Desde lo alto de la torre campanario se podía disfrutar de la vista del sol, que teñía de rojo todo el cielo. Muy pronto aparecería el disco blanco de la luna. Y luego, la noche más negra que se hubiera visto nunca.

El campanero seguía el curso del sol con paciencia, en espera del atardecer, mirando hacia abajo solo de vez en cuando para observar la multitud que se iba concentrando en la plaza, situada frente a la puerta principal. La gente había comenzado a acercarse ya a primera hora de la tarde, y todo porque había mucha gente en Bolonia que no había presenciado nunca un Auto de Fe.

Con el pasar de las horas, en la plaza se sucedían los empujones: viejos, niños o familias enteras llegaban con las sillas en la mano, situándose todos juntos a base de codazos para estar muy pegados entre ellos, logrando de esta forma que la red del boca a boca fuera muy fluida y las noticias pasaran rápidas como rayos desde una esquina a la otra de la plaza.

Y la noticia que estaba comenzando a difundirse en aquel preciso momento era una de esas que hacen que quien la esté escuchando no pueda evitar abrir la boca: el programa preveía las antorchas nocturnas.

Ninguno de los que allí estaban había visto antes una, pero todos habían escuchado hablar de ellas. Los hombres en las tabernas, donde los viandantes y los viajeros contaban hechos increíbles a cambio de una ronda de buen vino. Las mujeres, en cambio, en esas pocas veces en las que los hombres, de vuelta de la taberna, no estaban tan borrachos como para dejar para el día siguiente las historias, cuando ya cualquier recuerdo de la noche anterior había desaparecido o perdido cualquier credibilidad.

La noticia excitó a la multitud inmediatamente.

El campanero debía saber por qué la gente se estaba poniendo nerviosa, ya que desde allí arriba parecía que habían levantado una piedra descubriendo un puñado de insectos nerviosos.

La cuerda se encontraba ya entre sus manos llenas de callos y de saliva. Esperó todavía un poco más, hasta la señal establecida, hasta que vio el sol besando la tierra.

Había llegado la hora exacta. Y tiró.

La cuerda se tensó y el viento le sopló por encima. La vieja campana comenzó a oscilar con fuerza. Los primeros retoques débiles llegaron hasta la cámara de la tortura, donde el verdugo, inmóvil, de pie contra la pared húmeda y oscura, los estaba esperando.

El verdugo era invisible, solo un boceto en la sombra, listo no solo para provocar la muerte, sino para rozarla, sabiendo apartarla cada vez, como cuando se juega a la pelota, por su propio placer y por el del Honorable Tribunal, en el pleno respeto de la ley.

Algunos de los juzgados tenían la fortuna de poderse suicidar para evitar las atrocidades de aquellos juegos perversos. Pero Carbonelli había elegido de todos modos rezar. Rezaba incluso ahora. Pater Noster, qui es in caelis

—¡Procedamos! —ordenó el presidente del Honorable Tribunal al procurador fiscal, el verdugo, el carnicero, quien se levantó y avanzó repitiendo los gestos habituales.

Miedo litúrgico. Sadismo sagrado.

En la oscuridad de la habitación, dos ojos parecían volar hacia Carbonelli. La única parte que quedaba visible bajo una larga túnica negra con una capucha puntiaguda era la de los ojos de un hombre fuerte que no temblaba. La luz de las velas, oportunamente pocas y colocadas hacia abajo, reflejaban el Infierno.

Sanctificetur nomen tuum

El verdugo extrajo las pinzas del cubo y las mostró a los jueces. Se trataba de un metal recubierto de bolas brillantes y costras, sangre que no se lavaba para que la vista de aquel instrumento fuera una amenaza y provocara terror.

El presidente agitó la oscuridad con su agraciada mano pálida para comunicar al verdugo el consentimiento del Honorable Tribunal para proceder con el interrogatorio haciendo uso de la tortura.

Las pinzas se acercaron lentas y amenazadoras a la cara de Carbonelli. Él no las miró. Apestaban a carroña. Las sintió clavarse en su primera uña.

—¡Confiesa tus pecados! ¡No pensarás conmover a alguien con ese recitar patético! —dijo el presidente, y sugirió al verdugo que continuara.

Carbonelli mientras mantenía cerrado los ojos y seguía rezando.

Adveniat regnum tuum

Le habían vestido con la camisola. Le habían atado las muñecas a una silla clavada en el suelo, pero no sentía frío y no tenía miedo al dolor. Mientras, el verdugo proponía a la Corte comenzar con la extracción de las uñas y la Corte consentía, rogando que se procediera tirando lentamente, sin tirones secos.

La primera uña resistió hasta que pudo, hasta la inevitable caída, llevándose consigo tiras de carne del dedo. Sin prisas, las otras uñas seguirían camino del cubo.

Carbonelli no gritó. Ni siquiera un grito de dolor cruzó la muralla ensangrentada y salió de aquella habitación. Y si hubiera ocurrido nadie le habría escuchado, porque fuera los gritos saturaban toda la plaza, exaltada ante las antorchas humanas que habían comenzado a correr por las calles iluminando la noche.

A los niños, que se dejaban la garganta ante tanta alegría, les hubiera gustado que un espectáculo así no terminara nunca.

Los adultos se arrojaban sobre las antorchas humeantes para darles patadas y bastonazos, para tomarse cada uno su parte de venganza sobre el mal.

Momias cubiertas de aceite y luego incendiadas, seguían moviéndose gritando por cada callejón, perseguidas por los primeros jirones de fuego que se soltaban creando una cola luminosa y llena de chispas. Solo cuando el fuego terminaba por consumir las vendas, las antorchas lograban finalmente liberarse y agitar los brazos para luego retorcerse durante un largo tiempo sobre el suelo en el vano intento de sofocar las llamas.

¡Qué espectáculo! Parecía que por un enorme camino salían tizones grandes como personas, que rodaban hasta la plaza y allí se detenían, humeantes, muertos.

Las antorchas no terminaban nunca.

¿Cuántos dedos tiene un hombre? Carbonelli tuvo todo el tiempo del mundo para contar veinte, para desgracia suya. Primero la mano derecha y luego la izquierda. Después el pie derecho y luego el izquierdo.

Fiat voluntas tua, Sicut in coelo, et in terra… Cuando no le quedó ya más por contar, se desmayó.

El procurador fiscal le arrojó un cubo de agua ardiendo sobre la cabeza para llamarlo a su deber: seguiría sufriendo y hablaría.

—Di a esta Corte que eres un hereje. Confiesa tus pecados y te será concedida una muerte placentera.

Podía parecer una promesa poco interesante, pero Carbonelli tenía la mala suerte de no ser un hombre joven y robusto, solo un alquimista acostumbrado al sacrificio de tantos años vividos en un laboratorio angosto, escondido entre humos venenosos y oraciones.

Había superado infinitos intentos y fracasos, alcanzando su objetivo.

Panem nostrum quotidianum da nobis hodie

Carbonelli conocía el secreto del universo. Por eso, el único hereje presente en el interrogatorio tenía fe. Et dimitte nobis debita nostra

Los jueces del Honorable Tribunal se santiguaron rápidamente sobre el pecho.

—¿Mantienes todavía conocer el origen de la vida y de las cosas? ¿La íntima voluntad del Creador y todos sus secretos?

El tono del presidente tenía el carácter de un frío e impersonal procedimiento formal, y ocultaba mal la excitación de un sadismo que con el tiempo se había hecho cada vez más complicado y exigente.

El rostro de Carbonelli comenzaba a relajarse como consecuencia de la quemadura con agua hirviendo. Los párpados se pegaban de vez en cuando, cerrando con demasiada fuerza los ojos, y las manos resbaladizas del verdugo se clavaban en la piel de las mejillas dejando huellas profundas.

Sicut et dimittimus debitoribus nostris

Se encontraba agotado. Gemía piadosamente, con discreción, sangrando y siguiendo babeando el Pater Noster.

Los jueces ordenaron el segundo suplicio. El verdugo le agarró la cabeza rapada entre las manos sucias y le acarició, cubriéndolo de sangre. Luego le soltó de la silla y lo puso sobre los hombres para dirigirse hacia la rueda.

No era necesario haberla visto en persona para saber de qué se trataba y tener miedo. Todos sabían lo que era la rueda, y por eso cada uno la temía más que a la propia peste. Era suficiente imaginarla: al ajusticiado lo ataban y le iban dando vueltas sobre las hojas. Las hojas estaban colocadas de forma que no hirieran los órganos vitales, de forma que el torturado pudiera seguir sufriendo.

Los brazos de Carbonelli colgaban como ramas secas al viento. Las manos goteaban. Sabía lo que le esperaba y sin embargo conservaba fuerzas aún para no hablar, para resistir y no revelar a nadie sus propios secretos.

Rezaba.

Et ne nos inducas in tentationem

Decidió que tenía que salvarse. Estaba pensando en cómo podría hacerlo cuando el verdugo le dejó caer al suelo y se separó de él de golpe, como si su cuerpo se hubiera convertido de repente en algo insoportable y contagioso.

Carbonelli no lograba focalizar las imágenes. Sintió un fuerte olor a animal sucio y lenguas que se arrastraban por el suelo, ávidas por chupar la sangre. Vio las sombras de dos perros que volvían hacia la oscuridad de la que habían llegado, alejándose de él como poco antes había hecho el verdugo.

Sed libera nos a malo

El cardenal Ravelli se echó hacia delante, sorprendiendo al tribunal. Bajó la pequeña rampa de escaleras que llevaba a la planta de la cámara de la tortura y se acercó al desafortunado. Le susurró palabras al oído.

Ante la pregunta del cardenal, Carbonelli asintió.

—¡Interrumpid el proceso! —ordenó el cardenal.

Amen.