De la cocina, mientras secaba las vajillas todavía calientes, la profesora Loinèda desviaba una mirada hacia la sala de estar y se divertía escuchando a su hija que estudiaba:
En el siglo XVII se consideraba un comportamiento civil y cortés limpiarse la nariz con un pañuelo sin hacer ruido…
—¡Mamá!
… resguardándose discretamente el rostro con el sombrero para no dejarse ver por los demás…
—¿Mamá estás sorda?
… Antes de limpiarse la nariz, se juzgaba de escasa educación emplear demasiado tiempo para sacar el pañuelo. Todo se tenía que desarrollar con naturaleza y sin que los demás se percataran de ello, así que no era necesario abrir el pañuelo y ver por dónde había que usarlo y por supuesto era considerado una falta grave controlar el contenido del pañuelo…
—¡Mamá! Es tu teléfono… está sonando. ¿Está aquí en tu bolso?
… También las personas educadas y de rango no aguantaban los vientos de su propio cuerpo, ya fueran altos o bajos, pero procuraban dejarlos salir sin rumor, posiblemente alejándose y separándose. Esta regla era todavía más importante en caso de necesidades corporales, que no había nunca que explicarlas en público. Mostrar lo pudendo era considerado horrible y poco conveniente, especialmente si se producía en presencia de personas del sexo opuesto…
—¡Mamá! Están llamando a la puerta. ¿Abres tú?
La profesora Loinèda se detuvo delante de la puerta, justo el tiempo necesario para colocarse bien el pelo y el vestido. Luego abrió sin quitar la cadenita.
—¡Profesora! He intentado contactarla por teléfono para avisarle de que estaba subiendo. El telefonillo está roto…
—¡Ah, Fosco! —dijo, y abrió la cadena—. No me había olvidado de tu visita. ¡Qué alegría verte!
Fosco dio dos pequeños pasos sobre la alfombrilla de la entrada antes de pasar.
—El gusto es mío —dijo, y tras estas palabras la abrazó—. ¡Llevamos sin vernos diez años!
—Pasa —dijo la profesora Loinèda indicándole un sofá blanco en el centro de una pequeña sala de estar que perfumaba el té a la bergamota y galletas de mantequilla—. En realidad han pasado nueve años.
Alargando un dedo tras otro, Fosco confirmó.
—Sí, son nueve.
La joven se presentó distraídamente y cambió de cuarto sin separar los ojos del libro.
—Preparo un té —dijo la profesora.
Fosco se sentó.
—No se moleste, me marcho enseguida. Le prometo que volveré a verle.
La mujer despareció tras una cortina de perlitas de colores.
—Dime, Fosco, ¿te has casado?
—Sí, se llama Lucía —respondió mientras miraba a su alrededor. Es enfermera.
—¿Tenéis niños? —siguió preguntando la profesora. Se escuchaban sus gestos moviéndose entre la vajilla.
—Todavía no —respondió Fosco—. Aunque nos gustaría tener al menos dos.
—¿Limón?
—Sí, gracias.
—Cómo has sabido que…
—Leía el periódico. Por casualidad vi su rostro en la foto, y su nombre abajo… «Vaya, ahí está la profesora Loinèda», me dije. Si no hubiera sido por eso ni me habría fijado en la noticia.
La profesora regresó con una bandeja humeante en la mano, dejando detrás el ruido de las bolitas de la cortina.
—Cuidado que está todavía caliente —le dijo depositando una taza sobre la mesita. Él se apresuró a apretar los labios sobre un trozo de brasas recién atizadas, que más o menos era lo que le había parecido el borde de la taza de té, y lanzó un grito ahogado.
La señora Loinèda ocultó su diversión tras una servilleta.
—No has cambiado en absoluto, Fosco.
—¿También era así en el colegio? —dijo, intentando aparecer indiferente ante el dolor.
—Peor —dijo la mujer, que le ofreció unas servilletas—. Un desastre. Pero en historia siempre ibas bien. Recuerdo que te gustaba.
Fosco asintió silencioso y cruzó las piernas.
—Pero le confieso que no sé nada de instrumentos de época ni de música antigua.
—Quién sabe por qué, entonces, te han elegido precisamente a ti para encontrarla. No sabía que hacías este tipo de trabajo.
—Y no lo hago —dijo Fosco levantando los hombros—. Pero quizás han sabido que se me daba bien la historia.
—¿Y entonces en qué trabajas? Después de todo, eras uno de mis estudiantes más prometedores, así que tengo derecho a saberlo, ¿no?
—En este momento lucho para sobrevivir —Fosco miró fuera de la ventana y asumió un aire melancólico—. Sueño con abrir un gimnasio de artes marciales, pero por ahora me contento con ser el ayudante de mi maestro.
—Ah, bueno —dijo la profesora sin ocultar su desilusión—. De todos modos, si puedo permitirme un consejo, te recomiendo que lo pienses bien la próxima vez antes de meterte en estos asuntos. Los traficantes de obras de arte son criminales como los demás.
—No tiene por qué preocuparse, sé defenderme. He leído en el periódico que usted es la directora del museo a quien el matrimonio Della Rosa iba a donar la guitarra. Quizás puede ayudarme a entender un poco más la situación. Me puede hablar del instrumento, por favor.
—Está bien. —La profesora sopló dentro de la taza y bebió lentamente—. Hasta el anuncio de hace unos meses no sabíamos ni siquiera que existía. Lo que sabemos sobre su historia es muy poco y está relacionado con los últimos cien años, durante los que la guitarra ha estado en manos de la familia Della Rosa, y sustraída ante cualquier posibilidad de estudio por parte de históricos y músicos, así como de lautistas y comunes apasionados. Se trata de un ejemplar único en el mundo, perfectamente íntegro, una verdadera reliquia, o mejor dicho, una pieza de historia todavía viva y perfectamente en funcionamiento. Un instrumento maravilloso.
—Así que ha logrado escucharla —dijo Fosco saboreando el té con cautela.
—Sí. Fui una de las poquísimas personas admitidas en el concierto, que se desarrolló en casa de la familia Della Rosa. El museo pierde una ocasión importante.
—Hábleme de ello —dijo Fosco mientras iba anotando en un cuaderno.
—Comenzó a las nueve en punto. El guitarrista presentado como el maestro Fernández, era anciano… ¿Por cuenta de quién lo haces? —le preguntó mientras él terminaba de escribir.
—Fosco puso el punto al final de la frase y levantó la cabeza.
—Ayer por la noche recibí una llamada de Gerard Della Rosa. Decía que quería que fuera yo quien llevara este asunto y que me pagaría muy bien.
—Él y su mujer me parecieron buenas personas. Pero te aconsejo que te lo pienses bien antes de aceptar, Fosco. ¿Conoces a un buen abogado? Habla con él. Hay cosas que los comunes ciudadanos no pueden hacer.
—No se preocupe, profesora —le contestó con una de esas sonrisas con las que lograba siempre subir algún punto en sus notas de historia—. Hábleme de este señor Fernández.
Y ella, recitando en parte el papel del estudiante preparado, le contentó:
—El señor Fernández llegó con mucha calma hasta la silla que estaba sobre el escenario. Habíamos sido avisados todos de que teníamos que mantener el silencio más absoluto para ese momento, porque la acústica de los instrumentos barrocos, especialmente el de una guitarra, no permite el volumen de los instrumentos modernos (fueron concebidos para una época mucho más silenciosa que la actual). Pese a todo, la mansión de Della Rosa se reveló un sitio apropiado para el concierto. El viejo tocó con la energía de un joven. Fue soberbio, un músico muy habilidoso. El sonido de la guitarra era mágico, intenso, armónico, e hizo enmudecer a todos. Me marcó al final ver al guitarrista que lloraba. Parecía desesperado. Pero creo que estaba emocionado por aquel instrumento. También hubo entre el público quien se conmovió, y sentí a más de uno sollozar durante el concierto.
—¿Había cámaras?
—No, no se podía ni grabar ni tomar fotografías, ni registrar por petición de los propietarios. Y la cuestión también contaba con nuestro favor. Nos creaba una cierta ventaja, aumentando la curiosidad alrededor de la guitarra y sobre todo ante la peculiaridad de la que todos hablaban.
—¿Cuál es?
—Una gran mancha dorada en la parte frontal. Se quedó así, brillante como si acabara de caer, a pesar del tiempo. Si se miraba, parecía que el oro había sido arrojado cuando todavía estaba sujeta por el guitarrista, porque se entreveía la forma de una mano en negativo, o mejor dicho, las señales de los dedos cerca del borde, cinco rayas sin oro, de madera clara. ¡Hay quien dice que es la mano del famoso guitarrista Gaspar Sanz!
Fosco tomaba apuntes e iba moviendo la cabeza arriba y abajo. El ruido de la ciudad hacía vibrar los cristales de las ventanas y una luz diáfana se filtraba entre las cortinas de algodón.
—Tiene que ser difícil de colocar un instrumento de estas características.
—No hay lugar a dudas de que se trata de un robo bajo comisión. Alguien quería la guitarra exclusivamente para él. Del archivo del constructor Carlos González, sabíamos que había sido construido un instrumento en su taller en los últimos años del siglo XVII y que fue entregado al cliente en octubre de 1599. Quién fue el cliente nadie lo sabe, pero según algunos estudiosos tuvo que ser construida para el guitarrista Gaspar Sanz, de la Capilla Real española. En una carta de aquella época está descrita como un prodigio de la ebanistería, con la característica única de la banda y el fondo pintado con un color rojizo intenso. La que he visto yo responde a tal descripción, pero en ningún documento se habla de la mancha dorada. Los expertos han certificado que se trata de una Carlos González auténtica. Considerado el hecho completamente extraordinario de que ha conservado el sonido intacto, su valor no es cuantificable.
Una música pop sonó desde el interior de los pantalones de Fosco. En la pantalla de colores del teléfono salía el nombre de Lucía. No respondió y se levantó.
—Ahora me tengo que marchar, profesora.
—¿Ya?
—He pedido a mi mujer que descubriera en qué hospital ha sido aceptado el señor Fernández. Debe haberlo encontrado —dijo, e indicó el teléfono que se estaba poniendo en el bolsillo.
—Por lo que yo sé, está bien —dijo la profesora—. ¿Todavía está en el hospital?
—He leído que lo encontraron sin conocimiento en el bosque de la casa del matrimonio Della Rosa, a pocos metros de la casa.
—Sí. Y la guitarra ya no estaba. Pero nosotros nos acercamos y el señor Fernández no tenía nada.
—En el periódico se dice que fue golpeado.
—Yo no vi ninguna señal de golpes, nada. El señor Fernández no tenía nada.
—Es al menos extraño pasar a través de un bosque para ir desde el escenario hasta el camerino, ¿no le parece? ¿Y cómo puede ser que nadie se diera cuenta de nada?
Por los sonidos agudos provenientes del bolsillo de Fosco se anunció la recepción de un mensaje.
—Tiene que ser de mi mujer —dijo sacando el móvil del bolsillo anterior con dos dedos. Era Lucía. El mensaje decía: «tu guitarrista está en nuestro hospital. ¡Está muy bien!».
El rostro de Fosco se iluminó ante la satisfacción.
—Iré a ver al señor Fernández.
—De todos modos ten —la profesora le alargó una foto—. La hicieron a escondidas. Había poca luz pero podría resultarte útil.
Fosco se detuvo sobre la puerta, pasó una mirada rápida por la foto y luego miró sonriente a la profesora y le dio la mano.
—No sé nada de guitarras, pero la encontraré. Su museo tendrá la González, puede estar segura.
Detrás de la mujer, el reloj, un círculo de plástico rosa colgado del muro, iba recortando el tiempo en segundos.