Aún en el milagro, la rueda de la vida demostraba que era implacable también para Nuestro Señor Jesucristo. Con las típicas ansias de la fe, se esperaba en breve otro nacimiento.

—¿Cómo puede ser que los niños renazcan cada año y yo no consiga tener uno que nazca solo una vez? —protestó el rey Carlos dando un débil puñetazo a las sábanas.

—Majestad —susurró don Eduardo Ortega, maestro de la Capilla Real española—, no sé si…

Comenzó a hablar mientras inspeccionaba debajo de la cama y detrás de las gruesas cortinas.

—Podéis hablar tranquilamente —le dijo el rey dejándose caer hacia atrás, sobre la montaña de cojines que tenía bajo la espalda. Aquí no nos escucha nadie, estamos solos.

—Bien. Majestad, he solicitado poder veros para informaros de que vuestros súbditos más fieles están trabajando para alejar lo peor. Tenéis que tener confianza, majestad, alejad de vuestra persona a toda esa gente, a todos esos locos. Vuestros confesores no son nada más que sanguijuelas. Expulsad a esas monjas fervorosas y a los exorcistas. ¡Vos no estáis endemoniado!

—De acuerdo que no nos escucha nadie pero, por favor, bajad el tono de voz.

—Perdonadme… majestad, os pido permiso para hablar abiertamente.

—Permiso concedido.

—Veamos… Tememos que, empujado por el odio que albergáis hacia vuestra mujer, y de consecuencia hacia todo lo que es alemán, estáis meditando otorgar testamento para ceder la corona de España al duque de Anjou.

—Don Eduardo, cuando os he pedido que me ayudarais a tener un heredero no era mi intención que ese heredero fuerais vos.

—No tengo esa veleidad, majestad. Solo me gustaría que esperaseis hasta el resultado de nuestra misión antes de proceder con un testamento parecido, que puede tener consecuencias dramáticas en toda Europa, y en particular en España. A nosotros nos importa únicamente el bien de España y de su gran monarquía, que tuvo inicio con el santo matrimonio entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, que unificó los reinos españoles bajo la Cruz y los liberó de los moros y descubrió luego las Américas. Os ruego, majestad, que nos otorguéis confianza hasta esperar el resultado de nuestros intentos.

—¿De qué se trata?

—Preferiría no hablar de ello, al menos hasta que sigáis estando en las manos de esos liantes.

—Pedís mi confianza y no os fiáis ni siquiera de vuestro rey.

—Mi rey no es poco fiable, por él estoy listo para dar la vida, pero no su bizarra corte, poblada de seres inmundos, halcones, aves rapaces, bestias con la cabeza agachada sobre vuestra cama como si la más grande, gloriosa y noble monarquía del mundo fuera cualquier resto que repartir de la forma más rápida posible antes de que a otras bestias les llegue el olor.

Carlos II miró la cama en la que yacía. Vio las mantas amontonadas sobre su silueta sutil, las agarró y las apretó en el esfuerzo de aguantarse las lágrimas. Las mantas volaron de repente, como una capa al viento. El hombre, delgado, tan curvo que parecía condenado a llevar una piedra sobre los hombros, logró levantarse.

—¿Veis? —dijo Carlos intentando asumir un comportamiento erguido. Todavía tengo la dignidad de un hombre.

Don Eduardo se curvó también en señal de respeto.

—Majestad, hemos enviado a un hombre nuestro a Italia, a Bolonia.

—Continuad.

—Se trata del padre Sanz.

Las mejillas de Carlos se encendieron. El rey comenzó a avanzar hacia don Eduardo mirándolo fijamente y golpeándose el pecho.

—Yo… —dijo—. Yo… —siguió, acercándose con un paso lento cual gato curioso—. Yo… —y seguía golpeando el puño sobre el pecho mientras se acercaba y pegaba su cara blanca contra la de don Eduardo—. Si ahora yo estuviera a punto de morir me gustaría tener aquí a Gaspar —inspiró—. Me gustaría tener aquí su música, su guitarra… ¡el alma de España! ¿Adónde habéis dicho que lo habéis enviado?

—Vos conocéis a Gaspar, majestad, sabéis que de él os podéis fiar, así que liberaros de estos maniáticos incapaces que practican sobre vosotros todo tipo de artificio juzgado admisible por la Iglesia. Hay personas en este mundo que conocen la forma de curaros, que pueden hacer de forma que tengáis un heredero sin que en sus capacidades se vea implicado el demonio. Nosotros les contactaremos y ellos os ayudarán si nosotros ayudamos a aquellos que la Iglesia condena como herejes.

—¿Os dais cuenta de lo que estáis pidiendo, don Eduardo?

—Hemos tenido pruebas de que la medicina es eficaz. ¿Qué deberíamos hacer? ¿Esperar la ruina de nuestra gloriosa España? ¿Dejar que todos los españoles se conviertan en franceses, que se desencadenen guerras en toda Europa solo porque la Iglesia condena a priori, por motivos teológicos, a personas pías que no hacen daño alguno a nadie? Rezan todo el tiempo. Buscan en la naturaleza, experimentando personalmente los procedimientos a través de un duro trabajo, ingrato y muy dispendioso, que ellos llevan a cabo en laboratorios angostos, donde a menudo enferman y donde no saben diferenciar los días de las noches. Y también esto para ellos es rezar y rendir un homenaje a la creación.

—¿Alquimistas? —le preguntó Carlos en voz baja.

—Los mejores del mundo, majestad.