III

A la noche siguiente, Gaspar y Magdalena dejaron la mansión de Ravelli para el tan esperado y urgente encuentro con el molinero.

Corrían por las calles más oscuras de Bolonia, aquellas inaccesibles a la luna, impregnadas con un olor insoportable. Corrían prestando atención en no dejarse ver, y sobre todo en evitar los cubos de orina caliente que en cualquier momento podían caer por encima de sus cabezas desde lo alto de las ventanas. Corrían como ratas, veloces, deslizándose por el borde de las casas.

Gaspar seguía el propio brazo, tendido en la oscuridad, tirado con fuerza por Magdalena.

—No llegaré vivo si no nos detenemos un momento para recuperar el aliento.

Magdalena se detuvo, bajando el ritmo, y llevó el dedo índice sobre la nariz para tapar también una bonita sonrisa, invitándolo a callar. Su pecho abría el paso y detrás Gaspar se veía abordado por un perfume sencillo y bueno.

Su corazón, para el corazón que era, latía ya demasiado rápido antes de aquella carrera nocturna por los meandros de la pobreza boloñesa.

—Paremos un momento —suplicó.

Magdalena tuvo piedad y consintió detenerse en una pequeña entrada. Nadie les había visto, si bien eran fáciles presas, débiles clandestinos en la oscuridad.

—Antes no podíamos detenernos —dijo jadeando.

Gaspar había ya dejado de tomar aliento y se quedó paralizado, escuchándose el corazón con la mano, al sentir un latido tranquilo y regular.

—¿Qué sabes de Arcangelo?

—Que es un gordo —dijo Magdalena entre risas.

—¿Por qué hablas así de él? Es el mejor cantante que yo haya podido escuchar.

—Dicen que es el hijo del legado —susurró Magdalena—. Se dice que lo hizo castrar para no permitir una descendencia maldita. O para hacer con él lo que creía justo tener que hacerse a sí mismo. Para castigarse por el pecado cometido, ¿entiendes? Pero yo creo que todo eso son habladurías.

Un cubo desde arriba golpeó la calle originando un charco humeante y maloliente.

—Esa tablilla de cera que has dejado encima de mi ropa… ¿tú sabes escribir?

—¿Por qué me lo preguntas? ¡Claro que no! Nací en la rueda de los expósitos. ¡He crecido en el orfanato de los bastardos de Bolonia! Una sierva no necesita leer.

—¿Por qué? Todos deberían saber escribir y quizás también leer.

—Gaspar, si los siervos supieran leer ni siquiera Inocencio XII podría tener uno. Nosotros metemos las manos por todas partes, ¿sabes?, y pasamos los ojos donde pasamos los trapos.

—Entonces, ¿no son tus iniciales las que están en la tablilla de cera?

—No. Solo me pidieron que te la entregara —protestó, cansada—. Me enseñaron para ayudarte. No sé nada. Y no tengas prisa, estamos llegando. Ahora lo entenderás, en el molino. Allí encontrarás a quien sabrá responder a tus preguntas.

Fuera del centro habitado, más allá de las murallas, las nubes abrieron un espacio a la luz de la luna mientras los rumores de la ciudad se empujaban lentamente y las notas de la naturaleza se transformaban en algo cada vez más ensordecedor.

Versos desconocidos, sonidos tenebrosos, rapaces en los árboles. Criaturas invisibles que se arrastraban bajo sus pies, palpando lo desconocido. El lento discurrir de un río.

Gaspar escuchó todavía la oscuridad. Su oído era como un instrumento capaz de percibir la mínima discordancia, entrenado para la perfecta entonación. Oído absoluto, inundado por las dobleces de la noche y por los rumores poco naturales.

De un tirón recuperó hacia atrás su brazo, obligando a Magdalena a frenar bruscamente.

Se agacharon sobre la hierba.

El corazón le latía fuerte y le retumbaba en la sien.

—Hay alguien —dijo. Había escuchado los pasos y una voz seca y nasal, inconfundiblemente francesa. Le había parecido también reconocer el ruido de un metal que chirriaba, y el resplandor que veía a través de la hierba, mientras estaba agachado con la cabeza aplastada contra el suelo, demostraban claramente que tenía razón. Había un hombre armado. Quizás un bandido, un guardia o un esbirro de la obispo. Difícil decirlo.

Los pasos llegaron tan cerca que Gaspar pudo sentir la peste de estiércol de sus botas.

—Hombres a caballo —susurró Magdalena, refiriéndose a los típicos resoplidos de los animales que llegaban de no muy lejos.

Temblaba de miedo.

Los pasos llegaron a un palmo. El francés comenzó a cantar sin gracia alguna. Le hubiera gustado disolverse en el aire cuando vieron por el rabillo del ojo un miembro asomarse por los calzones sucios de aquel hombre y disponerse precisamente a la evacuación justo sobre sus cabezas.

El caballo se encontraba distante, como también el fuego que crepitaba.

Madera mojada recogida en los alrededores.

Seguramente había otros esbirros a un centenar de pasos.

Un sacerdote y una joven sirvienta del cardenal Ravelli, de noche entre los matorrales, sobre la orilla del río, era materia de foro arzobispal, pecado de fustigación con la cuerda, de reclusión. Para tomar la decisión de lo que tenían que hacer, Gaspar no necesitó pensar. Se santiguó y agarró las botas del esbirro a la altura de los talones. Tiró con decisión hacia sí mismo. Los pies del francés que caía sobre la espalda le rozaron las mejillas.

Un golpe seco. Silencio. Animales nocturnos, resoplidos de caballos.

Magdalena yacía acurrucada en su terror, con los codos sobre las rodillas.

En un instante Gaspar estuvo sobre el gendarme, que todavía orinaba mientras moría. Se había herido la cabeza contra una piedra puntiaguda mientras caía. Sobre la cara dirigida hacia el cielo aparecía dibujada una expresión interrogativa. Parecía a punto de preguntar a las estrellas veladas ¿Qué es lo que me ocurre? ¿Habéis visto algo desde allá arriba?

Tenía dos pequeñas lunas redondas reflejadas en los ojos abiertos de par en par.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó afónico Gaspar. Y se detuvo para escuchar con las manos entre su pelo. A un centenar de pasos, quizás más, escuchó una voz que gritaba.

—¡Antoine! ¡Antoine!

Quedaba poco tiempo para pensar. Gaspar cogió al hombre y lo arrastró hacia el río, ayudado por las nubes que volvían a cubrir la luna.

El mundo de las tinieblas se despedía de un nuevo asesino.

Le quitaron los vestidos al esbirro, con pocos y decididos tirones, para disimular la acción de los bandoleros violentos y lo empujaron hasta el agua.

—¡Rápido, fuera! —dijo Gaspar.

—Hacia la orilla —sugirió Magdalena.

Extrañamente, el corazón de Gaspar no se detuvo. Es más, justo cuando había pensado que moriría por la excitación, lo sentía latir con la regularidad de los mejores percusionistas españoles. Así, en la carrera alocada, cargando con las armas que había sustraído al hombre que acababa de matar, Gaspar soltaba lágrimas no de arrepentimiento, sino de alegría: había música en su pecho.

Magdalena le seguía con dificultad, llevando bien aferrado el vestido del esbirro.

No lejos, detrás de ellos, alguien levantaba la voz y daba la alarma.

—No vayamos hacia el molino, es demasiado arriesgado —dijo Gaspar, deteniéndose para recuperar el aliento, apoyado sobre las rodillas.

—Los subterráneos de la residencia del legado tienen largos conductos de aireación —dijo Magdalena—. Conozco una acequia que llega hasta el río.

—Entonces vamos —respondió Gaspar.

La apertura que se adentraba hacia el canal se encontraba escondida entre las ramas, en un punto sin orilla del río.

Magdalena entró la primera.

Después de haber arrojado la ropa y las armas del esbirro, también Gaspar se dejó llevar por los líquidos mefíticos del canal.

Una vez dentro, permanecieron en silencio durante un tiempo, en espera de que pasara el miedo y que la vista se adaptara a la oscuridad. Luego Magdalena hizo un hatillo con la ropa y las armas del esbirro y lo escondió en una esquina.

—¡Y… sorpresa! —exclamó un instante después, dando fuego a una antorcha.

Las pupilas de Gaspar se cerraron al instante.

Sus sombras aparecían como manchas sobre la pared.

—¿Dónde la has encontrado?

—Estaba allí —dijo Magdalena, indicando la esquina donde había colocado la ropa del esbirro—. Había también una hogaza de pan. Y entre la ropa he encontrado esto.

Se detuvieron bien derechos bajo la bola de luz creada por la antorcha. Pero Gaspar no logró leer ni siquiera una línea de la hoja arrugada que le había dado Magdalena.

La miraba. Un sacerdote no debería pensar.

El caso es que uno no se convierte en sacerdote porque lo desea. Se convierte en sacerdote y ya está. Para tener más certezas de seguir viviendo, pero es la garantía de una sola vida. Tres comidas al día, la posibilidad de dedicarse al estudio y de no ir tirando como bestias de carga y de reproducción para luego morir a la edad de treinta años.

Se estaba enamorando. Y, ¿qué es lo que puso Dios después del amor? La reproducción. La generación. El fulcro del universo. El centro en el que convergen sus infinitas voluntades.

La muerte es silencio. El silencio de los hijos que un sacerdote no tiene.

Por primera vez, Gaspar sentía que vivía dentro. No como Gaspar Sanz, sino como un hombre, un ser humano, criatura del Creador, animal. Un alma que hierve dentro, que se deja sentir, vive, invade, calienta y hiela.

Un alma.

No le había ocurrido antes.

Algo que se mueve y produce sonido. Gaspar reconocía así la vida.

Si un sacerdote piensa, termina concluyendo que la Iglesia a la que pertenece le parece claramente un inmenso desastre, donde miles de hombres y mujeres renuncian a la procreación, desencajando el engranaje universal cargado por la mano divina, llamándose fuera del giro vital. Las iglesias son silenciosas y oscuras. Y, cuando no lo son, suenan del canto de hombres castrados, también estos incapaces de dar la propia contribución a Dios y de colaborar con la tierra para generar la vida.

Porque la rueda de la vida, cuando gira, hace el mismo ruido en cualquier parte del cosmos.

—He notado algo —dijo Gaspar, mirando hacia el fondo de la galería.

Magdalena iluminó delante de ella, y dijo:

—Yo no escucho nada.

—Acércame la antorcha —dijo Gaspar, desenrollando un folio—. Es un salvoconducto del supremo inquisidor español, el cardenal Aguilar. Esos eran seguramente miembros de la guardia de avanzadilla. Significa que Aguilar está a punto de llegar a Bolonia escoltado por los franceses. Por lo tanto el pérfido Aguilar está tramando algo con Francia. Esto me da cierto alivio, querida. A la certeza de ir al infierno se ha unido aquella de no ir en vano.

Conservó el salvoconducto en un bolsito de piel que llevaba colgando del cuello, bajo la túnica, y se dio la vuelta para analizar la oscuridad.

—De nuevo, ¿lo has escuchado?

—¡Gaspar! —Magdalena alargó el brazo que tenía la antorcha—. ¿Los ves?

Él los vio disolverse en imágenes distorsionadas sobre los ríos de grasa quemada y luego marcharse como espectros en la penumbra. Perros. Los dientes brillantes de dos perros negros, babosos, peludos, que rugían amenazas de muerte muy creíbles. Las bestias estaban atadas con una enorme cadena que jugaba dentro de dos anillos macizos clavados en la pared. Hierro dentro de hierro que producía un sonido amplificado por el resplandor y por el miedo.

Los perros tiraban hacia la carne fresca. Cuatro ojos feroces mandaban el fuego de la antorcha.

—Por aquí no se pasa —dijo Magdalena, tirando de él por la túnica, hacia atrás.

—He matado a un hombre. Podría incluso disparar a un perro —respondió él.

—Volvamos atrás, Gaspar. No creo que el otro esbirro nos haya seguido. Estás completamente loco si quieres disparar aquí dentro, nos escucharán. Además, mañana encontrarán a los perros muertos y… —abrió la boca—. ¿Y si no sabes disparar? Vayamos al molino de la secta. Está cerca. Verás, allí estaremos en un lugar seguro.

Realizaron el recorrido en la dirección opuesta. El canal parecía más corto. Cuando llegaron a la apertura, se dejaron caer al río.

La corriente era dócil. Tiraron hacia arriba sus ropas y comenzaron a abrirse camino hasta la orilla a través del agua helada. Llegaron sin haberla visto, siguiendo la excitación. Luego recorrieron el camino hasta el molino de la secta.

Se adentraron, furtivos como mujercitas, en un almacén de capullos de gusanos de seda. Había por todas partes: por el suelo, sobre las esteras, y también en las estanterías. Enormes larvas hambrientas ocupadas en masticar sin parar las hojas de la morera, generando un crujido insistente, parecido al del río. Capullos destinados de todos modos a la metamorfosis para mudar, si no era en mariposas, sí en trajes brillantes.

Aquí se procuraron con facilidad madera seca y otras cosas que podían quemar. Y sin decir una palabra, dejando hablar a las miradas, se quitaron de encima la ropa mojada. Se quedó solo la noche para cubrirles hasta que el fuego se encendió y la luz fue a jugar un poco con sus sombras.

—Tenemos que cambiar el encuentro con el molinero —dijo Gaspar—. Tendrás que verlo de nuevo y tomar acuerdos para otra ocasión.

—No es necesario —dijo Magdalena—. El molinero había previsto que pudiera ocurrir algún imprevisto esta noche y me dejó instrucciones de lo que teníamos que hacer eventualmente. Mañana tendrás que dar un largo paseo para corroborar las ideas, y me pedirás que sea tu guía. Todos quieren ver el mercado cuando vienen a Bolonia.

Gaspar, sin hablar, asintió y le hizo una caricia. Su mano desapareció entre el pelo suelto de Magdalena, demasiado cerca del fuego, con la llama tan viva. Ella se levantó, cubriéndose con los brazos y puso la ropa a secar.

—Con este fuego no tardarán mucho —dijo.

Luego se abrazaron, y en la noche en la que se había convertido en un asesino, Gaspar se convirtió también en un hombre.