Había hojas esparcidas por el suelo y unos zapatos de negro cuero suave, tan brillante que Gaspar se vio reflejado a sí mismo, agachándose sobre el suelo para recomponer las partituras en desorden y restituirlas a quien las había dejado caer.
—No me funcionan entre las manos —dijo Arcangelo alargando la última vocal en una risa insensata.
Gaspar tuvo la sensación de que Arcangelo había hecho caer las partituras solo con la finalidad de iniciar un contacto con él.
—Sois muy educado, maestro Sanz.
—Es un placer poderos servir, maestro Arcangelo…
—Nadie me llama ya maestro. Ya no lo soy.
—No, no —Gaspar apartó con la mano cualquier señal de objeción—. No había escuchado antes a un cantante de vuestro nivel. Maravilloso —dijo, y se dio la vuelta para mirarlo, pero Arcangelo miraba fijamente las puntas de sus propios pies, que avanzaban con pasos cansados. Jadeaba.
—Estoy demasiado gordo —se justificó.
Gaspar movió un dedo.
—No cambiéis de tema. Estas cosas no se hacen —le regañó—. ¿Por qué me habéis mentido diciéndome que no sabíais cantar?
—Antes cantaba, sí, pero ahora… Y luego, ¿qué queréis que haga? Es una debilidad mía. Si queréis, considerarlo también una forma para no tener que temer traicionar las expectativas —dijo, y esbozó un reverencia de ostentación apagada—. Vuestro talento merece mayor respeto.
—El vuestro, en cambio, no puede tener culpas que se tengan que perdonar —respondió Gaspar, devolviendo la reverencia.
Le pareció que Arcangelo quedaba impresionado por el gesto. Parecía incluso feliz, como si su severidad, rota generalmente por rayos de estupidez, su indiferencia y su típico sarcasmo se hubieran marchado con el viento.
Ahora la cara que miraba a Gaspar no era aquella de un niño. La voz, esa sí.
—¿Queréis tocar para mí?
—Cada vez que lo deseéis, Arcangelo. Me encuentro asombrado por lo bien que lo hacéis y por vuestras cualidades vocales.
El castrado se dejó llevar por un largo temblor que parecía salir de una forma escondida de vergüenza. Ocurría finalmente lo que durante días había esperado y deseado: conocer mejor al maestro Sanz.
—¿Os apetece dar un paseo? —preguntó.
—Con placer —respondió Gaspar. Y se encaminaron hacia los jardines.
Otra espléndida tarde de un insólito diciembre acogió a los dos músicos entre los chorros de agua lanzada con gran distancia por una bomba mecánica.
—¿Bonita invención, no? —exclamó Arcangelo, que iba mostrando el lugar—. Se podrían dejar caminar las carrozas, pero qué más da, ¡están los caballos! Podríamos usar esta máquina para una infinidad de cosas. Sin embargo, ¿qué harían luego los siervos y los esclavos? ¿Qué es lo que harían? Ellos, en el fondo, cuestan menos —dijo riéndose.
Gaspar replicó, evitando un tono que comportara demasiada implicación.
—Los siervos aprenderían a construir estos coches. Otros aprenderían a manejarlos. Algunos incluso podrían estudiar, ¿sabéis? —Llenó los pulmones de viento recalentado—. Los esclavos luego… Me pregunto cómo Dios puede permitir que los hombres sean tratados como bestias, cuando no como cosas.
—Estoy de acuerdo —dijo Arcangelo—. ¿Qué Dios es aquel que permite que un niño de ocho años, inerme e inocente, tembloroso y reluctante, sea condenado para siempre a una condición así?
Arcangelo se había adentrado entre las espinas de su existencia. Las piernas le cedieron.
Gaspar le sonrió, sujetándolo por un hombro.
—Habladme, os lo ruego —le dijo—. Yo soy capaz solo de ver el milagro que sois vos. No logro ver nada más. Deslumbrados por vuestro talento y sometidos por la belleza de vuestras voces angelicales, los hombres olvidan vuestra herida.
—La herida no se cierra, maestro Sanz —dijo Arcangelo, respirando profundamente e intentando asumir un comportamiento lleno de dolor—. Se queda para siempre. Somos almas eternas que no han dado jamás y no darán nunca la vida.
—Lo siento —dijo Gaspar, que en aquel momento se sintió repentinamente culpable por todas las veces que había aclamado a un castrado, contribuyendo con su aprecio a la condena de muchos otros.
—Soy un estúpido —dijo Arcangelo—. Es que todavía lo recuerdo como si acabara de ocurrir. Por la mañana temprano mi padre me sorprendió en el sueño, me agarró por un brazo y me arrastró. Lo recuerdo muy bien, me encontraba rígido como si fuera un tronco. «Venga, vamos. Nada de historias», me dijo. Él era Abraham y yo Isaac. Pero luego, cuando llegamos donde nos esperaba el barbero, mi Abraham no había sido llamado por ningún Dios.
—Pues habéis sido afortunado —dijo Gaspar, buscando un poco de bien en aquel destino destruido—. Os habéis convertido en un cantante magnífico. Vos me enseñáis que no es así para todos.
Arcangelo dejó de repente de intentar sonreír.
—El barbero me bajó los calzoncillos y me hizo un corte en la base del ano. Por aquella fisura, que quemaba hasta el alma, el barbero agarró y extrajo mis testículos, con todo el cordón.
El rostro de Gaspar se mostraba horrorizado.
—¡De lo contrario, ahora os estaría hablando así! —dijo Arcangelo, intentando producir una voz grave cual viejo cardenal y haciendo también gestos pomposos—. Pero, decidme…
—Preguntad —dijo Gaspar, devolviendo el espíritu con una sincera manifestación de diversión, con toda la confianza imaginable.
—¿Qué os ha traído a Bolonia?
—No entiendo vuestra pregunta.
—Venga, vamos, ¿no pensaréis hacerme creer que estáis aquí por cuenta de la capilla real de España simplemente en calidad de músico?
—Pues es así, contestó Gaspar. Estoy aquí en ocasión de la visita del cardenal Aguilar.
El camino se abrió en un ensanche. En el centro, había un pequeño lago. Y al centro del espejo de agua, rodeado por una cañada de plantas desconocidas, surgía un Mercurio con un casco alado, los brazos dirigidos hacia el cielo y las manos cortadas.
Se sentaron para descansar.
—Una extraña escultura —observó Gaspar, apretando y tirando del pelo hacia atrás para sujetarlos en una larga cola negra.
—Un símbolo de alquimia —le informó Arcangelo.
—¿Alquimia? —Gaspar realizó un calculado sobresalto y se mostró asombrado y turbado al mismo tiempo.
—Sí, alquimia. El cardenal está fascinado. Pero no lo logra.
—¿No logra el qué?
Gaspar le miró como para quererle comunicar que quien creía en cosas parecidas tenía algo grave en el cerebro.
—¡No logra fabricar oro! —precisó Arcangelo—. Se aplica, pero sin éxito. Es muy impaciente, intenta los caminos más cortos.
—La Iglesia prohíbe la práctica de la alquimia, ¿por qué el legado transgrede de forma tan abierta?
—La alquimia es una cuestión controvertida, maestro. Deberíais saberlo. La Iglesia católica la prohíbe por considerarla una herejía, pero los eclesiásticos la practican desde siempre. Algunos alquimistas han llegado incluso a ser santos, o quizás esto vos lo sabíais, visto que enseñáis Teología.
—Alberto Magno y Tomás de Aquino —confirmó Gaspar—. Aguilar no dudaría en torturarlos a ambos y luego dejarles arder a fuego lento si pudiera dar marcha atrás en el tiempo.
—Si los santos pueden practicar el error —le susurró Arcangelo—, incluso uno como vos, padre, puede hacer algo apropiado. Venga, miradme a los ojos. Conmigo podéis hablar libremente.
—No os entiendo.
La expresión de Gaspar era una mezcla de todas las emociones.
—Seguí a Magdalena. Yo sé.
—¿Qué creéis saber? ¿Y quién es, por otro lado, esta Magdalena de la que tanto habláis?
Arcangelo moduló una de sus risas y añadió:
—Magdalena, la sierva que está siempre pegada a vos.
—Bien —admitió Gaspar—. ¿Pero no os creeréis que yo he venido hasta Bolonia para divertirme con ella? Soy un hombre débil y un pésimo hombre de Iglesia, lo reconozco. Yo ruego a Dios con mi guitarra. Intento remediar mis pecados animando a las criaturas del Señor con mi arte, para el que me he sacrificado desde siempre hasta hoy.
—No os esforcéis en salvar las apariencias ante mí. No me interesan en absoluto vuestras escapadas. Yo estoy hablando de otra cosa.
—No hay nada más —se atrevió a comentar Gaspar.
—Estáis maquinando juntos. He visto a Magdalena colarse por todas partes y observar cada detalle. Y también os he visto a vos hacer lo mismo. ¿Qué es lo que estáis buscando? A mí me lo podéis decir. Yo estoy de vuestra parte.
—Y de qué parte estaríais, veamos. Decídmelo y así sabré de qué parte estoy yo también.
—Yo os diré de qué parte estáis.
Gaspar lo desafió.
—Decidme. Siento curiosidad.
Sí, pero con la condición de que me prometáis tocar para mí.
—Ya os he dicho que será un honor.
Arcangelo apoyó un puño sobre la palma de la mano, como para mimar un sello.
—Pretendo una promesa solemne.
—Os doy mi palabra —dijo Gaspar, y se tocó el corazón con la mano, levantando una larga mirada al cielo—. Tocaré para vos, Arcangelo, de la forma que más os plazca, cuando queráis, en cualquier lugar, independientemente de lo que elijáis cantar. —Y después de haberle mirado fijamente, apartó la vista de sus pupilas.
—Os creo —respondió Arcangelo—. Vos estáis de la parte de nadie, ¿no es así? Y estáis aquí en misión para todos, ¿no?
Gaspar cerró los labios y se acaloró, sonrojándose por completo. Luego explotó en una carcajada, golpeando las manos contra las pantorrillas.
—¿Os hago reír? —preguntó Arcangelo levantando las cejas.
—Perdonadme, pero me estaba preocupando y no me esperaba un comentario tan divertido de vuestra parte.
—Pues no es ninguna broma. Estoy muy serio —contestó Arcangelo.
—Dejadme que pruebe, y me diréis si estoy equivocado.
Gaspar se divirtió exponiendo la tesis de Arcangelo, como si se tratara de un cuento ameno.
—Yo estoy en misión para nadie… —repitió frenando la hilaridad. Ah, no, perdonad. Yo estoy en misión para todos… y estoy de parte de nadie. Si habéis dicho así— dijo. Y se rio.
Arcangelo esperó a que Gaspar se volviera a poner serio.
—Se lo he dicho así, porque es así, maestro Sanz. Vosotros estáis aquí para evitar la llegada de Aguilar a Roma. Porque quien os manda obstaculiza la sucesión francesa a la corona española, y Aguilar podría empujar a Inocencio XII a apoyar a Luis. Pero yo estoy seguro de que el papa no necesita que le animen hacia esa dirección. Ya está suficientemente cerca de los franceses. Además, he escuchado decir que vuestro rey siente tanto odio hacia su reina que odia a todo lo que, como ella, es austriaco o habla alemán. ¡No procederá jamás con un testamento a favor de Leopoldo!
—Veo que estáis bien informado —reconoció Gaspar.
—Por lo tanto, quien os manda aquí no está a favor ni de Luis XIV ni de Leopoldo I. Creo que también vos sustentáis esta difícil tercera posición. ¿Estáis convencido de verdad que puede haber una tercera posibilidad para salvar al Imperio español y evitar una terrible guerra de sucesión?
—Entiendo la influencia de tantos símbolos alquímicos en esta mansión… pero sois demasiado hermético —protestó Gaspar.
—Intentaré ser más claro, entonces —dijo. Sus labios húmedos rozaron imperceptiblemente el cuello de Gaspar—. Estáis aquí para buscar a Carbonelli, el alquimista. Quien os envía ha sabido que todavía está vivo por intercesión del legado. Decidme la verdad, ¿creéis que Carbonelli se encuentra aquí en la casa, verdad? Estáis aquí para liberarlo, y a cambio pensáis que él puede curar a Carlos II y lograr incluso que tenga descendencia para el trono. ¡De esta forma todo quedaría resuelto!
Arcangelo se echó hacia atrás como una morena.
—Si vos estuvierais de verdad de mi parte, como habéis dicho, me ayudaríais a no dejar nada por intentar con tal de evitar años de guerras y matanzas. Sobre la Corte española sobrevuela una multitud hambrienta de quebrantahuesos sin escrúpulos. Sois capaz de observar directamente con vuestros propios ojos las sombras terribles que se alargan sobre el cabezal del rey y que se proyectan sobre toda Europa…
—De hecho las veo —respondió Arcangelo con la mirada dirigida hacia las sombras y la voz de hielo resquebrajada— y pretendo ayudaros.
Gaspar lo intentó de nuevo.
—Admitamos que tenéis razón.
—Admitamos —le permitió Arcangelo.
—¿Por qué me debería fiar de vos? Os he conocido mientras mentíais, y además a mí.
—Pero cuando canté para vos lo hice con el corazón.
Gaspar se rindió.
—¿Cómo lo habéis descubierto? —dijo, pensando que antes le mataría que continuar con la mentira.
Había sido espiado por las mismas personas que tenía que controlar. Y del único del que se habría fiado ciegamente había sido asesinado de forma horrible.
—Si no os molesta, me gustaría seguir paseando.
—¿Os gustaría conocer también quién ha asesinado al guardia del cardenal Aguilar y quién ha asesinado al molinero de ese modo tan horrible que os han contado?
—Me gustaría saber quién ha asesinado al molinero y por qué lo ha hecho de esa forma, sí —admitió.
Arcangelo se divertía dejando ir a su ratón para cogerlo de nuevo sin hacerle daño y poder seguir jugando.
—Porque quien ha asesinado al guardia ya lo sabéis, ¿no es así?
—Claro —respondió Gaspar con el corazón que le latía con insistencia como si quisiera salir—. Fueron las mismas personas que me secuestraron.
—Estoy de acuerdo. Y quién os ha secuestrado, ¿lo sabéis?
—No, no lo sé, yo me escapé y…
—¡Yo lo sé! —exclamó Arcangelo, jugueteando con una ramita y esperando a que aumentara un poco más la preocupación en Gaspar. El perfume poco grato de su palidez impregnaba el aire mezclándose con el olor de tierra que evaporaba del terreno todavía húmedo tras el temporal. Gaspar debería haberse desmayado, pero preguntó:
—Si lo sabéis, decidlo. ¿Quién me secuestró?
Otra carcajada desgarradora.
—¡Os secuestrasteis solo!
—Habladme del molinero —le pidió Gaspar con ansia.
—Estoy convencido de que lo descubriréis. —La ramita acariciaba todavía su perfil lleno de curvas y claro como la luna llena—. Los Confortadores también vendrán a buscaros. Nos encontramos todos vendidos: ¡yo, vos, el legado, su majestad vuestro rey! España, el papa, los músicos que se han citado aquí… ¡Todos muertos! ¡Todo se va a la ruina! Esos malditos han infectado la Iglesia, y la Iglesia tiene el poder de infectar el mundo entero.
¿Sabéis lo de los Confortadores?
Arcangelo asintió.
—Quizás pueda ayudaros a vencerles contra el tiempo. Lo intentaré, Gaspar. Coged a Carbonelli. Vos estáis luchando por una causa tan justa como sin sentido. Salvaremos a los invitados.
Arcangelo apartó las tinieblas de los ojos.
—No nos podemos quedar mirando —dijo Gaspar.
—A estas alturas, yo veo también incluso sin mirar. Ya no quiero volver a mirar, ver o sentir… Estoy cansado, amigo mío —agregó, y mientras decía estas palabras puso una llave entre las manos de Gaspar. Y le cerró los dedos con fuerza—. Ahora marchémonos, dijo apresurando el paso. Tengo ganas de cantar.