5

El señor Fernández se despertó con los primeros rayos de sol que entraban por la ventana.

Abrió los ojos, balbuciendo algunas frases sin sentido a la enfermera que estaba sentada al lado. Dos labios carnosos, cargados de pintalabios rojo, asomaban entre un capuchino caliente y un periódico todavía cerrado, diciéndole un tímido:

—Buenos días señor.

—Buenos días a usted —respondió el señor Fernández—. He soñado que tenía un concierto delante de una platea sobre la que no lograba ver el final. Debería haber escuchado los aplausos.

—¿Desea algo, señor?

—Sí, me gustaría salir.

Unas horas más tarde, Fosco pudo hacerle una visita. Entró en el reparto de puntillas, con la típica expresión de quien está molesto por el ruido producido por sus propios zapatos mientras está entrando en un lugar silencioso.

—Todavía no te he preguntado cómo te llamas, hijo —le dijo la monja que le acompañaba hasta la habitación del señor Fernández. Durante el trayecto no había dejado un momento de mover las manos, golpeándolas al mismo tiempo que hacía preguntas—. Yo me llamo hermana Guglielmina.

—Me llamo Fosco, hermana. Fosco Noi.

—Oh —exclamó la monja uniendo sus manos y produciendo el típico golpe sordo—. ¡Pero entonces eres el marido de Lucía!

—Ya.

A cada paso, las suelas de los zapatos de Fosco maullaban y arañaban el suelo de plástico del pasillo. A los lados, decenas de personas en la cama para molestar.

—Trabajo en este reparto desde hace muchos años —siguió la monja—. Y no he visto nunca tanta atención alrededor de un pobre viejo.

—Tanta atención debería ser normal en un hospital.

—Sí, pero… ¿tienes idea de quién está pagando todos estos gastos?

—No, hermana.

—No tiene documentos —volvió a unir las manos—. Piensa que no hemos logrado entender ni siquiera de dónde viene. Dice que no lo recuerda. Hemos buscado por todas partes, pero no ha salido ni siquiera un familiar. ¿Sabes por casualidad dónde vive?

—No tengo la más mínima idea.

—¿Y entonces por qué has venido a visitarle?

—Hace años tomé unas clases de guitarra clásica de un cierto Fernández y quería ver si es la persona que se encuentra aquí hospitalizada, si es la misma que está en los periódicos. Pero, admitiendo que sea él, no lo veo desde entonces, desde hace mucho tiempo. No sé nada de él.

—Bueno. Ya hemos llegado.

Demostrando que en realidad se trataba de un tic, la monja unió de nuevo las manos dando un golpecito sordo. Se santiguó y, moviendo el dedo índice, dijo en voz baja:

—Recuerda que con las mentiras se va al infierno.

—Gracias, hermana. Lo tendré presente.

La monja se giró sobre sí misma y se alejó por el pasillo hasta convertirse en un pequeño punto negro.

Fosco se asomó más allá del umbral de la puerta que le había indicado, preguntó con mucho respeto si podía pasar y se abrió paso.

—¿El señor Fernández? —preguntó. Sus pies parecían movidos por un engranaje invisible, pero mucho más ruidoso—. Buenos días. Soy Fosco Noi. Mi mujer me ha dicho que…

—Oh, sí. Pasa, adelante.

—¿Cómo se siente?

—¿Cómo quieres que me sienta? En el fondo, demasiado bien. ¿Sabes por qué todavía me retienen aquí?

—Imagino que todavía necesita descansar.

—Esto me lo repite desde hace dos días la señorita —dijo indicando a la enfermera, que mientras tanto se había dado la vuelta para controlar sus cejas en un espejito de bolsillo. El señor Fernández bajó el tono de la voz y se acercó a Fosco. Le agarró por el brazo—. Me refiero a qué es lo que estoy haciendo aquí. Yo no tengo dinero para pagar todo esto —dijo, e indicó de nuevo a la enfermera.

—No tiene que preocuparse. Evidentemente tiene en algún lugar un benefactor.

—¿Y usted cómo lo sabe?

—Mi mujer… —indicó el pasillo del reparto con la cabeza— me ha dicho que los gastos a su cargo, señor Fernández, han sido ya pagados. Y muy pronto le darán el alta —sonrió—. He venido a hacerle algunas preguntas, si me lo permite.

El señor Fernández le miró guiñando los ojos.

—¿El benefactor es usted?

—No, dijo Fosco manteniendo las distancias, yo trabajo para el señor Della Rosa.

—Entiendo… —El señor Fernández se sentó deslizando la espalda contra la cabecera de la cama—. Le ruego me pregunte lo que quiera.

—Cuénteme lo que hizo después del concierto.

—No recuerdo mucho. Estaba volviendo a la habitación que la familia Della Rosa había preparado como mi camerino, pero debí perderme por algún lugar de la mansión porque no lograba encontrar la puerta para entrar. De repente alguien me agarró la guitarra de las manos. Y en ese momento me debí desmayar.

—¿En el exterior de la villa?

—Sí. Era necesario salir para llegar a la habitación. Protesté en su momento, porque el cambio de temperatura haría que la guitarra perdiese la cordatura. Las cuerdas son muy sensibles.

Fosco reflexionó un instante en silencio, y luego dijo:

—No imagino el motivo por el que no pudieron contentarle.

—Me respondieron que las otras habitaciones no estaban disponibles. Eso es todo.

—¿Notó algo raro, por ejemplo, algo o alguien entre el público?

—Ah, el concierto… Eso lo recuerdo muy bien —dijo. Y el rostro del señor Fernández se iluminó—. ¡Toqué Folías de Gaspar Sanz! ¡Qué música tan maravillosa! La familia Della Rosa poseía una partitura desconocida. De verdad que fue algo increíble. Una obra musical perfectamente conservada, escrita por el propio Sanz en persona. ¡Y nadie conocía su existencia! Me pidieron que la ejecutara diciéndome que deseaban poderla escucharla, después de tanto tiempo, y que al día siguiente entregarían una copia al conservatorio. Por fin la harían pública y accesible para todos. Tenía que tratarse de un pequeño secreto entre la familia Della Rosa y el aquí presente. Naturalmente yo acepté. Mientras tocaba aquella música inaudita, el público ni siquiera respiraba. Ni siquiera un golpe de tos. Seguramente los guitarristas presentes en la sala se estarían preguntando si aquellas variaciones eran algo que improvisaba yo sobre el tema Folías. Y en cambio, no. Es una partitura magnífica. Finalmente la demostración al mundo que no fue Antonio de San Cruz el rey de Folías, sino Gaspar Sanz. Y además, recuerdo la guitarra… ¡Oh, perdóneme! —se interrumpió Fernández—. Estoy divagando, no era esto lo que usted quería saber.

—Yo no tengo prisa, maestro. Si le apetece, después me gustaría escuchar dos palabras también sobre esa música y sobre la guitarra. Sin embargo antes…

—Antes quiere saber lo que ocurrió después.

—Sí —dijo Fosco tocándose la cabeza como si estuviera buscando entre su pelo una respuesta más inteligente que ofrecer.

El viejo le sonrió paternalmente.

—Usted es un atleta —constató, observando su físico fibroso, con una expresión llena de admiración.

—Sí, practico artes marciales japonesas —dijo Fosco, siguiendo la frase en su pensamiento por pura gratificación personal: «Aikido, Kendo, e Iadio, y sueño con abrir un gimnasio propio».

—Para hacer el bien es necesario saber golpear, ¿no?

—Quizás sea así, no lo sé. Pero es lo que tengo intención de hacer a quien le ha dejado en estas condiciones —dijo, y buscó en vano restos de una agresión sobre el cuerpo del señor Fernández—. Según usted, ¿quién podía tener interés en robar la guitarra?

—Seguramente yo —dijo riendo y moviendo la cama al mismo tiempo—. Seguramente yo.

Fosco se acercó más.

—¿La ha robado usted? —susurró.

—Por desgracia no —susurró a su vez Fernández.

—¿Me está diciendo la verdad?

—La verdad no es para todos, ¿lo sabía? —el señor Fernández dejó de susurrar—. La verdad es de quien tiene el coraje y la voluntad de buscarla, de alcanzar los límites para moverlos hacia delante, sabiendo que tendrá que morir por haberlo hecho. La verdad no es una lista de dogmas, de leyes, de prohibiciones.

—¿Puedo saber qué verdad, tan celosamente conservada, tiene en mente?

—¿Yo?

Fosco no se movió, se quedó en aquella posición y en ese clásico silencio que quiere decir «sí».

—No sabría, de verdad. Lo único que sé es que no sé.

—¡Sócrates! —dijo Fosco. Acababa de citar a Sócrates y esperó la felicitación merecida del viejo antes de dejar de sonreír.

—No —dijo el señor Fernández, muy divertido—. Lo escuché decir a un mafioso en una película.