IV

Era muy temprano en toda Bolonia, menos en el mercado, donde los vendedores estaban ya cansados de gritar para llamar la atención de las mujeres que solían llegar ponto para asegurarse la mejor vitualla. Había quien vendía capullos de seda y quien vendía la seda ya trabajada, tanto en hilos como en forma de tejidos, sobre todo velos, de gran belleza y elaborados. Y luego las manufacturas obtenidas del cáñamo, que allí en Bolonia se cultivaba y se maceraba para luego obtener fibras con las que producir cualquier cosa, aunque principalmente tela y gasas.

Aquella mañana había quien también exponía una calidad de cáñamo diferente, obtenido con semillas provenientes de la Nueva España y de las Antillas.

—No es suficientemente fibrosa y no es apta para los tejidos —explicaba un cultivador a sus clientes—, pero si se cultiva en zonas muy soleadas produce una gran cantidad de flores y de resina que se pueden fumar, o bien poner en agua hirviente para obtener una tisana capaz de curar el insomnio, la falta de apetito y otras molestias, además de favorecer el placer de la compañía y amplificar el gusto en todas sus formas.

El cultivador lograba grandes beneficios con este cáñamo, que vendía a un precio caro, incluso las semillas.

Abundaban también los frutos de la tierra, porque los campesinos habían vuelto a acercarse al mercado de la ciudad desde hacía un tiempo para comercializar los sobrantes y satisfacer las necesidades de abastecimiento de los ciudadanos, que con el paso de los años eran cada vez mayores y provocaba una subida de precios. De cualquier forma, a pesar de las apariencias, muchos de los mercaderes ganaban bien y entablaban incluso relaciones comerciales con algunos vendedores ambulantes, quienes después de haber comprado de ellos al por mayor, lograban distribuir las mercancías por todas partes, en las zonas cercanas a las ciudades, por las zonas montañosas o incluso mucho más lejos, fuera de Italia.

Magdalena se había escondido entre las nueces y apareció de repente para asustar a Gaspar. Jugaba. Estaba feliz. Cogió una nuez y jugó con ella, observando atentamente los detalles. Acariciaba con los labios la punta entre las dos mitades de la cáscara, y clavaba el ojo en el entramado de hendiduras muy parecidas a la madera. Sujetó dos en una mano y, ayudándose con la otra, apretó hasta romper la nuez más frágil.

—¿Ves?

Él sopló entre los labios como un ventrílocuo.

—No me tutees. E intenta calmarte, nos están observando. ¿Qué es lo que tendría que ver?

—La nuez. Ves, es como una cabeza humana en miniatura, ¿ves? La cáscara tiene las marcas del cráneo, y dentro el fruto es igual al cerebro. Hay incluso una membrana fina que lo cubre, como las meninges, ¿ves?

—Veo. ¿Pero quién te cuenta todas esas historias?

—La nuez es buena para el cerebro, para los dolores de cabeza, para los vértigos, para los mareos, y para muchas otras cosas que se nos pasan por la cabeza.

El dueño del puesto controlaba atentamente a quien, como Magdalena, se divertía a comer la mercancía sin comprar.

—¿Necesitan nueces? —preguntó. Obviamente quedaba entendido un «si no es así, marchaos».

—¡Sí! —respondió Gaspar.

—¿Cuántas quieren?

—Ocupaos vos.

Después de unos instantes el peso fue resbalando a lo largo del asta de una balanza asimétrica de la que colgaba un plato colmado de nueces. El mercader encontró el punto de equilibrio con pocos intentos expertos.

Cogió el envoltorio, pagaron y se dirigieron hacia la residencia de Ravelli, mientras el sol llenaba el cielo y soplaba el típico aire caliente que, desde principios de diciembre, había comenzado a esparcir por todas partes una atmósfera irreal.

—Durante todo este mes los vendedores de madera llegan a la ciudad, gritan inútilmente a las ventanas y por la noche se marchan con los carros cargados —dijo Magdalena.

Pero Gaspar tenía la atención situada en otro lugar.

—¡Mira! —indicó—. Al fondo de la calle. Hay un moro que viene hacia nosotros con los brazos abiertos.

Magdalena comenzó a reír.

—Ese con la túnica blanca y el turbante en la cabeza es el molinero.

El hombre se detuvo y se colocó la túnica, moviendo rápidamente las manos y levantando una nube de harina.

—Vos sois el molinero —dijo Gaspar con la voz rota, mientras tiraban bruscamente de él hacia un callejón.

—Venid conmigo, pero es mejor que no nos vean. Magdalena, ¡tú quédate aquí! Ya sabes lo que tienes que hacer.

El molinero abrió una pequeña puerta oscura y empujó dentro a Gaspar, hacia abajo por una escalera de madera con escalones bajos y en malas condiciones, hasta un trastero que olía a humedad y vino.

Tenía pinta de ser el típico lugar donde se encuentran los borrachos por la noche, pero el ambiente soterrado era acogedor por los numerosos barriles de roble para el vino y una chimenea apagada y limpia que embellecía la pared frontal. A un lado de la chimenea brillaba un extraño objeto.

—Espero que estas maneras tengan un motivo de ser —protestó Gaspar, colocándose la túnica y arreglándose el pelo.

—Creedme padre, hay más de un motivo.

Gaspar respiró profundamente mientras miraba a su alrededor.

—Si podéis hacer que obtenga aquello para lo que he venido hasta aquí, estáis perdonado. ¿Eso qué es?

—¡Un alambique para destilar el alcohol! —dijo el molinero—. Con caldera esférica, calentamiento al baño María, columna para destilar en tubo de cobre e intercambiadores cruzados con serpentina de ocho espirales…

—Sí, sí, eso lo entiendo —le detuvo bruscamente Gaspar.

El molinero entonces se sonrojó.

—Perdonadme. Tiendo a dar demasiado peso a las cosas que en absoluto lo tienen —dijo. E invitó a Gaspar a sentarse. Le dio la vuelta a dos vasos, los llenó con vino destilado del barril más pequeño y propuso un brindis.

—No, gracias, no bebo.

—Estáis demasiado tenso, maestro Sanz. Demasiado circunspecto y desconfiando. Así sospecharán de vos. Tenéis la pinta de quien está tramando algo. Os graparán los ojos a las túnicas, admitiendo que no lo hayan hecho ya. Los hombres del cardenal no son alegres, tenéis que saberlo, así que pensemos ahora que la ciudad está llena de esbirros del español. Parece que han matado a uno esta noche, en el río. ¿Lo sabíais?

—No —respondió Gaspar, logrando mantener la mirada inmóvil ante el molinero.

—Claro, cómo podíais saberlo —dijo extendiendo el cuello y poniéndose de pie rápidamente—. De todos modos, esto significa que Aguilar está muy cerca de Bolonia a estas alturas. Pero bebed, os lo ruego.

En la esperanza de restablecer un clima cordial, Gaspar aceptó y bebió pequeños sorbos torciendo la nariz.

El molinero lo miró satisfecho, haciendo lentos asentimientos con la cabeza.

—Algo tiene que haberles impedido ir hasta el molino esta noche.

—Un inconveniente, lo lamento.

—Ahora estamos obligados a actuar sin poder explicaros el plan. ¿Os fiáis de mí?

—¿Debería? —dijo Gaspar.

El molinero se apresuró a vaciar el vaso y chasqueó la lengua contra el paladar.

—El asunto es arriesgado, pero sencillo. Todos queremos combatir nuestra propia causa. Y nuestras causas, si bien diferentes, en este momento coinciden y dependen una de la otra. Pero antes…

Le ofreció un rollo que llevaba en la parte superior el sello de la Capilla Real de España.

Eran pocas líneas trazadas con una mano imprecisa:

Querido Gaspar:

Ten confianza plena en el molinero, es nuestro enlace con el maestro Carbonelli.

Solo él puede salvar España.

Y solo tú puedes salvar a Carbonelli.

Te abrazo con mucho cariño.

Que Dios esté contigo.

E. O.

—Me la entregó don Eduardo Ortega personalmente, en Madrid —dijo el molinero—. Ahora es mejor que la queméis.

Gaspar no apartó inmediatamente los ojos de la hoja y estuvo observando la caligrafía de don Eduardo, que se mostraba temblorosa por la emoción.

—Tenemos que ser extremadamente prudentes —siguió el molinero—. El Santo Oficio es un hombre negro con el tizón constantemente entre las manos, no escatima en medios cuando se trata de sonsacar la verdad, comience o no con mayúscula, y ama torturar a uno para poder quemar a cien.

—Decidme, ¿cuál es el plan?

—Dentro de poco os veréis con Donna Mancini.

—¿Quién es?

—La mujer del maestro Carbonelli, aquel que posee lo que habéis venido a buscar.

—No pensaba que fuera tan fácil.

—No lo es —dijo el molinero alisando el rostro con una sonrisa maliciosa—. Los Confortadores van detrás de nosotros.

—¿Habláis de la hermandad que conforta a los condenados por la Inquisición?

El molinero se quedó impasible y no hizo nada para borrar el asombro del rostro de Gaspar.

—Justamente de ellos —dijo.

—Temer a quien conforta a los que sufren parece una paradoja.

—Puede ser que hasta ahora haya sido así, maestro.

—¿No me está concedido saber nada más?

—Sí, claro, pero no ahora —dijo. Y como si quisiera tener los labios de Gaspar ocupados en otra cosa, el molinero intentó servirle más vino.

—No, gracias —dijo Gaspar, levantando el vaso para poner derecha la botella. Tengo que regresar donde está el legado. Es plena mañana, no me parece que sea oportuno presentarme borracho.

—El plan no prevé que regreséis inmediatamente a la residencia de Ravelli.

—¿Y qué tiene previsto?

El molinero tragó de una vez otro vaso y se apartó.

—No tenéis que hacer otra cosa que quemar la carta que tenéis en la mano.

Mientras la carta se convertía en cenizas en sus manos, Gaspar sintió por primera vez el verdadero olor del peligro. Fue un momento. Pero valió un ciclo completo de mutaciones interiores, de revoluciones espirituales.

Luego sintió que se mareaba.

Quizás era solo consecuencia del atontamiento del vino… Quizás. Gaspar logró mascullar unas palabras.

—¿Por qué? —dijo. Y luego cayó entre las dos enormes manos enharinadas.