Tres noches tuvieron la duración de un instante.
Gaspar, la mañana del día de Navidad, dormía todavía, con la guitarra pegada entre sus brazos. Le pareció estar soñando unos pasos pesados que zarandeaban la tierra encima de su cabeza, y abrió los ojos. Vio rayos de sol que estaban ya penetrando a través de la trampilla y caían perpendicularmente como finísimos pilares de luces alrededor de los que giraba una nube de polvo.
La trampilla se abrió como el pico de un pollito hambriento. En un instante, la oscuridad evaporó de la fosa y se dispersó por los campos soleados.
—¡Señor, señor! —gritó alguien allá arriba.
Una cabeza se coló por el techo y una boca, que se agitaba allá donde debería estar la frente, le imploró que saliera inmediatamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gaspar mientras subía ocultando los ojos de la luz del sol. Reconoció inmediatamente al joven que tres noches antes le había acompañado al escondite.
—¡Han asesinado al molinero! —decía jadeando—. Tenía el rostro deformado por el miedo.
—¿Cómo que han asesinado al molinero? —dijo tomando aliento.
—Sí, lo han encontrado muerto esta mañana… —respondió a la vez que intentaba respirar—. Le han encontrado dando vueltas.
El joven comenzó a llorar, y respiraba con tanta dificultad que las lágrimas hicieron que se atragantara y comenzara a toser desordenadamente. Gaspar le zarandeó por las mangas.
—Cálmate, te lo ruego. ¿Qué quieres decir con que lo han encontrado dando vueltas?
—Daba vueltas así. —El joven estornudó y tosió de nuevo—. También lo han visto mis ojos…
—¿Qué es lo que has visto exactamente? Habla joven.
—Lo hemos encontrado atado a la rueda del molino. La rueda giraba. Ha muerto ahogado. Tiene que haber durado… oh, Dios mío… Una muerte horrible.
También el joven parecía estar a punto de ahogarse en sus propias lágrimas.
Gaspar dirigió un profundo silencio hacia el horizonte. El viento caliente le acariciaba la piel.
—¿Quién te ha ordenado que vengas aquí? ¿Tienes algo más que decirme?
—Los mensajes que os traigo son de la señora Mancini, maestro —explicó el joven, y le entregó una hoja—. ¿Qué tengo que hacer ahora?
Gaspar no leyó inmediatamente el mensaje. No pudo evitar imaginarse al molinero atado a las astas de la rueda del molino, con las piernas abiertas y los brazos en cruz. Lo veía realizar la trágica vuelta, hacia el cielo y hacia el río, sumergirse y gritar, y cómo su cabeza chocaba contra las piedras con un ritmo preciso y constante con cada inmersión. Al final, lo que debió quedar del rostro del molinero debió ser una expresión petrificada de cansancio y de rendición. Y aún así siguió dando vueltas.
Querido padre:
Hoy no me está permitido poderle desear una Feliz Navidad, por desgracia. El molinero está muerto, asesinado de forma cruel.
Los Confortadores han hecho irrupción en el molino esta noche. Le han interrogado y golpeado. Al final, le han arrastrado hasta fuera y le han asesinado. Pero es una Navidad todavía más funesta para mí, querido padre, porque es el día en el que Dios ha querido privarme de todos mis seres queridos.
Hoy lloro también la muerte de nuestro venerable maestro. Su anciano y obstinado corazón se ha rendido con nuestro querido y amable amigo molinero. La emoción ha sido fatal.
Quedáis solo vos y Magdalena, padre.
Cuidad de ella.
Rezo para que no desistáis de vuestra empresa.
Ruego por vosotros.
M. M.
Quedáis solo vos y Magdalena, repetía Gaspar para sí mismo mientras cerraba la carta. ¿Qué significado quería atribuir a aquellas palabras? En ellas parecía haber un error de cálculo. ¿Por qué la señora Mancini no mencionaba en absoluto a aquellos que tenían que liberar a su marido, el gran alquimista Francesco Carbonelli? ¿Y Giovanni, conocido como Boccale, dónde estaba?
—Joven —llamó con tono firme.
—Decidme, señor.
—Haz de forma que te encuentre en el molino esta noche, a la hora en que termina la novena. Ahora ve a casa de la señora Mancini. Decidle que volveré a la residencia Ravelli esta noche.