Tal y como había anunciado el molinero, Gaspar se divirtió. Estuvo tocando, comiendo, bebiendo y bailando todo el rato.
Satisfecho de tantos placeres, dejó el molino durante la noche, caminando detrás de un joven que le abría el camino en medio de la oscuridad, con grandes pasos. Se reía de sí mismo con epítetos poco lisonjeros, y se decía que era tonto hasta el punto de querer seguir un plan escrito en las estrellas infinitamente pequeñas.
Se adentraron entre los árboles y caminaron en silencio, a ciegas, descubriendo cualquier obstáculo que se situaba en su camino de forma improvisada: piedras, raíces, agujeros, subidas resbaladizas por culpa de las hojas húmedas.
Gaspar no habría pedido nada mejor para desahogar su inaudita agilidad. Y se sintió casi decepcionado por la brevedad del trayecto cuando vio al joven que se detenía y le indicaba un pequeño claro en el bosque, justo delante de ellos.
—¿Estás seguro de saber dónde estamos yendo, joven?
La respiración de Gaspar había vuelto a la normalidad.
—Seguro, señor. Conozco el campo mejor que mis propios bolsillos vacíos. Ya hemos llegado —respondió el joven, buscando por la tierra, entre los matorrales—. Tiene que estar por aquí —dijo registrando con las manos y palpando con los pies, como si hubiera perdido algo en ese punto. Luego golpeó la tierra y, satisfecho por el ruido, se agachó para coger una enorme argolla. La levantó con fuerza y abrió de par en par una puerta cubierta con tierra—. Os lo ruego señor, este es el sitio.
Tras decir estas palabras, le invitó a acomodarse y se frotó las manos, resoplando a la vez.
—Ahora me marcho, buenas noches.
Y se evaporó corriendo entre los árboles, convirtiéndose en breve tiempo en una de las tantas sombras lunares del bosque, sin dar tiempo a elaborar ninguna respuesta.
Gaspar descendió por el agujero. Encendió una luz y cerró la puertecilla. Respiró y miró a su alrededor, manteniendo las manos en los costados. El lugar podía decirse que era confortable. Contó seis pasos de lado y estimó que la sala subterránea tenía que ser alta, más o menos unos cuatro pasos.
Sobre una mesa que era prudente no acariciar para no llenarse las manos de astillas de madera, encontró una túnica negra de sacerdote, limpia y doblada con cuidado. Encima del traje, su cruz de plata, y una guitarra sobre un colchón. Había cuerdas de recambio y legajos para probar las mismas, así como un atril y hojas con pentagramas.
En una esquina, un orinal que no había usado antes y un barreño con algunos trapos. También jarras de agua, suficientes para beber y lavarse. Sobre un estante clavado en la pared de tierra vio una forma de pan de trigo, un trozo de queso y un cuchillo.
Ningún altar iluminado, ninguna estatua de la virgen o de un santo cualquiera, ningún evangelio, ninguna Biblia, ni siquiera una copia del Orlando Furioso.
Gaspar se preparó para pasar el tiempo allá abajo, y decidió comenzar inmediatamente con las debidas oraciones. Se sentó sobre el colchón de hojas, y sin una base cogió la guitarra, situando la lámpara en el suelo.
Sus dedos acariciaron curvas lisas, dobleces de madera se unieron a su cuerpo. Rizos de intestino le rozaron, pecaminosos los labios.
La abrazó como no lo había hecho antes.
Sopló la llama.
La música era su respiración. El ritmo, Dios.