XIII

Lux eterna de superna venit ad nos regia.

Las campanas, violentas, despertaban a la ciudad y arrancaban del sueño a tantos músicos invitados por el legado, agotados por tantos conciertos que habían tenido el día anterior y por las correrías de la noche que acababa de terminar. Y era como si alguien estuviera usando sus cabezas como llamadores.

A aquella hora Gaspar, tras descansar lo suficiente, tuvo todo el tiempo para establecer el modo en el que debería encontrarse al cardenal Aguilar. Y tenía que haber una forma mejor. Decidió, por lo tanto, que se dejaría encontrar en la capilla, ocupado en largas oraciones y profunda meditación.

Y fue allí donde Aguilar lo encontró.

El músico, guitarrista y compositor, predilecto de su majestad Carlos II, aquel que todos decían que no poseía fe, estaba allí delante de sus ojos, de rodillas a los pies del crucificado.

El cardenal Aguilar ordenó que fueran llamados dos castrados a la capilla y se arrodilló detrás de Gaspar.

Rezó. Observó que Gaspar hacía lo mismo. Pero el silencioso rumiar de palabras en la boca de aquella ovejita perdida no era otra cosa que un frenético planificar, suponer, construir y deshacer conjeturas, pensar sin más.

Ahora a Gaspar no le quedaba otra que creer en la buena suerte. Le hubiera gustado preparar el concierto.

No tendría que perder un tiempo precioso y podría liberar a Carbonelli lo más rápido posible.

¿Era Aguilar quien se encontraba detrás de él? ¿Qué es lo que había visto Magdalena en los sótanos? Una puerta luminosa, un hombre con el cráneo de vidrio transparente, cadáveres, hombres deformes…

¿Qué escondía el legado, además de Carbonelli? ¿Era este el motivo de su particular aprensión, tanto que la noche antes le había hecho parecer frágil como una cabrita que acababa de salir de su escondite?

Seguramente tenía razón al temer la presencia de Aguilar, un inquisidor feroz e inflexible, un rival que quién sabía cómo habría reaccionado si hubiera descubierto que el legado de Bolonia ahorraba de la hoguera a los herejes para aprovechar sus conocimientos.

Estas preguntas, y todas las posibles respuestas, las estaba susurrando Gaspar sobre sus manos unidas. Pero a los ojos de Aguilar, que estaba arrodillado detrás de él, en silencio, parecía precisamente un hombre pío absorto en sus oraciones.

Los castrados comenzaron a cantar. Era el Dúo Seraphim, de Claudio Monteverdi. Gaspar entendió que Aguilar se encontraba allí. Pero no se dio la vuelta. Escuchó aquella música maravillosa. Se le puso la piel de gallina, dejándose zarandear por los escalofríos que atravesaban el cuerpo y le punzaban la piel. Un tercer castrado se unió al resto, por sorpresa para quien oía la composición por primera vez.

Tres ángeles cantaron el misterio de la Trinidad.

Luego se quedó un ángel solo, el mejor de los tres, y fue el delicioso momento de O Quam pulcra es.

Gaspar fue feliz al constatar cómo la medicina, que había cambiado tantas cosas en su persona, le había hecho todavía más sensible a la música.

Lloró.

Las manos unidas se mojaron con sus lágrimas.

Lloró por lo que tendría que hacer para concluir su misión.

Lloró por el amor que sentía hacia Magdalena, por todo lo que le amaneraba.

Lloró porque tenía más de un motivo para hacerlo. Pero, sobre todo, era aquella música, y la perfección de una encantadora y sublime voz celeste, lo que lograba que fuera completamente imposible dejar de hacerlo.

Una sola toma de la medicina de la señora Mancini había amplificado todo su cuerpo, también la compasión, también la empatía, y había logrado que le pareciera que la música era todavía más bella.

¡Jamás lágrimas de alegrías fueron tan oportunas!

El cardenal Aguilar apoyó la mano sobre su hombro:

—Maestro Sanz, ¿hay algo que no funciona?

—Eminencia… —Gaspar secó sus lágrimas con un pañuelo—. Eminentísimo señor —dijo, y le besó las manos repetidas veces. Parecía que se le había aparecido Jesucristo en persona. Gaspar no dejaba de llorar. Es más, aquella situación paradójica, arrodillado y llorando a los pies del terrible Aguilar, le daba un motivo más para seguir dando desahogo a sus pobres ojos ya hinchados y enrojecidos.

El cardenal Aguilar se mostraba sorprendentemente afectuoso y paternal.

—El legado me ha puesto al corriente de vuestra fea aventura —dijo.

—Sí —respondió Gaspar, limpiándose la nariz sin ocultar el gesto, que habría parecido de una cortesía inútil dado que no era necesario esconder las lágrimas devotas—. Me secuestraron dos individuos despreciables —sollozaba—. Me amenazaron con hacerme daño, eminencia, me han tenido prisionero en un agujero sin aire y sin luz, con poca comida, y logré liberarme. Ahora sé que estáis en peligro y…

Aguilar le detuvo.

—Venga, vamos, no lo penséis más. Todo ha terminado, ahora estáis en un sitio seguro, entre los brazos de Nuestro Señor. No os preocupéis por mí. Estas personas harán las cuentas con la Santa Inquisición, hijo. Conocerán el infierno estando vivos, antes de quedar encerrados para la eternidad, después de haber experimentado la peor de las muertes.

La música había cesado. Las palabras del cardenal Aguilar retumbaban entre las paredes de la capilla, y quién sabía, quizás habían llegado hasta los oídos del Cristo crucificado.

Gaspar agachó la cabeza hasta casi romperse el cuello.

—Gracias, eminencia. Le doy gracias a Dios por haberle visto.

—Soy yo quien le doy las gracias a Dios por haberos encontrado aquí en Bolonia, hijo. Vos sois el orgullo de toda España. No veo el momento de poder escucharos, así que ahora pensad en vuestra guitarra y en tantos y significativos músicos presentes aquí, que no esperan otra cosa que poder escuchar con sus propios oídos los motivos por los que circulan tantas leyendas sobre vos.

Aguilar, el supremo inquisidor, creyó las engañosas lágrimas de Gaspar.

—He pedido al legado que me traiga un poco de mortadela —dijo—. ¿La has probado antes? —preguntó, tuteándolo repentinamente, en señal de afecto.

—No —respondió Gaspar, secándose sus últimas lágrimas.

—Es una maravilla conocida y apreciada en toda Europa. ¡Incluso la piden desde las Américas! Venga, vamos, sécate la cara y ven a desayunar. Nada de pan seco, nada de cebollas y nada de ajo, prometido. Solo la mejor mortadela del mundo, pan blanco, fruta y vino bueno.

Gaspar se puso de pie. Las rodillas, no acostumbradas a una posición de genuflexión, se habían quedado dormidas y cada hueso de su cuerpo emitió una especie de pequeño ruido de recolocación imperceptible para el oído en mal estado de Aguilar. Se estiró con la palma de la mano la túnica y ofreció el brazo al cardenal, que se apoyó en él para sujetar su propio peso mientras se ponía de pie.

—Vamos entonces, tengo un cierto apetito —dijo, y giró el cuello para miró a Gaspar—. Es el efecto de la oración… —añadió cerrando la boca y guiñándole un ojo—… que me abre el estómago.

El cardenal Aguilar era un hombre que se parecía en todo y para todo a un viejo banco entallado. Tenía su aspecto, bajo, oscuro, surcado por todas partes con arrugas que parecían dibujar algo y tenía también, y sobre todo, esa cualidad.

Algún año antes había sido capaz de tranquilizar una revuelta en Madrid con su carisma, pero se había tratado de una excepción en toda regla. Aguilar era un protagonista a quien no le gustaba aparecer. Estaba más en su auténtica naturaleza lograr pasar inadvertido, aún siendo aquel a quien todos acudían para pedir consuelo. Y naturalmente, justo como un banco que se respete, era quien conservaba todos sus secretos.

Bueno, Aguilar se parecía a un banco que apareció precisamente frente a ellos en cuanto entraron en el comedor, donde decenas de siervos se movían alrededor de una mesa ricamente cubierta, que iba mucho más allá de las promesas. El cardenal quiso que Gaspar tomara asiento junto a él.

—Sigamos nuestra conversación, no tengo ganas de gritar —comentó mientras indicaba la longitud de la mesa.

—Me siento honrado, excelencia.

Un siervo les acercó con demasiada fuerza una silla a la altura de las pantorrillas y Gaspar más que sentarse se cayó encima.

Un clavicembalista tomó asiento sobre un taburete, se colocó milimétricamente delante del teclado, saboreando la longitud de los propios brazos, y luego hizo todas aquellas pequeñas cosas que no lograría nunca jamás hacer una vez que comenzara a tocar: se rascó un poco por todas partes, se aclaró la voz, tosió dos veces sin ser espontáneo, se ajustó de nuevo el taburete, crujió los dedos sin hacer demasiado ruido, ofreció una sonrisa de respeto a Gaspar y un profundísimo obsequio a Su Eminencia.

Comenzó a tocar una obra que fascinaba un poco a Aguilar. Una novedad compuesta solo tres años antes por el maestro de capilla en la Corte de Baden, el virtuoso Johann Caspar Ferdinand Fischer, con el título Pièces de Clavessin. Una obra para clavicémbalo difícil, muy difícil de tocar, especialmente durante las primeras horas de la mañana, cuando los humores del cuerpo no se encuentran suficientemente vitales y las manos tienden a enfriarse con facilidad. Gaspar no la reconoció, porque únicamente había escuchado hablar de ella en ese momento. No conocía a nadie que tocara o que poseyera la partitura y, quizás, no conocía ni siquiera a nadie capaz de poder ejecutarla.

El músico comenzó con el Preludio VIII.

—Ahora podemos hablar —dijo Aguilar—. No nos escucha nadie.

El cardenal miró a Gaspar, que no reaccionaba ante sus palabras, completamente embobado por las notas increíbles y por los arpegios sobrehumanos del preludio. Lo observó todavía un poco, pensando en cómo serían de raras y profundas al mismo tiempo las emociones de los músicos. Luego le digo:

—Lo ha hecho muy bien, ¿verdad? Es el maestro de capilla de Baden.

—¿Fischer en persona?

El cardenal, ante aquellas palabras llenas de asombro, asintió con un trozo de pan lleno de confitura en la boca.

—Me gustaría conocerlo —dijo Gaspar, extasiado.

El clavicembalista volvió al Preludio VIII. Hizo una pausa para acomodarse mejor y estirar los músculos de los brazos. Luego una chacona se lo llevó de nuevo.

—Por lo tanto, los hombres que te han secuestrado amenazan mi persona, ¿no es así?

—Así es, eminencia. Les escuché tramar contra vos —Gaspar movió vagamente el tenedor por el aire y clavó una punta de plata en un trozo de mortadela. La saboreó y mimó el rostro del éxtasis para confirmar su suprema bondad.

—Han ocurrido cosas extrañas en la ciudad en estos últimos días —dijo el cardenal.

—Quien me secuestró también asesinó a uno de vuestros guardias, eminencia, estoy seguro porque les escuché decirlo.

Confitura sobre el pan, un cuchillo de plata sobre el borde y ya está.

—Esta es de higos, si no me equivoco —dijo el cardenal, e hizo una señal a Gaspar para que le acercara la mortadela. Un siervo esperaba el momento para cortarle más.

Un temblor y una explosión zarandearon los fundamentos. El suelo ondeó. Las vibraciones se propagaron como un largo escalofrío hasta la punta de los lampadarios. Un rayo rasgó el cielo seguido por un trueno, más violento que el anterior. El cardenal Aguilar se frotó las manos y se encogió de hombros.

—La que va a caer —dijo, y tragó vino tinto para deglutir la mortadela.

—¿Qué es lo que puedo hacer por vos, excelencia?

El índice del cardenal hizo unas cosquillas al aire.

—Acercarte.

Gaspar movió su silla.

—¿Según tú, el legado de qué parte está?

Precedido por un poderoso sonido seco, otro trueno se abatió lejos sobre la residencia, como una advertencia para Gaspar, para que jugara bien sus cartas teniendo a Aguilar lo más lejos de los sótanos.

—Creo que el legado apoya a Leopoldo I —respondió con el tono de quien quiere hablar poco, contraviniendo de esa forma la posición del papa y de la Iglesia.

—¿Qué es lo que te lo hace creer, hijo?

—Ayer, inmediatamente después de mi llegada, en mis aposentos, se extendió sobre la mesa para agarrar la jarra del café esperando que le viniera una idea. Hemos hablado. El legado no ha perdido el tiempo. Me pareció claro desde el principio que quería anticiparse.

El cardenal Aguilar rumiaba preocupaciones.

—¿Y por qué habría tenido la necesidad de hablar contigo antes de que lo hiciera yo?

Gaspar acercó los labios al oído del cardenal y susurró silbando:

—Mi rescate.

—¿Qué rescate? —preguntó el cardenal zarandeando la cabeza.

—Veo que el legado no os ha dicho nada. Esos que le he dicho enviaron un comunicado diciendo que si me querían ver vivo, tenía que desembolsar una bonita cantidad, una cantidad que no se reúne con facilidad si uno es un cardenal honesto. A menos que esté dispuesto a pedir ayuda a otros. Pero esto significa exponerse ante la legítima curiosidad de los demás.

El cardenal se limpió la boca con una servilleta.

—No consigo entender el hilo de tus pensamientos.

—Eminencia, si el legado no le ha dicho nada a nadie de mi rescate puede significar únicamente dos cosas: o que pretendía dejarme morir en aquel agujero, una solución que le habría permitido no pagar ni siquiera un ducado, o como soy más propenso a creer, que no tuvo dificultad en reunir tanto dinero, sin la ayuda de nadie.

—¿De cuánto dinero estamos hablando?

—Trescientos, o quizás mil ducados.

Una larga «m» indeterminada sonó en la garganta del cardenal.

—No te sigo, hijo, no entiendo adónde quieres ir a parar. Que el legado no me haya dicho nada del rescate es un hecho, si las cosas están como dices tú, pero de aquí a deducir…

Apretó el brazo de Aguilar.

—Eminencia —dijo, y miró tras de él—. Mi secuestro era un bonito montaje por parte del legado con la única finalidad de parecer que está de vuestro lado. No había ninguna moneda que dar por mi rescate. Mi «liberación» se daba por descontada. Era todo falso, es fácil presentarse bien ante vos librando a un español. Todo para amansaros, para que el supremo inquisidor español se encuentre bien. En este difícil momento, en particular, le es cómodo no teneros en contra, eso es todo. Y sobre todo, mi secuestro tenía la finalidad de apartar vuestra atención de cualquier otra cosa. De eso estoy seguro. En mi opinión, el legado tiene algo que esconder a la Inquisición.

Gaspar se apartó y miró al cardenal más de lejos como para querer verlo completamente, ver cómo reaccionaba ante una teoría parecida. Esa especie de arquitectura de mentiras comenzaba a funcionar. El secuestro, la puesta en escena por parte del legado…

Había pensado que un rescate se solicitaría de todos modos, incluso en una puesta en escena que tenía que resultar creíble, y dado que un rescate de verdad se había pedido, Gaspar estaba seguro de que el legado no le había dicho nada a Aguilar. Eso debía insinuar la duda de que el legado tenía algo que esconder al cardenal español, quien ahora miraba fijamente a Gaspar con los ojos de cristal dañados.

—De verdad parece que el legado tenga algo que esconderme —murmuró sobre el pecho.

—Ya —concluyó Gaspar.

Un poderoso trueno empujó las palabras de Gaspar hasta el fondo de la cabeza del cardenal, quien lleno de dudas y de un fuerte sentimiento de miedo miraba a lo lejos. Le parecía localizar unas armaduras desconocidas y amenazadoras sobre el horizonte, en el polvo cegador, más allá de la frontera de su inmenso poder.

Estaba claro que el legado de Bolonia escondía cosas que le habrían abierto el apetito incluso al supremo inquisidor de toda España, pero Gaspar necesitaba tiempo, no podía desviarse de su misión revelando demasiado, y habría hecho cualquier cosa para salvar el futuro de la Corona de los franceses y de cualquier otro. También eliminar a Aguilar, que en aquel momento lo miraba y le sonreía con cara de amigo.

Y también liberar a Carbonelli.

Dijo que tenía que ejercitarse con el instrumento y que tenía algunas ideas que quería poner por escrito. Se despidió y volvió a sus alojamientos, pisoteando los pasillos con su mirada fija en el suelo, contando los azulejos, entre frías corrientes y pasadizos que le llevaron a tomar un paso todavía más rápido.

El cuarto se encontraba iluminado. Sobre la enorme ventana caían los reverberos bañados del temporal, una luz gris sobre la luz roja emanada por la chimenea.

Alguien se había encargado de mantener el fuego encendido.

Sacó la González. La punteó.

El ritmo es el Padre. Ese sonido dulce, el Hijo.