EL enfrentamiento entre la Reforma protestante y la Contrarreforma católica fue, muy posiblemente, el primer conflicto de la Historia en el que la propaganda desempeñó un papel de primer orden. Buena parte de la anticatólica, por otro lado, contaba con precedentes de décadas de antigüedad y había surgido no de autores protestantes sino de eruditos como Erasmo de Rotterdam o los hermanos Valdés, que no habían dudado en fustigar los vicios del clero, de la curia e incluso del Papa de turno. El Diálogo de Mercurio y Carón o el Diálogo de las cosas acaecidas en Roma, ambos debidos a Alfonso de Valdés, son tan sólo dos de los paradigmas de un tipo de obra que no pretendía ser anticatólica, pero que, ciertamente, apuntaba a la necesidad de una Reforma que acabara con la inmensa corrupción presente en el seno de la Iglesia católica.

Los temas de controversia eran obvios. Incluían la corrupción de las órdenes religiosas —que, por ejemplo, en España había sido objeto de atención predilecta por parte de Isabel la Católica o el cardenal Cisneros—, la intervención descarada de papas y cardenales en asuntos meramente temporales, o la ignorancia y mala vida del conjunto del pueblo. Todos ellos se convirtieron en fáciles argumentos en favor del protestantismo, aunque debe indicarse que, para los autores reformados, tan esencial como la cuestión ética era la teológica. A decir verdad, éstos no buscaban tan sólo la mejora de las costumbres —como Cisneros o Isabel la Católica— sino un regreso teológico al Nuevo Testamento que supondría, como una de sus consecuencias directas, una elevación del nivel ético individual y social.

Frente a esa panoplia de argumentos, la reacción católica fue buscar equivalentes en el otro lado, y así se hizo referencia al matrimonio de Lutero, un fraile agustino, con Catalina de Bora, una antigua monja. El hecho podía escandalizar a los católicos —que, al parecer, no se sentían tan ofendidos por la frecuencia del concubinato sacerdotal—, pero a los protestantes les parecía simplemente un regreso a las enseñanzas del Nuevo Testamento y no una muestra de debilidad moral. De hecho, el propio Pablo había indicado que Bernabé y él eran los únicos apóstoles que no iban acompañados por sus esposas en el curso de sus viajes misioneros (I Corintios 9, 5) y dejó instrucciones sobre el matrimonio de los obispos (Tito 1, 5-9; I Timoteo 3, 1-7).

No resulta difícil entender que, con este escenario de fondo, el hecho de que un monarca se hubiera enemistado con la Santa Sede porque ésta no había accedido a anular su matrimonio con Catalina de Aragón, tía del emperador Carlos V, de la misma manera que lo había hecho con los de otros monarcas en las décadas anteriores podía ser esgrimido como una magnífica arma propagandística, puesto que mostraba, supuestamente, el carácter sexualmente libertino de los reformadores. El argumento no deja de provocar hoy cierta sonrisa porque, en tiempos muy diferentes, generalmente las acusaciones contra el protestantismo han girado más sobre su puritanismo que sobre su libertinaje, pero la Historia tiene esas paradojas. La cuestión de fondo, sin embargo, es que Enrique VIII jamás fue protestante.

Antes del choque con Roma, los antecedentes de Enrique VIII fueron los de un católico intransigente. Proclamado Defensor fidei por el Papa en agradecimiento por un libro escrito contra Lutero, Enrique VIII persiguió con verdadera ferocidad a los protestantes. Lejos de encontrar éstos no el respaldo, pero sí, al menos, la protección que hallaron en otros reyes, Enrique VIII los sometió sin ningún reparo a la tortura y a la muerte. Se trató de una conducta en la que desempeñó no escaso papel Tomás Moro, que dirigió personalmente algunas de las sesiones de interrogatorio bajo tormento.

La lealtad inquebrantable a la sede romana iba a experimentar, sin embargo, un resquebrajamiento algunos anos después. Las razones no fueron, a diferencia de lo sucedido con los reformadores, de carácter teológico. En 1527 Enrique VIII solicitó del Papa la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, movido por razones de Estado —sólo tenían una hija y sus cinco hijos varones habían nacido muertos—, sentimentales —estaba enamorado de Ana Bolena— y, posiblemente, de conciencia. Los ejemplos previos de matrimonios anulados por el Papa en circunstancias semejantes no son escasos y, a decir verdad, si las bases para pedir la anulación eran discutibles, no lo eran menos las razones alegadas por el Papa para denegarla. Y es que, en realidad, el primer deseo del pontífice era no airar al emperador Carlos V, sobrino de Catalina de Aragón, al que necesitaba como espada contra el avance de la Reforma protestante.

La negativa papal no detuvo, sin embargo, a Enrique VIII, que no estaba dispuesto a morir sin sucesión masculina y a proseguir la cadena de guerras civiles que habían ensangrentado Inglaterra durante el siglo anterior. En abril de 1532 el monarca inglés comenzó a percibir las rentas de los beneficios eclesiásticos y el 1 de junio de 1533 coronó a Ana Bolena, su nueva esposa. En julio de 1534 el Papa excomulgó al monarca inglés y a Ana Bolena. Sin embargo, semejante acto no arrojó a Enrique VIII en brazos de las posiciones reformadas. Estaba dispuesto a aprovecharse de las rentas eclesiales —ambicionadas por cierto por casi todos los monarcas europeos por muy católicos que fueran— y a eliminar a algún disidente, pero no a convertirse en protestante. Así, mediante tres actas votadas por el Parlamento, Enrique VIII consumó el cisma y en el verano de 1535 decapitó a John Fisher y a Tomás Moro, que se habían negado a plegarse a sus órdenes. Sin embargo, por muy cismático que fuera, Enrique VIII no era protestante y además no estaba dispuesto a que nadie pudiera considerarlo como tal. En 1536 los Diez Artículos de Fe manifestaban su adhesión a las ceremonias católicas, el culto a las imágenes, la invocación a los santos, las oraciones por los difuntos y la doctrina de la transubstanciación. Todos y cada uno de esos puntos eran rechazados explícitamente por los protestantes en la medida en que consideraban que colisionaban frontalmente con lo enseñado en la Biblia. A su juicio, no podía rendirse culto a las imágenes porque se había prohibido tal culto en el Decálogo (Éxodo 20, 4 ss.); no podía invocarse a los santos porque el «único mediador entre Dios y los hombres es Cristo Jesús, hombre» (I Timoteo 2, 5); no tenía ningún valor rezar por los difuntos porque la situación eterna de cada ser humano había quedado decidida en vida, según hubieran o no sido justificados a través de la fe (Efesios 2, 8-9) y no se aceptaba la transubstanciación porque se consideraba que era un dogma del siglo XIII definido con una terminología aristotélica que no hacía justicia, por ejemplo, a las palabras de Pablo al afirmar que en la Eucaristía se comía pan y se bebía vino (I Corintios 11, 16-7; 11, 26-8) aunque estos elementos simbolizaran el cuerpo y la sangre de Cristo. Difícilmente hubiera podido Enrique VIII distanciarse más del protestantismo. Difícilmente, pero lo hizo.

Al año siguiente, Enrique VIII ordenó redactar una profesión de fe en que se afirmaban de manera puntillosa los siete sacramentos católicos. Nuevamente, el choque con el protestantismo era obvio ya que éste sólo admite como sacramentos el bautismo y la Cena del Señor, e incluso estos dos con un contenido diferente del que les concede la Iglesia católica. De manera bien significativa, además, Enrique VIII se reafirmaba en la posición teológica que le había valido años atrás ser nombrado Defensor fidei por el Papa.

Por si fuera poco, entre 1538 y 1539, Enrique VIII continuó poniendo de manifiesto su ortodoxia católica —salvo en lo que al gobierno de la Iglesia de Inglaterra se refería— y con esa finalidad obligó al Parlamento a aprobar distintos documentos que castigaban con la hoguera la negación de la transubstanciación, que prohibían a los laicos la comunión bajo las dos especies, que negaban el matrimonio a sacerdotes y antiguos monjes y que mantenían la confesión auricular. A esto se añadió la insistencia en mantener la devoción hacia la Virgen y los santos y en prohibir la lectura privada de la Biblia. Los pasos dados eran bien significativos porque, aunque sólo fuera por razones de estrategia política, en el imperio, Carlos V aceptaba que los pastores protestantes, de momento, pudieran contraer matrimonio o que los laicos comulgaran bajo las dos especies.

Por si alguien podía tener dudas sobre sus ideas religiosas, Enrique VIII desencadenó una despiadada persecución sobre los partidarios de la Reforma en Inglaterra. Se recuerda frecuentemente la ejecución de Tomás Moro, pero se suele olvidar, de manera bastante interesada, que los protestantes ingleses fueron encarcelados, torturados y ejecutados por orden de Enrique VIII, y en no escaso número huyeron al continente. En paralelo, hacia los católicos se mantuvo una situación de tolerancia asentada sobre todo en la identidad doctrinal, pero con ribetes de inestabilidad derivados de la situación cismática creada por Enrique VIII.

A decir verdad, no fue Enrique VIII sino su muerte lo que proporcionó a los protestantes la oportunidad de iniciar la Reforma en Inglaterra. A pesar de todo, la conversión de la Iglesia anglicana de cismática y católica en protestante constituiría un proceso histórico prolongado que sólo se consumaría tras la excomunión de Isabel I, la hija de Enrique VIII, por el Papa. Si Inglaterra no permaneció en el seno de Roma se debió —justo es reconocerlo a estas alturas— quizá más a la torpeza de distintos papas que a la pujanza inicial del protestantismo. Sin embargo, debe reconocerse que una vez que la Reforma prendió en Inglaterra, ésta no se apartaría de ella y daría frutos verdaderamente extraordinarios.

Debe hacerse una última referencia a la lujuria perversa de Enrique VIII. El monarca inglés contrajo matrimonio seis veces, siendo ejecutadas dos de sus esposas por alta traición. La cifra es ciertamente elevada, pero Felipe II se casó cuatro veces y, con seguridad, no hubiera dudado en ejecutar a cualquiera de sus esposas si hubiera cometido alta traición. No sólo eso. Las veleidades amatorias de Felipe II —como las de su padre Carlos V— fueron, con seguridad, más numerosas que las del monarca inglés. Baste decir que tan sólo en la época breve en que estuvo en Inglaterra, casado con María Tudor, Felipe mantuvo relaciones íntimas, como mínimo, con Catalina Laínez, con una panadera y con Magdalena Dacre, doncella de honor de la reina María Tudor. Según se desprende de fuentes de la época, frutos de aquellos devaneos extraconyugales fueron algunos bastardos. Desde luego, el catolicísimo rey no era precisamente un modelo de fidelidad conyugal… En buena medida, a la sazón, en un terreno como la sexualidad, los católicos y los partidarios de la Reforma se manifestaban de manera muy diferente. Mientras que los primeros consideraban escandaloso el matrimonio eclesiástico, a los segundos les parecía verdaderamente anticristiano un celibato que no pocas veces ocultaba relaciones de concubinato más o menos toleradas en la práctica; mientras que los primeros pensaban que el divorcio era intolerable, los segundos consideraban que era permisible en algunos casos y que, desde luego, peor era el adulterio tolerado socialmente o visto con cierta indulgencia eclesialmente. Desde luego, ni Enrique VIII ni Felipe II ni otros monarcas fueron ejemplos de conducta cristiana en lo que al comportamiento sexual se refiere. Señalarlo así sería una mentira histórica de dimensiones similares a la de afirmar que Enrique VIII era protestante.

Bibliografía

La evolución religiosa de Inglaterra del catolicismo al protestantismo, pasando por un cisma filo-católico ha sido objeto de distintos estudios de notable calidad. Una visión general del periodo en buena medida insuperada se halla en P. Smith, The Age of Reformation, Nueva York, 1955. Para una introducción sencilla y, a la vez, rigurosa resulta recomendable S. Nelly, El anglicanismo, Madrid, 1986.

El estudio de M. M. Knappen, Tudor Puritanism, Chicago y Londres, 1959, es un gran clásico y resulta indispensable para comprender lo que sucedió espiritualmente en Inglaterra que, desde luego, no fue jamás la fundación de una nueva religión por obra y gracia de un monarca lujurioso. También de interés —y más relacionado con la historia social— es el libro de C. Hill, Society and Puritanism in Pre-Revolutionary England, Londres, 1966. Su lectura puede complementarse con la obra de C. H. y K. George, The Protestant Mind of the English Reformation 1570-1640, Princeton, 1961.

Finalmente, un análisis excelente de los factores espirituales que determinaron la Reforma en Inglaterra, con un conocimiento realmente extraordinario y profundo de las fuentes, se halla en J. I. Packer, A Quest for Godliness. The Puritan Vision of the Christian Life, Wheaton, 1990.