EN 1212, los almohades, la segunda gran oleada de integristas islámicos que invadió España después del siglo VIII, sufrieron una terrible derrota en la batalla de las Navas de Tolosa. Es posible que el final de la Reconquista hubiera podido adelantarse casi tres siglos de no haber muerto Alfonso VIII de Castilla poco después y haberse declarado la peste en el campo cristiano. Por si fuera poco, la minoría de edad del heredero castellano produjo una paralización de la lucha contra el invasor musulmán y fue la causa directa de un enfrentamiento por la regencia entre Álvar Núñez, de la familia de los Lara, y Berenguela. Emergió como vencedora esta última, cuyos objetivos políticos no se limitaban a proteger al niño Enrique y asegurarle la Corona de Castilla, sino también a procurar que su hijo Fernando, habido de su matrimonio con el rey de León y legítimo, aunque posteriormente se produjera la separación de los cónyuges, conservara sus derechos a la corona de su padre. Fue, ciertamente, Berenguela una mujer excepcional, como excepcional fue su vástago, al que la Historia llegaría a conocer como Fernando III el Santo.

Había nacido éste en 1199 en un lugar de Zamora donde posteriormente se alzaría el monasterio de Valparaíso. Tenía un hermano mayor, también llamado Fernando, que fallecería en 1214, por lo que su crecimiento en Castilla fue el de un joven con los padres separados y con mínimas posibilidades de reinar tanto en Castilla, donde Enrique I era el sucesor de Alfonso VIII, como en León, donde Alfonso IX no sentía ningún apego hacia él y se sentía más inclinado a dejar el trono a una hija. Como en tantas ocasiones en que la Historia depara la aparición de un personaje excepcional, se dio la circunstancia de que todos los obstáculos fueron desapareciendo y Fernando no sólo se ciñó la corona paterna sino que, además, llevó a cabo la reunificación de ambos reinos.

Berenguela firmó durante su regencia una tregua con los almohades en 1215 y en 1221 la renovaría Fernando III, que necesitaba la paz externa para terminar de ordenar los asuntos del reino. En 1217 Enrique I murió de un golpe recibido en la cabeza mientras jugaba con unos muchachos de su edad en el patio del palacio episcopal de Palencia. Avisado por su madre, Fernando se reunió con ella y juntos marcharon hacia Valladolid. Allí, Berenguela recibió el reino que le pertenecía por herencia e inmediatamente renunció a él en favor de su hijo. Con dieciocho años, el 1 de julio de 1217 Fernando fue coronado rey de Castilla.

A esas alturas, se había renovado la lucha contra los almohades. Tras la derrota de las Navas de Tolosa, En-Nasir había regresado rápidamente a África, donde moriría en diciembre de 1213, dejando un imperio almohade ya muy debilitado. Su sucesor, Yusuf II, no duró mucho, con lo que el poder pasó al visir Utmán ben Yamí y a los jeques.

Se produjo entonces un fenómeno que tuvo lugar de manera repetida en Al-Andalus y que aquejó al islam prácticamente desde el momento en que salió de Arabia a la muerte de Mahoma. A pesar de sus promesas de igualdad, las poblaciones correligionarias sometidas ansiaban, tras quizá un primer momento de entusiasmo, sacudirse el yugo uncido sobre sus hombros. En el caso de los almohades, la sublevación de mayor importancia se produjo al otro lado del Estrecho, entre las cábilas de Banu Marín. En 1216 éstas derrotaron a las almohades en las cercanías de Fez. A los graves problemas en el norte de África pronto se sumarían los surgidos en la Península. En 1224 se produjo el fallecimiento de Yusuf II y con este hecho sobrevino también el final de las treguas acordadas con Castilla. A la sazón, Fernando III había conseguido la pacificación de su reino y estaba más que dispuesto a pasar a la ofensiva contra los almohades. La reaparición de unos nuevos reinos de taifas, como consecuencia de su debilitamiento en Al-Andalus, iba a ayudar considerablemente a sus propósitos. Uno de los sublevados contra los invasores norteafricanos era Abd Allah al-Bayasí, que, ayudado por Fernando III, se apoderó de Jaén, Priego, Loja, Granada y, posteriormente, de Córdoba, Valencia, Niebla y Murcia. De esa manera, el imperio almohade recibía un terrible golpe en Al-Andalus sin que la posición de los musulmanes se viera beneficiada como consecuencia de aquél. De hecho, las ciudades tomadas por Abd Allah al-Bayasí no tardaron en convertirse en nuevos reinos cuando éste murió en 1226.

Durante el verano de 1227 Alfonso IX de León logró reconquistar Cáceres. De esa manera, Extremadura dejaba de ser inexpugnable y quedaba abierto el camino de los ejércitos cristianos hacia el sur. El avance no podía producirse en peor momento para los almohades. El 4 de octubre de 1227 fue asesinado en Marrakech su caudillo Al-Adil y el imperio almohade era presa de la anarquía. Apenas dos años después, sus últimos reductos en España desaparecían en medio de distintas sublevaciones protagonizadas por los musulmanes de Al-Andalus. Acababa así otro imperio islámico que sólo había podido mantenerse en pie por la fuerza de la espada. El final del imperio almohade en 1229 fue aprovechado inmediatamente por Sancho II, rey de Portugal, y por Alfonso IX de León. Éste hubiera preferido que, a su muerte, su reino se hubiera unido a Portugal antes que a Castilla. Así, en su testamento, violando el derecho sucesorio, había dejado dispuesto que el trono leonés pasara a sus hijas Sancha y Dulce, nacidas de su unión con Teresa de Portugal. Una vez más, la extraordinaria habilidad de Berenguela iba a salvar la situación en beneficio de Fernando III. Reunida con Teresa de Portugal, logró que Sancha y Dulce renunciaran a las concesiones del testamento de su padre a cambio de cuantiosas compensaciones económicas. El acuerdo de ambas madres, firmado en Valença, fue complementado en 1231 por el de Sabugal suscrito por Fernando III y Sancho II de Portugal. Ambos monarcas deseaban ciertamente vivir en paz, especialmente porque la Reconquista aún no había concluido.

En diciembre de 1232 Fernando III, asegurado su dominio sobre León, concentró sus tropas en Toledo. Antes de que acabara el año, estaba en sus manos Trujillo. Los años siguientes constituyeron una secuencia ininterrumpida de victorias. En 1233 las tropas castellanas reconquistaron Montiel y Baza; en 1235, Medellín, Alange, Magacela y Santa Cruz. La estrategia castellana no podía ser más acertada militarmente: encerrar Sevilla en medio de dos ofensivas paralelas que surcaban Extremadura y la cuenca del Guadalquivir. Entonces, en enero de 1236, tuvo lugar un acontecimiento de crucial importancia. Se hallaban reunidas las cortes de Burgos cuando llegaron inesperadas noticias de que las fuerzas castellanas se habían apoderado por sorpresa del arrabal cordobés conocido como La Ajarquía. El 7 de febrero el propio Fernando III se hallaba en el campo de batalla, y el 29 de junio la ciudad que en otro tiempo había sido capital del califato era reconquistada.

Resulta difícil describir en toda su grandeza el enorme impacto moral que causó en el islam la pérdida de Córdoba. Su antiguo esplendor —que, como ya hemos visto en la mentira anterior, no estuvo exento de sombras como su circunscripción al ámbito cortesano, la práctica de la esclavitud o la opresión de las minorías religiosas— es añorado hasta en la actualidad por los musulmanes. También para los cristianos iba a encerrar un simbolismo obvio. De Córdoba habían partido las expediciones que los habían esclavizado y saqueado durante generaciones. También se habían originado allí las terribles campañas de Almanzor, tan sólo comprensibles desde la óptica de la yiha. Ahora, Fernando III consideró llegado el momento de realizar un acto de innegable justicia histórica y, así, ordenó la devolución de las campanas compostelanas robadas por Almanzor en el año 998. Igual que en el pasado, viajarían a hombros de cautivos, pero esta vez rumbo a sus legítimos propietarios. No sólo eso. Córdoba, ciudad de claras resonancias clásicas y cristianas, no iba a estar poblada en el futuro por musulmanes. Aunque éstos fueron tratados con magnanimidad, se les obligó a abandonar la ciudad y ésta fue repoblada íntegramente con gente que venía del norte. En ese sentido, los futuros cordobeses no sólo no iban a descender de los escasos árabes o de los mucho más numerosos bereberes que la habían poblado a inicios del siglo XIII, sino de gente llegada del reino castellano-leonés. Si un cordobés actual, cuya familia contara con siete siglos de permanencia en la ciudad, deseara encontrar sus orígenes no los hallaría nunca en el norte de África o en la península arábiga sino en Castilla, León, Cantabria, Galicia o incluso las Vascongadas.

No fue distinto el caso de Sevilla. Sin duda, se trataba a la sazón de la ciudad más importante de Al-Andalus —el crecimiento de Granada se produciría más tarde— y había sido por añadidura capital de los almorávides. Como en el caso de Córdoba, el asalto sobre la capital vino precedido por una serie de operaciones preliminares en el curso de las cuales los leoneses, con el apoyo de las órdenes militares, tomaron Santaella, Hornachuelos, Mirabel y Zafra, mientras que los castellanos se apoderaban de Aguilar, Cabra, Osuna, Cazalla y Morón. Así estaban las cosas cuando Murcia, a pesar de ser una ciudad musulmana, solicitó ser anexionada por Castilla para verse libre de los ataques de que era objeto por parte de Granada. El episodio tiene una considerable importancia y pone de manifiesto una realidad innegable, la de que determinadas entidades políticas, cuya vida independiente resultaba inviable ante las agresiones de un poderoso vecino, preferían ser anexionadas por Castilla sabedoras de que respetaría sus fueros. Tal fue el caso, como veremos en una mentira ulterior, de las provincias vascongadas, amenazadas por Navarra.

Fernando III estaba dispuesto a acceder a la petición de Murcia que, por añadidura, era ya un protectorado castellano. Entonces, en 1242, se produjo la sublevación de Diego López de Haro y el propio monarca enfermó, debiendo permanecer en Burgos. Recayó entonces la responsabilidad de dirigir la empresa en el infante Alfonso. Como era de esperar, no se produjo lucha alguna salvo en Lorca, Cartagena y Murcia, donde se ofreció alguna resistencia.

Tras anexionarse Murcia, los castellanos entraron en Moguente y Euquera. Estaban a punto de dirigirse a Játiva cuando el rey de Aragón se adentró en las tierras reservadas a Castilla y ocupó algunas plazas como Villena y Sax. La acción constituía una verdadera agresión y hubiera podido derivar en una guerra entre ambos monarcas. Si no fue así se debió a la mediación de Diego López de Haro y de Violante de Aragón. Se firmó el 25 de mayo de 1244 el tratado de Almizra en el que se fijaban los límites futuros de la Reconquista. La frontera se estableció en una línea que discurría entre Altea y Villajoyosa. Aunque el acuerdo dejaba a Castilla encomendada la tarea de la futura Reconquista, no puede decirse que perjudicara a la Corona de Aragón, ya que la liberaba del enfrentamiento con el islam para permitirle lanzarse en mayor medida aún a la proyección mediterránea que había adoptado desde hacía tiempo.

Con Murcia en manos de Castilla y los portugueses en Ayamonte (1238), sólo quedaba para concluir la Reconquista la toma de los reinos de Granada y Sevilla. El propósito de Fernando III era continuar en dirección a Granada y, efectivamente, tras tomar Arjona, Caztalla, Begíjar y Carchena, inició el asedio de Jaén en 1246. Pero se produjo entonces un acontecimiento de enorme trascendencia que, con seguridad, implicó el retraso de la Reconquista. Viendo que el final de su reino se cernía sobre el horizonte, Abu Abd Allah Muhammad ben Nasr al-Ahmar, antiguo señor de Arjona y a la sazón rey de Granada, se presentó en el campamento castellano y comunicó su voluntad de someterse como vasallo a Fernando III. El rey cristiano aceptó el ofrecimiento, que vino acompañado de la entrega de Jaén, del compromiso de pagar un tributo y de la obligación de asistir a las Cortes castellanas cuando las hubiera y de prestar ayuda militar. De esta manera, gracias a la generosidad castellana, se consagró la existencia de un Estado musulmán que iba de Tarifa a las cercanías de Almería y desde la proximidad de Jaén a las costas del Mediterráneo.

Dado que en 1246, el rey moro de Murcia dejó de ser vasallo de Castilla y su territorio fue anexionado habría que preguntarse por qué no sucedió lo mismo con Granada. Las razones son, ciertamente, diversas. Por un lado, estuvo el comportamiento, ciertamente de buen vasallo, que demostraría en los años siguientes Muhammad y, por otro, posiblemente, el deseo de que siguiera existiendo un núcleo islámico al que pudieran retirarse los musulmanes, si así lo deseaban, de los reinos que iban siendo reconquistados por Castilla.

Menos habilidad desde luego que el régulo granadino tuvo su homólogo sevillano. Convencido, como buena parte de sus antecesores islámicos, de la necesidad de estrechar lazos con sus correligionarios del norte de África frente al empuje cristiano, el rey de Sevilla se reconoció vasallo de Túnez. Se dibujaba así la posibilidad de una nueva invasión norteafricana que, como todas las anteriores desde el siglo VIII, sembrara sangre y fuego sobre la Península. La respuesta de Fernando III ante esta amenaza fue terminante. En 1246 sus fuerzas recorrían el Aljarafe sevillano, haciéndose con el control de Alcalá de Guadaira, Lora y Alcalá del Río. Al mismo tiempo, una flota castellana a las órdenes de Ramón Bonifaz atacaba y destruía las naves islámicas que acudían en socorro de la ciudad del Guadalquivir, y, acto seguido, remontaba el río en dirección a la capital.

En 1247 Fernando III se hallaba en Tablada, mientras el maestre de Santiago cortaba el camino de Niebla que, a la sazón, era el único por el que podía recibir refuerzos Sevilla. El 2 de mayo Ramón Bonifaz aniquilaba en un combate épico el puente de barcos que unía la capital con Triana y los sitiados se veían obligados a entablar negociaciones para la capitulación. Fernando III estaba dispuesto a respetar sus vidas y haciendas, pero exigía a cambio que no se llevaran a cabo destrucciones en la ciudad. El 23 de noviembre, finalmente, la ciudad capitulaba y, el 22 de diciembre, Fernando III entraba en Sevilla. Tres años después, con el control de las dos orillas del Guadalquivir hasta su desembocadura, Castilla podía dar por concluido este capítulo de la Reconquista.

Durante las décadas siguientes, Castilla procedió a la repoblación de las tierras reconquistadas. Reviste este capítulo especial importancia por sus repercusiones políticas, que llegan hasta el momento actual. Sabida es la insistencia de algunos políticos andaluces por hacer remontar sus antepasados hasta alguna familia musulmana. Semejante eventualidad es, más que altamente improbable, verdaderamente imposible. Al igual que Córdoba, Sevilla se vio vaciada de sus habitantes musulmanes, que prefirieron optar por no vivir bajo el gobierno de un rey cristiano, y fueron repobladas por gentes venidas del norte. Ciertamente, si alguien pudiera trazar con seguridad su genealogía hasta algún antepasado cordobés o sevillano de la segunda mitad del siglo XIII se encontraría con seguridad con un castellano, un leonés o incluso un vizcaíno pero no con un andalusí o, menos aún, un árabe. Afirmar otra cosa sólo puede nacer de una deplorable incultura histórica, de un lamentable papanatismo político o de la suma de ambos. En conclusión, es una simple mentira histórica.