EL enfrentamiento entre Reforma y Contrarreforma —que se inició en el siglo XVI y prosiguió durante buena parte del XVII— discurrió en buena medida en el terreno de la controversia teológica y, lamentablemente, de las armas. También tuvo, prácticamente desde el primer día, su repercusión en el ámbito de la propaganda. Si los protestantes apelaban a la corrupción de papas como Alejandro VI o a la inmoralidad reinante en conventos y monasterios, los católicos señalaron el matrimonio de Lutero con una antigua monja o la desaparición del celibato eclesiástico. En esa batalla, la figura de Enrique VIII fue especialmente utilizada. Los apologistas católicos podían señalar al monarca inglés como un monstruo de crueldad y lujuria que, supuestamente, dejaba de manifiesto lo que significaba la Reforma protestante. Propagandísticamente, esto era aprovechable. El gran problema es que se trata de una mentira histórica, ya que Enrique VIII nunca fue protestante.