V

Nueces. ¿Las ha comprado el maestro Sanz? —dijo el legado, hablando cansado y respirando profundamente.

Magdalena dijo otra vez que sí, para añadir:

—Me pidió que le acompañara al mercado a primera hora de esta mañana. Quería ver la llegada de los puestos, ver a los primeros comerciantes llegar, el montaje del mercado…

—Así que lo acompañaste —terminó por deducir el cardenal, mientras capturaba pequeños anillos de humo blanco con la nariz para saborear una nueva calidad de tabaco.

—Estábamos regresando a casa cuando nos asaltaron dos hombres encapuchados… Pensé que se querían aprovechar de mí, pero ni siquiera me miraron a la cara, Vuestra Excelencia. Se tiraron sobre el padre Sanz como si fueran dos cuervos sobre las cabras muertas. Lo atontaron y se lo llevaron, ordenándome que os dijera que muy pronto darían señales de vida. «Dile al legado que si quiere al sacerdote tendrá que pagar trescientos ducados, tendrá que hacer como le digamos. ¡Dile que ya le contactaremos!», me dijo uno. Yo inmediatamente me puse a gritar pidiendo ayuda. La gente salió corriendo. Muchos vieron lo que ocurría pero cuando llegaron del padre Sanz no quedaba ni rastro. Así que me vine aquí corriendo. No sé nada más, Vuestra Excelencia. Os ruego que perdonéis a esta humilde sierva.

Parecía que le habían agujereado los pulmones. Jadeaba miedo de verdad y tenía un motivo: el cardenal no concedía miradas tranquilizadoras.

Por suerte, llorar cuando quería le salía bastante bien. Le bastaba recordar una entre las numerosas vivencias desafortunadas de su corto pasado.

—Puedes marcharte —ordenó Arcangelo, traduciendo en palabras las miradas del cardenal.

La frente de Magdalena se apretaba contra el mármol. Una huella de sudor frío se quedó entre los pies de Arcangelo mientras ella tenía ya la escalinata alta detrás y bajaba hacia el dormitorio de la servidumbre, en la planta baja del edificio.

Ravelli y Arcangelo se buscaron recíprocamente con los ojos, rastreando una opinión.

—¿Quién asignó a esta joven a las estancias del guitarrista? —preguntó el cardenal.

—Yo.

—¿Por qué?

—El español llegó antes de lo previsto. Y en ese momento no había otros siervos. Vi a Magdalena que rezaba en una esquina, así que le encargué que llevara agua caliente al baño de los alojamientos del padre Sanz. La joven lleva aquí poco tiempo pero siempre se ha comportado muy bien.

El eco de sus susurros agitaba el ambiente de la enorme sala de mármol.

—Entonces estás diciendo que la joven no miente…

—Me parecía sincera. Tendremos que informar de lo ocurrido al tribunal arzobispal.

Ravelli sacó la boquilla de entre los dientes amarillentos y aspiró humo con palabras.

—¡Sería una locura!

—De este asunto se ocuparán también las autoridades españolas.

—¿Tú crees que la elección del momento para secuestrar al padre Sanz es casual? ¿No crees quizás que algo tenga que ver con la llegada del padre Aguilar?

—El padre Sanz podría haber sido secuestrado por los mismos bandidos que han matado al guardia francés esta noche. No sabría qué pensar. Deberíais consultar con Roma antes de decidir qué hacer.

Arcangelo se agachó, y se quedó en aquella posición mientras caminaba hacia atrás hasta confundirse en la sombra.