XI

Hierro en la noche.

El metal caía sobre sí mismo. Permanecía suspendido un instante, y luego caía.

Una vez abajo, tras la bajada, la calle discurría rápida bajo la mirada sangrante de Gaspar.

Hombres armados delante, a la carrera. Y también detrás, dos más. Le sujetaban por los brazos, arrastrándolo por las calles, gritando versos concitados, como si acabaran de descubrir un enorme jabalí.

La sangre que caía por la nariz de Gaspar arrastraba una línea irregular al centro de la calle. Las piernas colgaban inertes del tronco y las puntas de los pies barrían el terreno.

Gaspar fingía que había perdido el conocimiento. Observaba toda la algarabía de reojo y se dejaba llevar, incluso divirtiéndose.

La larga línea de sangre se interrumpió delante de la puerta abierta de la residencia Ravelli.

Gaspar fingió que se recuperaba. Miró los corrillos de sirvientes que provenían de todas las partes para tomar el relevo de su cuerpo reducido a un mal estado.

—Dejadme, yo puedo —dijo—. Pero pidió que le pusieran en el suelo. La espalda le dolía y no lograba tragar con facilidad, pero al menos el joven le había ahorrado las manos.

—¡Tráelo aquí, rápido! —gritó la mujer que lo sujetaba por detrás. Una joven sirvienta llegó con agua fresca y un paño limpio.

Gaspar cerró los ojos. Notó aquellas dulces caricias de paz que borraban la sangre sobre los labios medio cerrados en una sonrisa de satisfacción recién esbozada, y se abandonó a los cuidados.

Era la segunda vez que entraba en aquella casa. La primera vez, vulnerable como un cordero. Ahora, fuerte como un lobo listo para la caza.

Abrió los ojos cuando se dio cuenta de que habían terminado de frotarle. Una sierva por detrás le autorizó a levantarse.

—Os llevo a vuestros alojamientos, padre.

Quien hablaba parecía seguir sus palabras con pequeños gestos de entendimiento.

Gaspar fingió que no se daba cuenta, pero la sierva seguía hablándole y pellizcándole el brazo.

—Aguilar llegó hace tres días —le susurró al oído—. En este momento se encuentra en compañía del legado en la sala de conciertos.

—¿Quién toca? —preguntó Gaspar, intrigado.

—Obviamente, el día del nacimiento del niño Jesús está dedicado a los músicos infantiles —respondió la sirvienta.

Ante aquella broma, Gaspar se dejó llevar por una profunda risa interior. No porque encontrara la cosa particularmente divertida. Lo era, sí, pero no lo suficiente para ofuscar el recuerdo de los golpes que acababa de recibir poco antes. En ese momento se sentía feliz porque había reconocido el olor dulce y puntiagudo de Magdalena.

—No puedes imaginar cuánto te he echado de menos —dijo ella dándole un beso invisible en el cuello.

—Yo también —susurró Gaspar.

En la sala, rostros empolvados con la nariz hacia arriba y música de calidad. En el escenario acababa de comenzar desde hacía poco una competición de calidad con la improvisación de Correnti. El jovencísimo Weiss se encontraba con el laúd. El coetáneo Bach con el címbalo. Pero la prueba se había transformado rápidamente en un concierto para dos instrumentos, dando vida a una música tan bella e irrepetible que debería haber permanecido para siempre en el aire, perfecta e inmóvil como una estatua, como una pintura. Pero la música…

¿Serviría la caja mágica soñada por el cardenal Ravelli para que aquellas notas no se perdieran para siempre en mudas leyendas?

—Zeñó —dijo Girolamo, con la típica capucha calada sobre el rostro, intentando hablar en voz baja para no molestar.

—¿Qué es lo que pasa? —respondió el cardenal, molesto.

—Gaspar Sanz, el sacerdote que habían secuestrado… Ha escapado, zeñó. Está aquí. Le han dado una paliza, pero está bien. Lo hemos llevado arriba, a su habitación.

—Entiendo. Ahora vete —dijo el cardenal, moviendo al mismo tiempo varias veces la mano para hacer más explícito el mensaje, y se puso a escuchar el concierto, pensando que era lo más oportuno que podía hacer.

Miró al cardenal Aguilar, que se sentaba un poco más allá y escuchaba la música con expresión extasiada. Le hubiera gustado informarle oportunamente, pero quería estar allí el primero para hablar con Gaspar.

Dejó la sala de puntillas y se encaminó hacia la torre preparada para los alojamientos de los músicos.