En la chimenea encendida, las cartas de la señora Mancini se transformaron en un soplo de luz. Gaspar se quedó mirando con respeto hasta que el último velo de cenizas hubo desaparecido. Luego se quitó la túnica, dándole la vuelta sobre la cabeza como si fuera un enorme guante negro.
Magdalena se quitó la suya, haciéndola resbalar por encima de sus pequeños senos perfumados, que permanecieron sostenidos por la suave debilidad de las velas. Sus labios, cargados de deseo, estaban listos para derretirse en su sangre. Su lengua, temblorosa, rozó su piel herida. Un cuerpo caliente, pero frágil como la nieve, se abrazó a él.
—Para siempre —murmuró ella.
Gaspar la abrazó todavía más fuerte.
—¿Para siempre?
—Para siempre, confirmó Magdalena.
Una sierva amiga de Magdalena, que hacía la guardia delante de la habitación de Gaspar, tosió cuando vio llegar al cardenal.
—El padre Sanz está descansando, Vuestra Eminencia —se apresuró a decir temerosa, manteniendo la mirada baja.
—¿Tú que estás haciendo aquí? —le preguntó Ravelli.
—Me quedo a disposición, en caso de que necesite asistencia. Le han dejado en muy mal estado.
—Ahora vete, ya me ocupo yo ordenó el cardenal —dijo. Y llamó a la puerta.
No recibió respuesta, así que intentó abrir, pero la puerta se encontraba cerrada con llave por dentro. Llamó de nuevo.
—¡Maestro Sanz! ¿Me escucháis? ¡Abrid, soy el cardenal Ravelli! —Finalmente, la puerta se abrió.
—Oh, alabado sea Dios, eminencia —dijo Gaspar, arrodillándose a sus pies.
El cardenal le ayudó a levantarse.
—¡Gracias a Dios que estáis a salvo! ¿Estáis bien? ¿Tenéis ganas de hablar? —Llamó a la sierva que acababa de echar—. ¡Tú, aquí hay que avivar el fuego! ¡Vuelve con un poco de vino caliente! —ordeno. Y tras estas palabras cerró la puerta, suspirando—. Veamos, contadme hijo.
—Me acabo de enterar de que hoy es 25 de diciembre —Gaspar hizo una pequeña reverencia—. Felices fiestas, excelencia. Espero que sea una buena Navidad también para vos, como lo es para mí.
—Gracias. Pero os lo ruego, contadme.
El cardenal empujó el tabaco hacia la hornilla con la punta del dedo meñique y le dio fuego, usando la llama de una vela. Gaspar se sentó sobre un sillón y miró la chimenea casi apagada.
—Son las mismas personas que han asesinado a uno de los guardias del cardenal Aguilar. Fanáticos. Defensores de Leopoldo I. Unos locos que quieren llevar a la Iglesia a tomar la decisión de no apoyar más a los franceses en la sucesión al trono español.
—¿Cómo sabéis tantas cosas?
—No tenían intención de dejarme ir, y además me tenían vendado, así que hablaban libremente incluso ante mi presencia. —Explicó Gaspar, intentando analizar al cardenal más allá de la cortina de humo—. Bloquean a Aguilar. Esos locos están tramando algo para obtener su muerte. Lo consideran responsable de atroces delitos y, según ellos, está ayudando al papa Inocencio XII para entregar España al rey de Francia.
Llamaron a la puerta. Era la sierva. Entró, colocó una bandeja de plata sobre el carrito y sirvió el vino caliente en dos copas de cristal verde.
—Aviva el fuego —le ordenó el cardenal—. Continuad.
—Por suerte he logrado escapar. Me enterraron en una fosa en medio del campo, con poca agua y comida, y sin luz, ya que apenas tenía aire.
El cardenal sorbió un poco de vino y se mantuvo un rato en silencio, mirando a Gaspar a través de las pequeñas nubes de humo que se iban formando.
—¿Cómo habéis logrado escapar?
—Estoy libre gracias a un cerdo —dijo Gaspar, dejando adrede una pausa para dar al cardenal el tiempo de imaginar unos hechos que se apresuraría a desmentir.
—¿Un cerdo?
—Le escuché que daba vueltas encima de mi cabeza. Sentía cómo movía las patas arriba, teniendo en cuenta que yo me encontraba bajo el suelo. Entonces me vino la idea e intenté ponerla en práctica. Así que hice todo lo que pude para llamar la atención del cerdo hacia la trampilla que cerraba mi prisión, excelencia —dijo, indicando el techo y moviéndose como si estuviera pintándolo—. Embadurné queso por toda la trampilla. El cerdo hambriento logró hacerla añicos. ¡Así es cómo he logrado salir! —concluyó Gaspar, mostrándose orgulloso de sí mismo.
—¡Habéis sido ayudado por el demonio! —dijo el cardenal, cayendo hacia atrás sobre el respaldo del asiento.
—No, eminencia. De verdad que era un cerdo hambriento.
El cardenal se le acercó todavía más. Lo observó atentamente.
—Vuestras heridas ya están curándose. Tienen que ser las cicatrices de las heridas de cuando os secuestraron, ¿no es así?
Gaspar constató que las heridas del rostro ya estaban casi todas cerradas. Comprobó la espalda y fingió que todavía sentía dolor, pero no sintió ninguna otra sensación que no fuera el deseo de levantar sacos de medio quintal. La nariz era como si el joven no se la hubiera roto nunca. El hueso se había quedado torcido, y en ese punto todavía le dolía, pero no había señal de sangre o golpe. Se puso de pie. El espejo podía solo confirmar tales hechos.
—Sí, es así, excelencia. Luché como pude, y el tiempo que pude. Pero me di cuenta enseguida de que mis agresores eran mucho más fuertes.
En cambio, Gaspar se dio cuenta en aquel momento (mucho más que en cualquier otro) del poder que la medicina estaba ejerciendo en su cuerpo y pensó en el efecto que podría tener en España. Quizás no era un intento tan desesperado aquel que le habían encomendado en su misión. Y lentamente cada «duda» se fue transformando en certeza.
La sierva, de rodillas delante del fuego, dio los últimos golpes al fuelle y un cepillado rápido para tirar las cenizas y los tizones entre las llamas. Luego se puso de pie, colocándose el vestido y el pelo, y salió de la habitación resistiendo la tentación de mirarse al espejo.
Ahora el fuego iluminaba todavía más y ofrecía más calor de lo necesario. La sierva hizo una reverencia y cerró la puerta. Gaspar pudo retomar su normal tono de voz. Pero el cardenal lo interrumpió.
—Habéis dicho que habéis escuchado a vuestros secuestradores tramar algo para asesinar al cardenal Aguilar…
—Sí, excelencia, es lo que he dicho. Es mi intención hacer todo lo posible para lograr que sus planes nefastos no logren llegar a buen puerto.
—¿Qué tenéis intención de hacer al respecto? —preguntó Ravelli en el intento de obtener un consejo útil de Gaspar, visto que él mismo no sabía cómo comportarse. Llenó una segunda pipa, manteniendo firme la mirada con su interlocutor.
—Todavía no lo sé —respondió Gaspar—. Pero algo tendré que hacer.
—¿Qué intenciones tenéis, maestro Sanz?
El cardenal le seguía con la mirada mientras Gaspar se alejaba del fuego, sujetando el vino que mientras tanto se había enfriado.
—¿Al respecto de qué, excelencia?
—Quiero decir… ¿de qué parte estáis? ¿Con quién estáis, con Leopoldo o con Luis XIV? —preguntó el cardenal cogiendo su vaso y llegando hasta donde estaba Gaspar, de pie, más cerca de la chimenea—. ¿Qué es lo que deseáis para el futuro de España?
—Yo no me intereso de esas cosas, excelencia. Yo soy simplemente un músico, un humilde guitarrista que toca su música únicamente para glorificar a Dios. Y no olvido nunca que soy un hombre de la Iglesia. Creo que independientemente de cómo vaya, habrá guerras sangrientas para la sucesión. Y esto me parece inevitable, ya prevalezca Leopoldo o que el rey Sol logre su intento por borrar los Pirineos. Si tengo que ser sincero con vos, eminencia, me gustaría, y así lo deseo en lo más profundo de mi corazón, que la gloriosa y católica España imperial no termine de esta forma. ¿Pero qué importancia pueden tener mis ideas confundidas? Mi única certeza es que, si es verdad que el Santo Padre sugiera a mi rey que haga testamento a favor de Francia, yo estaré del lado de Francia.
El cardenal Ravelli sorbió de nuevo, manteniendo el vaso con ambas manos, como si el vino pudiera todavía calentárselas.
—¿Queréis más? —le preguntó Gaspar mostrando la botella. El vino cayó en la copa como la arena cae al fondo de la clepsidra. Midió el tiempo de una respuesta que sin embargo no llegó nunca.
El calor emanado por la chimenea era cada vez más débil. Nadie, de hecho, se había vuelto a preocupar por darle la vuelta a los troncos encendidos, ponerlos más cerca de la llama para que no se secaran o soplar las brasas.
El cardenal se había quedado conversando más tiempo del previsto, quizás como consecuencia del agradable efecto del vino, o quizás porque, como él mismo había admitido, había transcurrido demasiado tiempo desde la última vez en la que había tenido ocasión de charlar en la intimidad con un buen amigo.
La puesta en escena de Gaspar parecía que estaba funcionando.
El cardenal Ravelli le dejó, comunicándole el placer que había sentido al pasar algo de tiempo juntos. Se felicitó de nuevo con él por la fuga. Le tranquilizó. Le prometió que los culpables lo pagarían caro. Le hizo entender que le gustaría verle pronto y salió de la sala, abandonando la mano anillada bajo los labios obsequiosos.
Magdalena, mientras tanto, dormía bajo la cama.
—¿Se ha marchado ya?, fue lo primero que dijo en cuanto abrió los ojos.
Gaspar le sonrió y alargó el brazo para ayudarla a salir fuera.
—Sí, ya se ha marchado. Ven, vamos.
Pero tras un primer intento, fue él quien acabó bajo la cama.
—No queda tiempo que perder —dijo protestando sin mucha convicción.
—Sé donde tienen al maestro Carbonelli —dijo Magdalena, sabiendo que decía lo que Gaspar quería escuchar—. ¿Te acuerdas del pasadizo que lleva al río, el de la otra noche con los perros?
Gaspar recordaba.
—Bien, no es cierto que desde allí se puede alcanzar la prisión. De ahí provienen únicamente los desagües de las cocinas.
—¿Entonces? —Gaspar jugaba con la punta de su nariz, que brillaba en la oscuridad.
—La prisión de Carbonelli se encuentra bajo la otra torre. He seguido a Girolamo, el siervo sin cara, el que lleva el sayo. ¿Sabes de quién hablo?
—¿El que habla sin usar el paladar?
—Sí, ese —dijo. E imitó su modo de pronunciar algunas palabras divirtiendo a Gaspar—. Estaba llevando víveres a un ala de la villa en la que no hay nadie a quien llevárselo, ¿entendido? Así que le seguí: era más lento que un caracol —Magdalena se rio mostrando una total inconsciencia—. Vi cómo se dirigía hacia una pared con toda esa cantidad de cosas para comer, y como las estatuas no comen ni beben, entendí que iba a algún lado interesante. Y he descubierto dónde.
—Espera un instante. El día en el que encontramos al molinero en los alrededores del mercado, ¿adónde fuiste?
—Debo mi vida a la señora Mancini, Gaspar, se lo debo todo. Es como una madre para mí. Es ella quien ha logrado que entre aquí. Y lo ha hecho con una finalidad bien precisa, encargándome la misión de realizar algunos asuntos. Sigo solo órdenes. No sé nada más. En el momento en que tú perdiste el conocimiento se puso en escena una pantomima: tres hombres encapuchados te cogieron y te sacaron de allí sin hacer nada para pasar inadvertidos. Es más, yo también grité pidiendo ayuda para que todos pudieran ver cuánto estaba ocurriendo. Luego vine corriendo hasta aquí y le conté al cardenal que habías sido secuestrado por algunos hombres con el rostro cubierto que pedían una recompensa. Gaspar, tú eres mi bien. Pero lo mejor que puedo hacer es realizar los deseos de la señora Mancini, esperando que tú no tengas que sufrir mucho.
Gaspar suspiró dolorosamente.
—El molinero ha muerto.
Magdalena cerró los ojos y asintió.
—Los Confortadores tienen oídos y ojos en todas partes, y una crueldad inaudita.
—Tenemos que ser muy prudentes.
Quien les hubiera visto salir de debajo de la cama, con aquella ligera respiración entrecortada propia de quienes han alcanzado la cima, uno ayudando a la otra sujetándola de la mano, habría dicho que desde allí abajo se accedía a un pasadizo secreto.
Gaspar pidió que le dibujara en una cuartilla el recorrido para llegar al pasadizo secreto, el de verdad, el que Magdalena había descubierto siguiendo a Girolamo, el siervo sin rostro.
—¿Cómo has logrado salir del sótano? —dijo Gaspar.
—Sin problemas. Salir es fácil. Tiras de la cuerda y empujas. Tienes solo que aguardar a que no te estén esperando al otro lado de la puerta. Para todo lo demás…
Magdalena entregó a Gaspar la planta del edificio.
—Llevaba muchos años sin manejar uno de estos —dijo mientras ponía en su sitio el tintero.
Gaspar sabía que mentía, pero la amaba ya hasta tal punto que la creyó. Miró el mapa. Con la llama de una candela siguió el recorrido que, según Magdalena, le llevaría hasta la prisión de Carbonelli.
—El hecho está en que se necesita la llave —dijo Magdalena—. Y la llave la tiene solo Girolamo.
Las energías le hervían en la sangre. Gaspar iba poco a poco olvidándose del hecho de que en el mundo existen dificultades.
—Encontraré la forma —dijo.
—Ahí abajo hay cosas raras —dijo ella, intentando no ver en la mente las pocas imágenes que había logrado soportar. Intentó describir cuánto había visto en los subterráneos, dejando fluir las palabras sin pensar en su significado—. He visto a un hombre con la cabeza de vidrio. Y a otro que era así de alto —dijo, deteniendo la mano a media altura, como si fuera una damita—. Y cuando me recuperé del desmayo que me había causado la visión de los monstruos, vi también cadáveres.
En ese momento Magdalena asumió el aspecto de estos y cayó entre los brazos de Gaspar.
A él le hubiera gustado besarla, pero la abofeteó con fuerza.