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Las ventanas de la parte inferior del búnker[1] se encontraban iluminadas. Cuando Fosco entró, Lucía estaba sobre el sofá, sentada delante del televisor apagado. La vio esconder una hoja detrás de la espalda e intentar inútilmente aguantar las lágrimas.

—¿Por qué lloras? —le dijo. Fueron suficientes dos pasos para estar junto a ella.

Lucía se limpió la nariz.

—Es verdad, estoy llorando.

Fosco tocó una lágrima que se le había detenido a la altura de la barbilla.

—¿Problemas?

Pero sus labios, densos y brillantes, no se cerraron.

La miró intensamente a los ojos enrojecidos, intentando leer entre los reflejos coralinos de sus pupilas oscuras qué era lo que la estaba haciendo sufrir. Se perdió entre cada detalle lleno de belleza de su rostro: las mejillas pronunciadas, que parecían islas que afloraban en un mar de cabellos en tempestad; las largas y abundantes pestañas, que permitían a sus ojos ser bellos incluso estando cerrados… Y pensó en lo afortunado que era. Le dijo que la amaba y le preguntó de nuevo por qué lloraba, qué era lo que le estaba pasando por la mente.

No eran verdaderos problemas. En la mente de Lucía se escuchaban solo desde hacía unas horas las mismas, pocas, irremediables palabras:

Test presencia anticuerpos anti-embriones: positivo.

No podía tener hijos.

Por un instante, ella pensó en decírselo. En ese instante lo pensó de verdad, pero luego cambió de idea.

—Una tontería —le dijo—. Extrajo otro pañuelo de papel del bolsillo y mientras tanto escondió todavía mejor el resultado de los análisis médicos sentándose encima.

—¿Me estás escondiendo algo? —preguntó Fosco, sintiéndose algo incómodo asumiendo el papel de un hombre celoso.

Lucía soltó una carcajada histérica.

—No, es que… —Consumió las lágrimas que se le habían quedado dentro—. Ahora te lo voy a tener que decir a la fuerza, si no qué vas a pensar…

—Pensaré que tienes un problema —dijo él mientras le llenaba un vaso de agua.

Ella sorbió un poco con la nariz.

—Ningún problema. Háblame de tu encuentro.

Él le apartó el pelo de la cara y le ofreció el vaso.

—Antes quiero saber por qué estabas llorando.

Lucía deglutió, asintiendo, y se decidió a decirle una mentira.

—No veía a Alice, del reparto de maternidad, desde hacía dos semanas. Hoy me tocaba a mí ir a la farmacia a recoger las medicinas para nuestro reparto, por lo que decidí pasar por allí para verla. La encontré con un vasito de plástico transparente en la mano. Al preguntarle lo que estaba haciendo he visto que dentro del vasito había un niño, así de pequeño —Lucía situó sus dedos pulgar e índice a una distancia de unos cinco centímetros—. «Un feto, un aborto», me ha dicho ella como si no fuera nada. «Hasta hace unos años los tirábamos al inodoro. Ahora, en cambio, ya no se puede hacer. Eh, no, no es porque los que hacen las leyes sean personas sensibles, no, no. Es porque ahora los fetos son una buena fuente de ingresos». Tenía la cabeza, los brazos… No he tenido coraje para seguir mirando mucho más tiempo pero creo que también tenía ojos y dedos.

Fosco la abrazó.

—Lo siento.

—Para algunos tener hijos es un problema. Para otros no tenerlos es el problema.

—Ninguna de estas dos situaciones nos atañe —dijo Fosco para tranquilizarla—, ¿no?

Ella lo miró, mostrando una cara dulce e infantil.

—Si me quedara embarazada no abortaría por ningún motivo al mundo.

—Quita también el «si» —dijo él con mucha ternura. Puso el dedo sobre otra lágrima y le llenó la cara con dibujos invisibles.

Quizás, en ese momento, una sospecha intentó abrirse camino en el desorden de su mente. Una sensación demasiado débil en relación con todo el desorden que sentía por dentro. Así que la perdió.

Olvidada, desaparecida en la sombra de otros pensamientos más inmediatos.

Comenzó a caminar de un lado a otro del búnker, alisándose nerviosamente el pelo. Con la mirada clavada en el suelo, le habló de la llamada recibida.

Lucía escuchó. No dijo nada. Luego, de repente, salió de detrás de un nuevo pañuelo de papel, donde se había escondido tras sentir vergüenza por haberle mentido, y se puso de pie olvidando incluso el informe médico sobre el sofá.

—¿Doscientos mil euros? —dijo de repente.

—Doscientos —admitió Fosco con una mezcla entre el orgullo y el asombro.

Ella contestó con soltura.

—Tú no eres un investigador.

—No —dijo lanzando las manos al aire—. ¡Pero tengo solo que encontrar una guitarra!

—No sabrías ni siquiera por dónde empezar.

—Te equivocas. Sabía del robo y conocía el nombre de la persona que me ha llamado.

Los ojos oscuros de Lucía se movían atónitos fuera de las mejillas. Incluso él no lograba creer en lo que le estaba diciendo.

—Si es por eso, conozco muy bien a la directora de la exposición que debería haber custodiado el instrumento.

—No me lo creo —dijo Lucía, que se sentía aliviada ante la evidente exageración de Fosco.

—Lo he leído en el periódico.

—Tú no lees nunca los periódicos.

—Pero los hojeo. Y esta mañana, pasando las páginas de la crónica local, he visto la foto de mi antigua profesora de Historia, Loinèda. Te hablé de ella en una ocasión.

—Pues no lo recuerdo —comentó Lucía.

—Tengo intención de ir a verla mañana. Después decidiré si ir a ver a este señor Gerard Della Rosa o no. Lo único cierto es que lo pensaré dos veces antes de rechazar ese dinero.

—¿Y si no lo consigues? ¿Y si te metes en un lío?

Unió sus manos antes de seguir hablando.

—Si únicamente acepto, son cien mil. Si la encuentro, otros cien.

Lucía se sentó de nuevo contra el informe médico y dijo:

—¡Pero podemos vivir incluso sin ese dinero!

—En una casa digna. Sin problemas. Con ventanas. Sin el riesgo de ir a prisión. Con una habitación para los niños.

—Sé prudente. No podría vivir sin ti.