Aplausos llamaban la atención. Apresuradamente se anunció que el maestro Sanz acompañaría a Arcangelo.
Los músicos se reunieron bajo una atmósfera donde se percibía una tensa espera.
Mientras todos saboreaban la dulce música que estaban a punto de escuchar, mientras se rumoreaba sobre las extraordinarias cualidades de la González, con sus maderas todavía salvajes y aún increíblemente capaz de redoblar el volumen de cualquier instrumento, Gaspar calentaba las manos y se recogía en meditación.
Las cuerdas, en una guitarra española, distan del teclado solo pocos milímetros, pero en ciertos momentos cada dedo de la mano izquierda es como un funámbulo desde una altura que produce vértigo. Un error es siempre como caer, pero esta vez habría sido fatal. La sala del teatro estaba a rebosar con los músicos vivientes más importantes, reunidos en la residencia Ravelli para un acontecimiento que nadie había jamás ni siquiera rozado con la imaginación y en el que cada uno se encontraba implicado, secuestrado, encantado, absolutamente impotente.
Para todos era la ocasión única de tocar en presencia de la música. Por orden del legado, debían celebrarse conciertos cada día de forma que todos los músicos pudieran exhibirse y escucharse los unos a los otros. A disposición de cada uno tenían una hora de música propia y una de música de los demás.
Pero las reglas se habían saltado.
Tal y como había pedido, Gaspar había tenido su agua caliente. Los hombros se encontraban relajados. Sumergió los brazos en la tinaja y respiró. Controlaba la mente y dejaba libre el cuerpo. Los brazos nadaban como ballenas en el océano, el vapor parecía la niebla de la mañana. La voluntad se entorpeció, pero solo por un instante.
Faltaban pocos días para el final del año.
Pocos instantes antes de la más importante exhibición de su vida se secó los brazos y se dobló las mangas sobre la piel caliente, con el oído atento y listo para captar las tonalidades sonoras más escondidas.
Alguien le pidió permiso para entrar. Una ligera corriente de aire alcanzó a Gaspar sobre los hombros.
—Maestro, perdonad por la intrusión. ¿Estáis listo? Ahí abajo os esperan, y no sabéis con cuánta ansia. Están todos ocupados en prometer al vecino las maravillosas acrobacias sonoras de vuestro instrumento, tan peculiar y tan difícil.
El legado movió los hombros arriba y abajo en una risa para sí mismo. Apoyó ligeramente los labios sobre un vaso y aspiró el típico humo denso y aromático.
Un servidor apoyó un cáliz dorado sobre un plato de plata. Gaspar lo agarró con las manos poco firmes y cargadas de la sangre que latía dentro.
—Maestro, va por vosotros.
—Vuestra gracia… —Gaspar se agachó en una pequeña reverencia.
Aguilar estaba sentado en primera fila, mordiéndose los nudillos por la satisfacción, orgulloso, como si estuviera por exhibirse él mismo.
El teatro estaba listo.
Detrás del telón estaba la González.
Arcangelo llevaba un enorme sombrero hecho de plumas de varios colores. Largas espadas, unidas a su cintura, cortaban las diferentes capas de la túnica y se dejaban ver bajo el escudo dorado que llevaba en la mano.
Esperaba la entrada en escena, inmóvil, con la mirada tensa hacia la nada, y nadie se atrevía a dirigirle la palabra.
Entraron en escena entre aplausos.
Gaspar se sentó y comprobó las cuerdas.
Tras las primeras notas todos susurraban en voz baja largas eses pidiendo al silencio.
Sepan todos que muero, susurró Arcangelo al oído de Gaspar. Él asintió con la cabeza en un gesto afirmativo. Cerró los ojos y comenzó a dejar vibrar las cuerdas.
Luego Arcangelo hizo lo mismo con las suyas y comenzó a cantar.
Sepan todos que muero de un desprecio que adoro.
Los músicos en la sala, gimieron, temblando al mismo tiempo.
Adoro este desprecio encantador.
Escuchaban al castrado más importante de todos los tiempos, recién llegado del pasado, para ellos y para sí mismo. No para salvar al mundo, sino para terminar, quizás, en una eternidad mejor, donde que hubiera más luz no quería decir que correspondieran más sombras.
Y por cuanto haya ángeles aquí…
Un ángel, su milagro. Habría podido bajar a la platea, aplaudir ante aquellos ojos ensimismados y nadie habría escuchado, nadie le habría notado.
… el ángel que amo está más allá del imposible.
Dicen que existe una piedra que si la tienes en la boca puede entender el lenguaje de los pájaros. Un ángel, su milagro. Arcangelo había metido una de esas piedras en cada una de aquellas bocas abiertas de par en par.
Quiero sufrir lo imposible. Quiero sufrir lo insufrible, amar y no perecer, sembrar y no recoger, porque si tengo que morir, entonces que sepan todos que muero de un desprecio que adoro.
Arcangelo habría querido decirle a Gaspar que jamás había cantado con un acompañamiento tan bello y perfecto.
Una pesada lágrima se desprendió de sus ojos.
Del sol cuento esas venas brillantes que llaman rayos, y temo menos el deliquio contando rayos que penas, porque las cadenas del amor bloquean mi libertad, y en el cielo todavía no he visto un atisbo de piedad.
El cardenal Aguilar, Dios, le amenazaban desde arriba, dejando caer acusaciones en las vísceras de su conciencia. Un placer líquido discurría por sus venas, sangre que deglutió en silencio. Ese éxtasis no era suyo. Ese éxtasis lo dominaba.
Que todos sepan que muero de un desprecio que adoro.
Aguilar adoraba el desprecio.
De una altura tan singular es el objeto de mi empeño, que solo con el deseo todavía no logro alcanzarlo.
La sala estaba repleta de sollozos ahogados.
Arcangelo miró a los ojos de su público y vio a Ravelli que lloraba.
De mi pueden bien lamentarse si sabiéndome humano en el amor supremo sigo esperando.
Pensaba en el periodo glorioso. Lo subyugaba todavía. Más allá de la propia vida, él estaba allí, dentro de cada una de las lágrimas. Cantó, al final, con un hilo esbozado que se convirtió en un vértice de cristales brillantes como kilos de luz brillante en los límites del fuego.
Que todos sepan que muero de un desprecio que adoro.
Al final de la canción, Gaspar y Arcangelo volvieron a este mundo, temblorosos, llamados por el fragor del aplauso.
Arcangelo agarró a Gaspar por un brazo, mientras este todavía se levantaba de la silla. Se lo agradeció entre lágrimas y volvió a recoger la suma de aplausos que le era debida.
El público se encontraba de pie.
Los jovencísimos Johann Sebastian Bach y Sylvius Leopold Weiss se subieron sobre los hombros de quienes estaban delante para exultar a aquella gran música y gritar su entusiasmo.
Arcangelo se encogió ante los aplausos, repitió sobre el escenario los movimientos perfeccionados con el tiempo. Tanto tiempo. Demasiado tiempo. Parecía que se estaba preparando para una repetición.
Luego, con un movimiento lento y sereno, extrajo una de las espadas que le colgaban de la cintura y comenzó a voltearla, logrando que el aire vibrara. Parecía alocado ante la enorme alegría que sentía. La espada giraba sin llegar a detenerse y él, feliz, estaba en el centro de un vértice de locura vibrante que cortaba el silencio del público.
De repente detuvo la espada a media altura y se quedó inmóvil, orgulloso como una estatua romana.
Estará a punto de realizar un saludo original, pensaban los demás. Tiene que tratarse de una nueva ceremonia digna de su alocado personaje, susurró alguien. Ahora nos dará un mensaje de bienvenida por la llegada del año nuevo, concluyó otro.
Pero, precisamente cuando comenzaron los primeros susurros, Arcangelo desenvainó la hoja y se la dejó discurrir lentamente por la garganta.
Cayó de rodillas sobre el escenario. Tenía los ojos sonrientes y la expresión llena de satisfacción. Cantaba en su sangre, que fluía ya sobre el suelo. Se esforzaba y apretaba con fuerza el brazo de Gaspar.
—Lo he hecho todo solo —le dijo sofocándose y tosiendo a la vez—. Esta vez ningún barbero, solo yo. Ahora soy libre.
—No habléis —le susurró Gaspar, levantándole la cabeza.
En el aire en el que antes había reinado la música, ahora se escuchaban solo gritos.
Sangre sobre la guitarra.
Arcangelo tuvo todavía fuerza para tirar de Gaspar y decir, susurrando:
—Un día lo entenderéis.