Visto desde fuera, Gaspar era un cuerpo muerto que respiraba. Un saco de carne en el centro de una cama, capaz solo de deformar el colchón. Dormía un sueño profundo. No podía despertarse. Habría sido suficiente un gesto imposible para él, no solo desde el punto de vista práctico, sino también teórico. Práctico porque el sueño era irresistiblemente pesado y agradable, y teórico porque Gaspar se encontraba ya despierto.
Aquel extraño duermevela quitaba de en medio el cuerpo y las infinitas distracciones que esta masa rítmica ofrecía a la mente. Gaspar era puro espíritu, pensante e magnífico. El silencio le hormigueaba por los oídos, añadiendo un rumor de fondo molesto tras el discurrir de los pensamientos. Buscaba la síntesis. Pensó que la circunstancia lo requería, dado que la marcha había sido tan precipitada que no había tenido tiempo de proceder con preparativos.
O quizás, en cambio, estaba todavía en la cama de Madrid. Quizás se encontraba justamente en la misma noche en la que don Eduardo le despertaría y le diría: Prepara lo necesario. Un equipaje ligero. Te marchas a Italia.
Su mente proyectaba imágenes vivas en el interior de los párpados, como sombras de colores y brillantes sobre una pared negra. Gaspar se vio a sí mismo mientras frotaba los nudillos contra los ojos para lograr que salieran de debajo de los párpados recargados, y a don Eduardo ocupado en darle un par de tirones más fuertes. Despiértate, tienes que marcharte le decía. Y él se levantaba, obediente como siempre.
Don Eduardo estaba preocupado y excitado a la vez, le apretaba fuertemente el brazo y al mismo tiempo pretendía que Gaspar se diera prisa.
—Rápido, es el momento justo para marchar. Márchate para intentar derrotar la matanza que se producirá si nuestro rey muere sin un heredero, para evitar que todos nosotros nos convirtamos en súbditos de un extranjero.
—¿Creéis de verdad que la música puede ayudar a la paz del mundo? —preguntaba Gaspar en aquellas imágenes que corrían en su mente, mientras el Gaspar que miraba se dio cuenta que lo había dicho más para distraer a don Eduardo por haberle agarrado el brazo que por tener una voluntad real de discutir.
—No soy tan ingenuo —concedía don Eduardo—. Pero el hecho de que tú seas un músico de la Capilla Real de España te permitirá acceder a un lugar impenetrable. Esto es algo que la música todavía puede lograr. En Bolonia serás contactado por personas amigas. Te ayudarán a encontrar al único alquimista capaz de que nuestro rey pueda darnos un heredero.
—¿Existe un hombre capaz de tanto?
—Cuando llegues a tu destino lo sabrás.
Las imágenes se oscurecieron. Tuvo justo el tiempo de verse todavía a sí mismo y a don Eduardo que le apretaba fuerte, como queriendo imprimir sobre su piel una sensación más duradera mientras fuera los caballos y el cochero llamaban para la marcha.
Gaspar protestó.
—¿Dónde estáis don Eduardo? Decidme, ¿estáis aquí conmigo?
La oscuridad seguía.
El despertar fue repentino y brusco. Gaspar agarró las mantas y saltó, sentándose sobre la cama, jadeando, como si acabara de escapar de una pesadilla insoportable.
—¿Dónde estoy? —preguntó amenazador.
—¡Agua, rápido! —ordenó un viejo sentado en el centro de la habitación—. Nuestro amigo se ha despertado.
El viejo ponía los puntos en las frases que pronunciaba, golpeando el suelo con la punta de un bastón.
—Estáis en el molino, tranquilizaos. Ahora os lo explicaremos todo.
Tenía la cabeza cubierta con la capucha de la túnica, la voz ronca y profunda.
—Me habéis dormido —protestó Gaspar—. ¿Qué necesidad había para hacerlo? —dijo bajándose de la cama con un gesto atlético y nervioso. Las fuerzas le discurrían por dentro como la sangre que hierve. Su postura estaba llena de orgullo, como no lo había estado antes. En sus ojos se descargaban rayos tan repentinos y violentos que le iluminaban el rostro. Era nuevo, la mirada loca de un hombre regenerado.
—No me gusta que me secuestren. ¿Dónde está Magdalena?
—Magdalena está bien, no tenéis que preocuparos —dijo el viejo—. Tenéis que tener confianza. La señora Mancini ahora os lo explicará. Pero dejad antes que os presente a nuestros amigos. Él —indicó con la punta del bastón a un hombre que estaba a un lado, en la sombra— es Giovanni, llamado Boccale. ¡El más insoportable de los alquimistas! Tanto que se ha convertido en el trámite con el mundo exterior para muchos de nosotros, aquí en Italia.
Gaspar observó el rostro del hombre asomarse hacia delante, bajo la luz, en señal de aviso.
—Encantado, maestro.
—El placer es mío.
—Giovanni viene de Florencia —completó el viejo, y apuntó con el bastón hacia otro de los allí presentes—. El molinero será vuestro ángel de la guarda.
El molinero, brazos y piernas fuertes, hombros contra la pared, tenía siempre lista una sonrisa desde que Gaspar había cruzado una mirada con él.
—No lo logro entender —protestó Gaspar.
—Calma, calma, ahora la señora Mancini os lo explicará todo.
El bastón indicó la puerta. Una mujer diminuta, vestida con un traje oscuro y largo, sin corsé, con el pelo largo, suelto, que le nacía de la cabeza como si fueran finos chorros de agua, entró llevando un escalofrío a la sala. Se fue abriendo paso y se sentó junto al viejo. Su voz era un soplo, una flauta dentro de una garganta. Hablaba un español perfecto.
—Es un verdadero placer para mí poder conoceros, maestro Sanz. Soy María Mancini, la mujer del maestro Francesco Carbonelli.
Gaspar recogió su pequeña mano huesuda y la rozó tímidamente con los labios.
—El placer es mío, señora. Es un honor poder conoceros.
—Lo es también para mí, maestro. He escuchado algunos de vuestros prodigios con la guitarra.
—Y a mis oídos han llegado los prodigios de vuestro marido, señora mía. Prodigios mucho más importantes —Gaspar suspiró—. Si bien la fama es a menudo poco indicativa del valor real de una persona y por lo tanto…
La señora Mancini se aclaró la voz para llamar la atención de Gaspar.
—¿Exigís una prueba?
—¿Tenéis una?
—La tablilla de cera. ¿La habéis roto? —preguntó. Aunque para la señora Mancini la respuesta se encontraba bien legible en el rostro de Gaspar.
—Sí, lo he hecho —dijo él pensando que, por lo tanto, la marca M. M. estaba ahí por María Mancini.
—¿Contenía un polvo rosa, no?
—Así es —confirmó Gaspar sin entender mucho—. Un finísimo polvo muy parecido al alcanfor.
—Y a partir de ese momento, ¿no comenzasteis a sentir algún cambio en vuestro cuerpo?
—Sí —dijo Gaspar, muy nervioso y lleno de curiosidad—. Todavía no lo había pensado, pero sí —argumentó mientras se iba tocando por todas partes—. Puedo decir que a partir de ese momento comencé a sentirme mejor, más fuerte, no sabría explicar… —Acercó una mano hasta el centro del pecho y exclamó—: ¡El corazón! Está mucho mejor.
—Os sentís bien, por lo tanto.
—Bien, como no me he sentido nunca antes —confirmó Gaspar.
—¿Está claro ahora el motivo por el que el legado le ha evitado a mi marido la muerte para tenerlo prisionero a su servicio?
—El mismo por el que yo le quiero libre —dijo Gaspar—. ¿Qué es lo que habéis puesto en la tablilla?
—Polvo trasmutatorio. Tintura. ¿Habéis escuchado alguna vez hablar de ello?
—Sí —admitió Gaspar, levantando los ojos con aire de suficiencia—. Una bella leyenda.
—Pues bien, maestro. Yo soy una de las pocas personas en el mundo que pueden demostraros que la alquimia no es solo una leyenda. Habría dado la vida, soportado las torturas más atroces con tal de no tenerlo que hacer otra vez. Pero las circunstancias… la oportunidad que nos ofrecéis, la justa causa por la que luchar…
—Os lo ruego, doña Mancini, en mí podéis confiar.
La mujer meneó la cabeza y, contrariada, continuó.
—Solo unas pocas personas en el mundo son capaces de obtener la tintura. Mi marido y yo hemos dedicado nuestras vidas a esta investigación. Hemos viajado durante muchos años, y otros tanto los hemos pasado en el laboratorio, operando la transmutación de los metales. Ocurrió una noche, hace ya muchos años. Mi marido estaba despierto en el horno, rezaba y esperaba como de costumbre. Luego fue un instante, algo que no había ocurrido jamás antes, y finalmente lo vio. Después de todo el tiempo transcurrido en la esperanza y en la ignorancia, aquella noche entendí y conocí. Habíamos buscado demasiado lejos una verdad que estaba muy cerca. Desde entonces, Francesco supo cómo producir el polvo trasmutatorio y fue capaz de realizar otras obras que sin embargo no quiso volver a repetir, en señal de respeto hacia Dios.
—Ese polvo —intervino Gaspar—, que vos decís que es trasmutatorio y que llamáis tintura… ¿por qué le sirve tanto al legado como para retener a vuestro marido en un encierro tan largo?
La mujer respiró profundamente antes de contestar.
—Os respondo con las palabras de Alberto Magno: el alquimista evitará tener alguna relación con los príncipes y señores, porque estos no cesarán de preguntarle cuándo vamos a ver algún resultado. Y si no llega uno, sentirá todo el efecto de su cólera. Si lo logra, por el contrario, lo tendrán junto a ellos en prisión perpetua, con el deseo de que trabaje para ellos. Es precisamente lo que le está ocurriendo a mi marido. Además, una vez obtenido, es posible multiplicar el polvo con la proyección, pero a la larga pierde eficacia. ¡El poder, padre! Él tiene la tintura para convertir los metales. Habéis estado dentro de la residencia. Habréis notado con toda seguridad que la riqueza del cardenal supera las expectativas.
Gaspar podía confirmar tal situación. Saboreaba sus condiciones, escuchaba su cuerpo. Se sentía extraordinariamente lúcido y lo demostraba así mismo escribiéndose dentro de la cabeza contrapuntos muy complicados. No había estado nunca tan presente en el cuerpo y en el espíritu.
—¿Cuánto tiempo durará el efecto benéfico del polvo?
La señora Mancini le clavó una mirada maternal sobre el hombro.
—Solo dos meses.
—Si eso que decís es verdad —quiso puntualizar Gaspar—, el cardenal no tardará en calcular cualquier cifra que tengáis en mente para pedírsela por mi rescate. Le bastará ordenar a Carbonelli que tiña algún lingote de plomo. ¿Por qué dejar salir a la luz un secuestro? ¿Y por qué no pedir un intercambio entre yo y Carbonelli?
La señora dejó caer una mirada hacia el viejo, quien asintió.
—Las estrellas —confesó—. Está escrito en las estrellas.
—¿Las estrellas? —dijo Gaspar, levantando los ojos llenos de curiosidad hacia la bóveda blanca.
Doña Mancini se rio delicadamente.
—No esas estrellas, maestro.
—¿Acaso conocéis otras?
—Sí, son estrellas infinitamente más pequeñas —dijo doña Mancini, que se puso de pie y comenzó a caminar alrededor de la silla sobre la que había estado sentada un instante antes—. Soles alrededor de los que rotan los planetas.
—¿Y dónde se encuentra este pequeño universo? —preguntó Gaspar, mostrando más sarcasmo del posible.
La señora reaccionó, contestando de forma rápida y directa.
—Un día lo sabréis, maestro. También esto está escrito en las estrellas cerradas en la materia —dijo. Se sentó de nuevo—. Por ahora no puedo deciros nada más. Y ahora, si no os molesta, pensemos en nuestros intereses comunes.
Gaspar llenó una jarra de vino y dando sorbos se dispuso a escuchar cuanto doña Mancini tuviera que decirle.
—Sería muy grave para el legado si se descubriera que usa para su propia ventaja los procesos del Santo Oficio, alterando el desarrollo legal para secuestrar a los alquimistas, hacerlos prisioneros y enriquecerse con sus prácticas heréticas. Tanto más ahora que Aguilar, el supremo inquisidor de España, está aquí en Bolonia. Será suficiente con poder manipular su miedo. Cuando regreséis a la villa, el alivio os alegrará. Tenéis que confiar en mí —dijo doña Mancini.
—¡En las estrellas! —le corrigió Gaspar.
La mujer se acercó todavía más.
—Hay algo más.
Gaspar frunció el ceño.
—En el plan también está previsto que se os ofrezca esto —dijo. Y le dio una ampolla de cristal con una sustancia líquida muy densa y oscura dentro—. Si os decidierais a beberlo —dijo, poniendo una segunda ampolla en las manos de Gaspar—, antes tendríais que ingerir esta mezcla. Son hierbas que preparan el cuerpo para la asimilación del Oro Potable.
Desde el principio Gaspar puso las manos hacia delante, como si quisiera sujetar aquella pared de argumentos absurdos que le caían encima. Luego, sintiendo curiosidad, agarró la ampolla y la pesó con las manos, como si pudiera deducir el contenido por el peso.
—La medicina —continuó la vieja señora— curará vuestro corazón enfermo, y frenará vuestro envejecimiento. Logrará que seáis más fuerte, más robusto. Hasta el día de vuestra muerte, enfermaréis pocas veces —aseguró. Miró a Gaspar con una mirada sombría—. También a vos, maestro, cuando llegue ese día… os parecerá también a vos que ese día ha llegado demasiado tarde. La medicina os llevará a ser estéril. Es el precio que hay que pagar. No podréis tener hijos, pero ¡qué puede importar eso a un hombre de la Iglesia, pío como vos! En definitiva, puedo solo deciros que beber esta medicina sirve para llorar durante mucho tiempo por haberla bebido. Quizás os resultará difícil creerlo, pero se puede uno incluso cansar de vivir.
Gaspar dejó a un lado las ampollas y le cogió una mano.
—¿Por qué, entonces, no se le da esta medicina a mi rey? No podrá tener hijos pero ¿qué importancia tendría si pudiera vivir para siempre?
—Esto no me está concedido —dijo la señora Mancini, que desafió la mirada afilada de Gaspar—. Esto jamás.
Gaspar entendió que no obtendría nunca explicación sobre este punto y, después de todo, un rey capaz de reinar incluso sobre la muerte no gustaría ni tan solo a él. Bajó la mirada, bebió un sorbo del vino y se atrevió a preguntar:
—¿Habéis grabado vos la frase «anima me liquefacta est» en la cera?
—¿Estaba escrito esto? —preguntó evidentemente sorprendida.
—Sí —respondió Gaspar, ansioso por recibir una respuesta.
—Creo que Magdalena siente debilidad hacia vos —respondió la señora Mancini levantando los hombros.
—Pero me ha dicho que no sabía escribir, ni leer.
—Magdalena se ha visto obligada a mentir en más de una ocasión. No tenéis motivo alguno para reprocharle nada.
Fueron las últimas palabras. La señora Mancini había resuelto su dolorosa obligación. Y como quien ya no tiene nada más que decir, después de haber hecho lo que no hubiera querido jamás, se despidió con una lentitud dolorosa. Se dio la vuelta por última vez, dibujó una cruz en el aire y salió llevándose consigo el escalofrío que la había acompañado.
El viejo la siguió, apoyándose sobre el bastón con ambas manos, arrastrando los pies hinchados, envueltos en varias capas de medias de lana gruesa. La boquilla ya no estaba.
Se quedó solo el molinero, quien hizo notar su presencia con un ligero golpe de tos.
—Venid, maestro, os indico el camino.
Gaspar lo siguió sin hacerle más preguntas.
Cruzaron los laberintos de madera. Volcanes de harina, ríos de harina, altas cascadas de harina.
—Así que estamos de verdad en el molino —gritó Gaspar.
—Sí —contestó a su vez el molinero levantando la voz. Tras esto no añadió nada más, porque el sonido de la gigantesca rueda sepultaba sus palabras.
Caminaron mucho antes de llegar a un ambiente silencioso, donde el chirrido de la rueda quedaba casi agradablemente de fondo.
El molinero se acercó a una puerta y empuñó una manilla. Miró a Gaspar, y después de haberle infundido el ánimo justo, abrió.
Gaspar no podía creer lo que veían sus ojos. Se encontraba paralizado por la alegría que sentía. Se quedó boquiabierto. Intentaba respirar profundamente. Se llevó los brazos hacia atrás, entrecruzando los dedos, y allí apoyó la nuca, como si hubiera montado una hamaca para la cabeza. Delante tenía un espectáculo que no se esperaba. Lo miró con tanta intensidad que los ojos se quedaron abiertos de par en par, inmóviles, con las pupilas totalmente dilatadas ante aquel espectáculo inverosímil en el que se reflejaban laúdes, guitarras, violas con apoyos y violines, tambores y todo lo que podía ser necesario para que toda una ciudad tocara.
—Os lo ruego maestro, entrad —dijo el molinero muy complacido y orgulloso por la reacción que estaba manifestando Gaspar—. Dentro de no mucho, como cada noche, llegarán amigos con los que tocar. Os divertiréis, estoy seguro de ello. He mandado preparar para vosotros mi mejor guitarra. Es del ilustre luthier Voboam. ¿Habéis tocado alguna vez una? —La levantó y la cogió como si fuera un fusil, guiñando los ojos sobre la paleta para controlar a la perfección el mango—. Tiene unas teclas nuevas, así como cuerdas —explicó. Y se la ofreció—. No tendréis que hacer otra cosa que tocarla. Yo tengo que regresar al trabajo pronto, pero me sentiría honrado si pudiera escucharos después, y quizás, si no os parezco muy presuntuoso, poder tocar junto a vos…
—¿Qué instrumento tocáis?, le preguntó Gaspar.
El molinero abrió lo que podía parecer el estuche de un laúd en miniatura. Extrajo el instrumento, punteó algunas notas y tímidamente respondió:
—La mandolina.