El viento era fuerte y templado. Gaspar Sanz, gran guitarrista y compositor, músico insigne de la Capilla Real de España, se agarró la capa sobre los hombros y colocó un pico bajo la correa del asa del zurrón. Además del camino, veía pocas casas a lo lejos, esparcidas sobre el terreno como pequeñas piedras de forma regular. Sentía el humo de los caminos que, llevado por un insólito siroco, llegaba intenso y sabía a madera mojada.
La última de las numerosas carrozas, al final de un largo viaje desde Madrid a Bolonia, le había dejado fuera de las murallas de la importante ciudad pontificia. Así, contrariado y bajo el peso de un cuerpo cansado, se apresuraba a llegar a ella.
El fango, la tierra y el estiércol le penetraban por las botas, pero no se daba cuenta ni siquiera porque su mente estaba concentrada en un único pensamiento. Adelantó las manos de la chaqueta, estrecha en los puños rígidos, abrazó el instrumento, lo apretó fuertemente contra su pecho (donde quizás estaba latiendo un corazón enfermo), y se empujó más allá de la barrera del viento y la oscuridad, hacia los colores, sin demasiada atención desde las primeras luces del alba, al encuentro de los olores emanados por la ciudad que se despertaba.
Respiró. A estas alturas se encontraba cerca de su horizonte.
Cambió el ritmo de los pasos.
Un hombre grueso y melancólico le abrió el portón con un gran esfuerzo. La luz indecisa de la vela que tenía en la mano no lograba captar el rostro de Gaspar fuera de la penumbra. Se iluminaba con dificultad a sí mismo, y un poco de aquella mirada apagada que desubicaba al extraño.
—Soy el padre Sanz —dijo apoyando la guitarra sobre un escalón y colocándose mejor la bandolera sobre el hombro para lograr ofrecer la mano.
—¡Oh, maestro Sanz! —exclamó el hombre, apresurándose a dejarle entrar.
Si no hubiera estado todavía allí delante, si no hubiera percibido su aliento pesado persistir en el aire húmedo de la entrada, Gaspar habría creído que había sido recibido por un niño. El hombre que le estaba llevando dentro de la mansión Ravelli era grueso, glabro y pálido, con modales un poco afeminados. Un castrado, pensó Gaspar.
Después de dar unos pocos pasos, el hombre se dio la vuelta y meciéndose sobre sí mismo dijo:
—Esperad aquí, padre.
Gaspar se lo agradeció y esperó.
Afuera, detrás de él, el viento llevaba el sonido de las campanas que anunciaban el comienzo de un nuevo día. Y olor a fuego, a pan caliente, a tierra todavía cargada por el agua que había caído la noche anterior.
Dejó que los ojos se acostumbraran al pequeño jardín cubierto, donde una multitud bien ordenada de plantas desconocidas dirigían ya las ramas sedientas de luz hacia las enormes cristaleras altas.
El día era cada vez más intenso y empujaba lentamente hacia atrás a la penumbra, obligándola a subir sobre dos enormes escalinatas que tenían ríos de agua limpia en lugar de corre manos.
En el centro del jardín había un lago triangular perfectamente insertado bajo un pórtico circular. Y precisamente en ese momento, a Gaspar le pareció ver las columnas que se despertaban, se vestían de su blanco y volvían a sujetar el porticado.
Alguien lo llamó desde arriba.
—¡Maestro!
Era una mancha negra en la cima de la escalinata. No había aparecido como algo que llegaba, sino como una parte de la oscuridad que permanecía, como un punto en el que no había comenzado el día y seguía siendo de noche.
Gaspar subió los escalones de dos en dos y se dejó caer a sus pies.
—¡Eminencia! ¡Alabado sea Dios! —exclamó mientras le agarraba la mano y le besaba el anillo, rindiéndole el mérito de su humilde existencia, que era digna por haber vivido solo de la benevolencia suya y, naturalmente, de la contemplación de la armonía divina.
—Maestro Gaspar Sanz, bienvenido. La armonía divina es el motivo por el que os encontráis aquí.
Gaspar no entendía, y se notaba. Tenía otros motivos en su mente. Pero por suerte el cardenal Ravelli, legado pontificio de Bolonia, era cordial y se presentaba con el aire sencillo de un genuino amante de la buena música, contento de recibir a un músico en su casa.
Mantuvo a Gaspar agarrado durante un tiempo de su mano.
—Ahora levantaos. Tenéis que estar agotado.
—Lo estoy.
—Bien, a ver… —dijo ignorando el cansancio real de Gaspar—, si fuera posible capturar vuestra música y cerrarla en una caja…
Unió las manos detrás de la espalda y comenzó a caminar.
—Si existiera todavía una caja capaz de conservar vuestra armonía, que me dicen que es tan divina… si la música pudiera escucharse una y otra vez por puro gusto, abriendo y cerrando la tapa, vos podríais haberos quedado en Madrid y vuestra música se habría quedado aquí, aún sin vos.
—Eminencia, espero que todavía no se haya creado nada parecido. Podría morir.
El legado se detuvo, ofreciéndole una mirada baja y tensa, y una sonrisa ambigua sobre la que Gaspar dejó caer palabras más claras.
—Me robaría el pan, me escucharían solo una vez, de forma infinita. Pero me arrojarían inmediatamente después de la mejor ejecución en vez de premiarme, como yo lo considero justo, e invitarme a tocar todavía la misma música pero cada vez diferente.
—No tengáis miedo, maestro Sanz. No existirá nunca una caja capaz de contener la música.
—Lo tomo con alivio, eminencia.
Gaspar alargó el paso y siguió al cardenal mirando a su alrededor. Su corazón pareció dejar de latir, se detuvo; luego dio algunas punzadas antes de retomar con un ritmo regular. Una fuerte emoción, una noche insomne, el cansancio tras un largo viaje… Solo una de estas cosas habría bastado para procurarle una descomposición amenazadora en el pecho. Y aquella mañana se verificaban las tres a la vez.
El cardenal lo miró mientras parecía que estaba a punto de desmayarse, y encendió la primera pipa del día.
—Agradecería tener el placer de vuestra compañía —dijo—. Esta noche, para cenar —y le dio la espalda para observar el sol a través de las ventanas—. La verdad es que este mes de diciembre es de verdad muy raro, ¿no os parece?
—El más raro que haya podido ver —respondió Gaspar para seguirle la corriente.
—Os esperaré en el jardín —concluyó el cardenal. Y desapareció, dejando una nube de humo en su lugar.
Gaspar escuchó un temblor detrás suya, como el estornudo de un ángel, y se dio la vuelta. El castrado que le había recibido poco tiempo antes le indicaba la puerta.
—Vuestro alojamiento, padre Sanz. Aquí podréis tocar a cualquier hora sin molestar a nadie o ser escuchado. Esta torre —miró hacia arriba— ha sido dispuesta para el alojamiento de los músicos.
—¿Han llegado ya? —preguntó Gaspar, entrando y dejando caer su equipaje.
El castrado se acercó a él y se inclinó todo lo que pudo, lo que no fue mucho.
—Sois el primero —respondió—. Es un inmenso placer. Yo me llamo Arcangelo.
—Vos sois un cantante —dijo Gaspar, intercambiando la reverencia.
—Oh, juzgáis mi aspecto. Pero yo soy uno de los numerosos renegados del bel canto cuando ya es demasiado tarde para dar marcha atrás. Como todos, fui castrado mucho tiempo antes de poder entender que son pocos, una pequeña minoría en realidad, aquellos que logran destacar en este arte, y que el resto, la mayor parte, estamos destinados a permanecer en las filas de los coros de las parroquias o a servir a la Iglesia, como yo.
—No es difícil para mí entender que no sois sincero.
Arcangelo comenzó a jugar con una esquina de la camisa, demostrando un comportamiento muy infantil.
—¿Qué queréis decir, padre?
—Sé cómo funcionan las cosas, especialmente aquí, en el Estado de la Iglesia. Pero también sé reconocer una voz preparada para el canto. Y la vuestra no puede hacer otra cosa que cantar, incluso cuando habláis. Antes os he escuchado toser e incluso así teníais un buen tono.
—¿Pero qué estáis diciendo?
Arcangelo corrió para esconder su timidez detrás de las cortinas, y se rio del hecho de que los castrados eran todos gordos como él. Luego apartó las cortinas de repente con un único gesto teatral, realizando una vuelta sobre sí mismo. Estaba feliz, como si acabara de hacer que apareciera por arte de magia el cuarto.
—¡Aquí está! El fuego está apagado ahora, pero en cuanto regrese el invierno lo encenderemos.
—Gracias, Arcangelo. Ahora quiero descansar.
—Os entiendo. Si yo hubiera tenido que realizar un viaje tan largo estaría agotado. Naves, carrozas y tabernas no están hechas para mí.
—Ni siquiera para mí, os lo aseguro.
Arcangelo caminaba como un pato mareado.
—Si necesitáis algo solo tenéis que llamar, padre. Tendréis una camarera a vuestra disposición que estará siempre a vuestro lado —se rio, llevándose una mano a la boca—. Más tarde os traerán un poco de agua caliente para el baño —dijo pasando junto al jarrón vacío. Luego, arrastrando los pies, dejó el alojamiento de Gaspar.
Como de costumbre, Gaspar apoyó la guitarra encima de la cama, un acto que había realizado en innumerables ocasiones. Sin embargo no le había ocurrido nunca encontrar otra que no fuera la suya. Abrió el estuche y vio un instrumento maravilloso. Lo extrajo. En el fondo encontró una carta. La leyó, pensando que quien hubiera encargado una guitarra como aquella tendría que esperar mucho tiempo antes de recibirla. Porque cosas así necesitan trabajo, trabajo y mucha paciencia. Infinitos grabados se perdían sobre cinco planos, colocados exclusivamente para la rosa. Las maderas eran preciosas, y los cortes habían sido dibujados con la mejor de las maestrías. Tenía espléndidas decoraciones en marfil y ébano, pero lo que de verdad contaba era la perfección, que lograba presagiar un sonido perfecto en cada tonalidad.
Gaspar comenzó a tocarla.
Sintió las manos frías de la mañana. Manos que ya desde hacía muchos años no se encontraban ocupadas en la oración, siempre unidas en a la música con cuerdas de intestino fino y caro.
El dinero no era difícil de encontrar entre quienes tenían en abundancia para ofrecer y una distracción muy elaborada. Su Eminencia, Vuestra Gracia, Su Majestad… Oídos que nutrir con la música. Su verdadero pan espiritual, una mercancía invisible, que nadie puede conservar para sí mismo, más preciosa que el oro porque era más rara. La música era su respiración vital y aquella mañana respiró con profundo placer.
Luego la iglesia anunció que era domingo por la mañana, esparciendo entre los fieles el sonido de las campanas, bendiciendo con un perfecto unísono la quinta cuerda de la guitarra más bella del mundo, y Gaspar pensó que una clepsidra de ejercicios podía ser suficiente.
Al terminar colocó la guitarra en su funda de madera, cubierta con una piel oscura, con cierres y anclajes dorados.
Allí al lado, junto al estuche, todavía abierta, se encontraba la carta del constructor. La leyó una vez más, por el placer de escuchar entre aquellas líneas el acento de su tierra.
Al Eminentísimo Et Reverendiss Señor Colendiss
El Señor Cardenal Antonio Ravelli, legado de Bolonia.
Vuestra Eminencia: finalmente vuestros brazos acogen el nacimiento imperfecto de este humilde carpintero español. Un talento poco adecuado a la sublime petición. Pero si Vuestra benevolencia así lo quiera, he dado a sus deseos una forma, y en ella he colocado las maderas más preciosas y las continuas oraciones mías y de mi familia a Vuestra devotísima familia, a mí cercana durante el trabajo.
Como ha deseado V. E., esta es la segunda guitarra española que estas insignificantes manos, en especial comparadas a aquellas, han construido para el maestro Gaspar Sanz y por eso espero que haya llegado bien.
Un servidor poco digno de perdón. Así es como yo me represento ante Vuestra Eminencia, implorando la gloria de la inmerecida suerte de poderme declarar de Vuestra Eminencia Humildísimo Devoto y Obligadísimo Servidor Carlos González.
Córdoba, octubre de 1699.
Ya han transcurrido dos meses, pensó.
—¿Quién es? —preguntó, levantando la voz para que le escucharan en la distancia.
La respuesta fue ligera, discreta. Abrió la puerta y pidió permiso para entrar. Llevaba agua hirviendo para la tinaja.
—Os lo ruego, entrad —dijo Gaspar, y en su pensamiento añadió «joven, bella jovencita». Observó sus verdaderas formas traicionadas por el contraluz y por la fuerza de su imaginación, y luego el vapor que acariciaba su rostro mientras preparaba el baño—. ¿Cómo os llamáis?
—Magdalena Da Magnani —respondió la sierva con una voz tímida y la mirada firme sobre la tinaja.
Gaspar abrió el bolso y comenzó a desplegar los vestidos.
—Yo soy Gaspar Sanz.
—Lo sé.
—¿Y es lo único que sabéis? —preguntó él, con la esperanza de que fuera ella el contacto que esperaba, y que le entendiera.
—No —dijo la joven.
Se miraron de reojo, sospechosos y atraídos al mismo tiempo, Gaspar mientras le daba forma a su túnica negra y la colocaba en el armario, y Magdalena mientras comprobaba, sumergiendo la mano, que la temperatura del agua estaba bien para el baño.
—¿Y qué más sabéis? —preguntó Gaspar.
—Sé por qué habéis venido hasta Bolonia.
—¿Y por qué? Veamos.
—Para el concierto de Año Nuevo —respondió ella con una sonrisita maliciosa en voz muy baja—. Para la visita del cardenal Aguilar. Estáis aquí como invitado de honor.
—¿Solo por esto?
—No, cierto. También porque el cardenal Ravelli ha pretendido que estuvierais aquí. Se dice que es un gran amante de la guitarra española.
—Entonces, ¿por qué me miráis furtivamente?
—Os miro porque sois un hombre apuesto —se atrevió a decir la joven sirvienta.
—¡Ah! ¿Yo un hombre apuesto? —Gaspar se sonrojó—. ¡Pero si soy un sacerdote!
—Lo sé —respondió ella liberando dos ojos avispados que corrieron por la habitación y terminaron por alcanzar el corazón enfermo de Gaspar—. Sois un sacerdote apuesto.
Su corazón dejó de latir unos instantes y luego volvió con un ritmo habitual.
—Gracias —dijo algo asustado por su sonrisa—. También vos sois muy bella. Pero no me habéis dicho todo.
Magdalena se rindió con placer.
—Me manda el molinero.
—Esperaba que lo dijerais —dijo Gaspar, acercándose. Le cogió la mano, rozó su dorso con los labios y añadió en español—: Encantado, señorita Magdalena.
Magdalena se echó hacia atrás e hizo una reverencia.
—Me siento honrada de conoceros, padre Sanz.
—Te lo ruego, Magdalena, llámame Gaspar.
Ella se sonrojó.
—Un bonito nombre, Gaspar.
—Gracias, también el tuyo.
—Ahora me voy, si no el agua se enfría. Os llevaré donde está el molinero mañana por la noche.
Después del baño caliente Gaspar se tumbó sobre una cama que desde hacía demasiados días deseaba, y en un instante se durmió para volver a abrir los ojos solo cuando ya era de noche.
A sus pies, apoyada sobre una pila de ropa limpia, vio una pequeña tablilla de cera amarilla. La cogió y la expuso a la luz residual de la ventana. El atardecer irradiaba todavía el cristal de color carmesí. Leyó la incisión sobre la cera:
Anima mea liquefacta est. M. M.
Una grabación transversal sugería que rompiera la tablilla. Y la rompió, como una galleta, dejando salir una pequeña nube de polvo rosa. Gaspar la olió. Parecía alcanfor. Inmediatamente se le durmieron las narices y la lengua pasó a quedar insensible. Le pareció que ya no tenía boca. Se asustó. Tuvo que permanecer inmóvil durante algunos minutos, incapaz de realizar ningún movimiento, con el cuerpo anestesiado y el corazón que le latía con fuerzas en el pecho.
Luego llegó un efecto agradable de bienestar y euforia.
Corrió a mirarse al espejo, pero no notó nada raro en su cuerpo. Es más, se sentía rejuvenecido.
Permaneció durante largo tiempo observando su propio retrato. Y luego se puso de perfil. Tenía bonitos rasgos españoles. Era delgado y fibroso, como una mesa, y no muy alto, como decía siempre su adorada madre. Sus ojos parecían dos avellanas espolvoreadas por unas cejas abundantes y largas. El pelo era liso, lo que le daba el privilegio de poder llevarlo largo, oportunamente recogido en una cola.
Salió de sus alojamientos cerrando tras de sí la puerta, sin hacer mucho ruido.
El cardenal Aguilar y el cardenal Ravelli estaban en el jardín.
Mientras Gaspar se apresuraba a llegar donde este último estaba, dando un paseo antes de cenar, pensaba en lo poco que sabía sobre ambos. Que eran dos potenciales papas, claro. El primero menos probable que el segundo, dado que ya casi todos daban por descontado el tiempo a disposición del pontífice, y no eran pocos aquellos que susurraban el nombre de Antonio Ravelli, legado pontificio de Bolonia, segunda ciudad del Estado de la Iglesia. Pero los bien informados no daban peso a las voces del pueblo. Sabían que Ravelli, si bien poderoso e influyente, había estado en el pasado en el centro de escándalos y de numerosos cotilleos entre las altas jerarquías eclesiásticas. Se decía que Ravelli, poco después de haber sido nombrado legado pontificio, había comenzado a dar rienda suelta a una injustificable riqueza y que había comercializado con muchas mujeres, que acogía a extraños personajes y que colaboraba en investigaciones comúnmente definidas heréticas. Y cuanto más se pensaba en ello, más crecía el número de personas persuadidas por el hecho de que ciertamente alrededor del legado flotaba un mundo oculto.
Así, no habían faltado las investigaciones de parte del foro del arzobispado por orden del pontífice. Investigaciones que uno se esperaba que fueran realizadas con mucha atención, severamente, si se tenía en cuenta cómo perduraba el clima inquisitorio originado por las posiciones asumidas desde el Concilio de Trento, donde se habían establecido las reglas de austeridad alrededor de la Iglesia para contrarrestar el viento reformista y las polémicas contra su poder y su amoralidad absoluta. El proceso, en cambio, había durado un instante. El legado había sido juzgado inocente. Sobre su imagen no se proyectaban las sombras de la herejía, y había sido recompensado con más poder.
Las voces se habían ido apagando poco a poco. Solo cuentos, se había dicho.
El amplio gesto del legado significaba que la belleza del inmenso jardín, en una increíble y todavía resplandeciente velada de diciembre, estaba dedicada a Gaspar.
—De verdad, es sublime, Vuestra Eminencia. Una multitud de seres vivientes que habría considerado fruto de la fantasía de ingenuos marineros si no los estuviera viendo con mis propios ojos. El vuestro es un jardín besado por el cielo.
—Para mí es como tener ojos de más, como si mis ojos estuvieran en otro lugar. Muchos ojos juntos esparcidos por el mundo. Imaginad, maestro Sanz. Mis ojos cargados sobre cada nave que parte hacia Holanda, Portugal, Inglaterra, Venecia, dirigidos hacia las esquinas más perdidas de la Tierra y dejados allí, anclados todavía vivos y operativos, perfectamente unidos a mi saber. Es imposible, claro está, no creáis que estoy loco, pero se puede hacer al contrario. Me concedo admirar los pequeños trocitos de mundos lejanos encargando que me los traigan hasta aquí, cerca de los míos, que por desgracia son mis únicos dos ojos enfermos. Es un homenaje a mi vanidad, pensaréis, y yo sin negar añado que es potencia y magnificencia de Dios, único ser perfecto, Él sí es de verdad ubicuo y omnipresente.
Se adentraron en el jardín, entre fuentes y chorros de agua fría que caían sobre la piel como agujas.
Ravelli parecía un hombre tranquilo, culto, misterioso, capaz de afrontar cualquier argumento con el mismo entusiasmo. Tenía el pelo rizado y canoso, así como una barba bien cortada y afilada bajo la barbilla. El bigote amarillento por el humo cubría la boca como si fuera el techo. Su mirada melancólica, formada por dos ojos demasiado grandes y perdidos en la nada de un rostro sin forma, podía considerarse proporcionada en distancia respecto a la nariz.
—Hablemos más bien de música.
Al escuchar esta palabra, Gaspar unió las manos y en su interior dio las gracias a Dios.
—Con inmenso placer, eminencia. Permitidme, en primer lugar, daros las gracias por el precioso regalo que me habéis hecho, con el que habéis querido exceder en generosidad con el aquí presente.
—No es nada, se trata solo de un detalle —dijo Ravelli pasando por encima del argumento más bien con indiferencia—. Aquí en Bolonia hay un guitarrista, que también es compositor, y que deberíais conocer.
—¿Cómo se llama?
—Se llama Ludovico Roncalli. ¿Habéis escuchado antes su nombre?
—Lo conozco bien —respondió Gaspar—. No personalmente, pero conozco y toco su obra I capricci armonici —dijo. Se detuvo y arrastró el pie por el suelo—. Espero que compartáis conmigo mi juicio. Es una música muy bonita.
—¿Pero? —preguntó Ravelli—. Percibo un «pero» que os da vueltas.
—Ningún «pero», eminencia. Roncalli es uno de los pocos que no será olvidado. Yo, además, soy español. Para nosotros la guitarra es algo profundamente diferente de los demás instrumentos. Es natural que no me identifique con su música.
—Decidme, ¿os gustó la González?
Gaspar se dio la vuelta sobre sus propios pies y agachó la cabeza.
—No sé cómo podría daros las gracias. Es bellísima. Sublime factura. ¡La propiedad del sonido, y de las maderas que son capaces de generarlo, son prodigiosas!
—Bien, esperaré con ansia la ocasión para escucharos. ¿Habéis decidido ya el repertorio para el concierto de fin de año? —preguntó, y se corrigió—: ¡De fin de siglo!
—Canarios, jácaras, folías, villanos y chaconas… Eminencia, solo música alegre. ¡Es una fiesta!
Gaspar golpeó las manos con ritmo.
—Exacto —dijo el cardenal, que encendió de nuevo su pipa—. Pero… ¿ni siquiera un pasacalles? —le preguntó amistosamente.
—Si queréis…
—¡No, en absoluto! —protestó Ravelli. Aceleró unos pasos, cuantos fueron suficientes para detenerse al menos un instante para mirar a lo lejos en soledad, hasta que Gaspar estuvo de nuevo a su lado—. Habladme de España.
—¿Qué es lo que deseáis escuchar de mi tierra lejana, eminencia? Todos nos encontramos nerviosos ante el riesgo inminente de una guerra de sucesión por el trono español. Demasiados años de enfermedad han consumido a nuestro rey, dejándole sin herederos.
—Oh, ¿está enfermo? —dijo el cardenal Ravelli, entristecido, mientras arrancaba una flor de uno de los matorrales—. También el papa Inocencio XII está enfermo —añadió—. Los médicos son optimistas en relación con las posibilidades de ver el nuevo siglo, pero…
—¿Pero?
Fueron a cenar. Pan de trigo. Nueces peladas, para satisfacer el vicio de Gaspar. Aceitunas. Tortelli. Faisán con salsa agridulce sobre una base de pan blanco. Fruta de temporada. Requesón dulce. Vino tinto.
El legado aplaudió y ordenó:
—Que se concluya con música la cena. —Inspiró, y con una sonrisa llena de orgullo llamó—: ¡Arcangelo!
Nada más dar la orden, la pared crujió y se apartó dejando aparecer un escenario. Un músico tenía entre las piernas una viola baja. Otro una tiorba. Junto a él, un laúd con trece cuerdas colocado sobre un trípode.
Comenzó el bajo continuo. Tiorba y viola se cruzaron por fin con melodías dulces. El aire vibró, fue como si estuviera comenzando la vida.
Gaspar, estupefacto, era una flor que florecía con el sol de aquella música, porque la música estaba allí para eso, pensó. Estar sin estar todavía, y estar todavía aun no estando allí.
La música era una respiración, la respiración que Arcangelo daba a la canción Sepan todos que muero, de su querido amigo José Marín.
Gaspar lloró lágrimas que no quiso secar.
—Un homenaje a José Marín, querido maestro —dijo el legado en cuanto Arcangelo salió de la escena.
El telón se cerró chirriando.
—Me he conmovido, eminencia.
—No sabía cómo decíroslo. Se fue hace unos días, mientras estabais de viaje. —El tono del legado, mientras daba la noticia, era aquel apropiado para dejar entender que no era necesario darle ningún peso a la muerte.
Gaspar intentó permanecer indiferente, escondiendo las lágrimas de dolor por la muerte del amigo tras la conmoción que experimentaba después de escuchar la música.
—Arcangelo es un cantante sin igual —comentó.
—Pienso lo mismo —suspiró el legado—. Espero que hayáis apreciado la composición para tiorba y viola. A Arcangelo no le parecía respetuoso para vos que se dejara que las notas las tocara una guitarra española que no pulsara vuestras manos.
—Os lo agradezco, eminencia. Todos sois muy cuidadosos conmigo.
—Ahora ha llegado la hora de dormir —dijo el legado, y se levantó—. Ha llegado el momento de dejar que los pensamientos se disuelvan dulcemente entre las plumas de la almohada.
Gaspar lo saludó con sumisión.
En ese momento sus pensamientos iban dirigidos todavía al querido amigo José Marín. Y a Aguilar Alfonso, el cardenal, inquisidor supremo de toda España, de viaje hacia Roma como Real Embajador. Y a Magdalena, labios carnosos como la nada envuelta de sublime. Su aparición, que había dejado ver su piel ardiente, se le había escapado entre los dedos de la mano y se había marchado.