través de un intercambio de miradas fugaz. Luego abrió ligeramente los brazos.
—Hicimos una audición con la guitarra González. Lo pudimos comparar con muchos otros que se presentaron aquí. Es un desconocido, pero según nuestra opinión es, sin lugar a dudas, el mejor guitarrista barroco vivo.
—El señor Fernández ha hablado de una partitura original de un tal Gaspar Sanz, que ustedes le pidieron que ejecutara sin decir nada al público.
—El señor Fernández dice la verdad, amigo mío —contestó Gerard Della Rosa, y se dejó caer contra el respaldo del sofá.
—El señor Fernández ha dicho que efectivamente ejecutó la partitura sin anunciarlo al público presente en la sala, y que lo hizo porque ustedes le prometieron que al día siguiente donarían la partitura a un conservatorio.
—Lo hemos hecho —confirmó Gerard Della Rosa—. Fernández dejó la partitura en el atril. Nadie tocó las hojas. Al día siguiente, una persona de nuestra total confianza se acercó hasta Bolonia para entregar la partitura completa al conservatorio.
—¿Quién?
—Don Felipe, nuestro párroco.
—¿Hay alguna posibilidad de ponerse en contacto con él?
—No, en general esperamos a que regrese a la iglesia.
En lo que le quedó del día, Fosco descubrió que el director del conservatorio de Bolonia no había escuchado jamás hablar de la partitura y que don Felipe había padecido un infarto en la ventanilla de los billetes de la estación, antes de poder decir a alguien algo sobre su destino. En la maleta llevaba consigo solo lo necesario para estar fuera unos días, algo de dinero que acababa de retirar de un cajero y llevaba dentro de un billetero de piel negra, y un cuaderno con pocos números de teléfono, casi todos en la letra D de «don» y en la S de «sor». De la partitura no había quedado rastro.
Encendió su Clio rojo.
Llevaba demasiado tiempo sin ver a su único hermano.