EN los comienzos del siglo VIII, cuando tuvo lugar la invasión islámica, España era la nación más adelantada de todo el Occidente surgido tras el colapso del Imperio romano a finales del siglo V. España no sólo poseía un hondo sentimiento nacional que se puede contemplar, por ejemplo, en las obras de Isidoro de Sevilla, sino que, además, en términos científicos y culturales se había adelantado varios siglos al denominado renacimiento carolingio que tendría lugar en Francia bajo el emperador Carlomagno. Por desgracia para la nación, esa pujanza cultural no discurrió en paralelo con la solidez política. La monarquía visigoda, con capitalidad en Toledo, demostró ser una entidad inestable y frecuentemente sacudida por recidivantes muestras de antisemitismo y, sobre todo, por una tendencia maligna a la división partidista.

Al acceder al trono don Rodrigo, los partidarios de su antecesor Vitiza solicitaron la ayuda de los musulmanes para regresar al poder. La obtuvieron, pero el resultado no pudo ser más desastroso. Los aliados islámicos de los partidarios de Vitiza ciertamente cruzaron el Estrecho y acabaron con don Rodrigo, pero, a continuación, se quedaron en territorio español. La primera consecuencia de ese acto fue la aniquilación de la cultura más importante de Occidente en aquella época; la segunda, el establecimiento de una sociedad islámica en la que no sólo los cristianos y judíos, sino también los conversos al islam que no eran de origen árabe, se vieron sometidos a un trato terriblemente discriminatorio.

La resistencia hispánica frente al islam se articuló, prácticamente desde el primer momento, en un núcleo situado en las montañas de Asturias en torno a la figura de un noble visigodo llamado Pelayo. A él debieron los resistentes españoles la primera victoria sobre los invasores musulmanes. Lo que vino después fue una lucha encarnizada no sólo por sobrevivir frente a la agresión islámica, sino también por ir recuperando palmo a palmo el territorio ocupado. Aquel combate entre los herederos de la monarquía española y los musulmanes alcanzó una cota de especial importancia, muy poco antes de la llegada al poder de Abd ar-Rahmán III, con Alfonso III de Asturias que se autodenominó rex totius Hispaniae, el rey de toda España. Consciente de que, de facto, no lo era, dada la situación de invasión islámica que sufría buena parte de la Península, con todo, de iure o siquiera de voluntate, su reino era sucesor de aquella España visigótica independiente y unida, aniquilada por los musulmanes a los que abrieron la puerta los traidores partidarios de Vitiza.

La noción patrimonial del reino llevó a los vástagos de Alfonso III a repartírselo, permaneciendo Ordoño en Galicia, Fruela en Oviedo y García en Castilla y demás tierras nuevas. No impidió aquella división —que no tardaría en ser anulada por un Ordoño que establecería su capital en León— la continuación del avance hacia el dominio total de la cuenca del Duero. De hecho, los condes que gobernaban las tierras castellanas repoblaron en el año 912 Roa, Osma, Aza, Clunia y San Esteban. El potencial humano lo proporcionaron fugitivos mozárabes y, de manera muy especial, vascones que dejarían su huella en nombres y topónimos que indicarían la unión entrañable que durante siglos mantendrían con una Castilla que estaban contribuyendo decisivamente a asentar. En apariencia, la Reconquista había entrado en una fase de asentamiento en la que sólo habría que esperar a que los avances militares de los núcleos de resistencia norteños y la descomposición interna de Al-Andalus, creada por el odio hacia los dominadores árabes, culminaran, para que se vieran coronados sus objetivos esenciales. Éstos no eran otros que la restauración de la unidad nacional de España y la expulsión de los invasores islámicos. Tanta era la convicción de los cristianos al respecto que en pleno reinado de Alfonso III se llegó a adjudicar a éste el cumplimiento de la profecía de Ezequiel sobre Gog y Magog, dando a entender que acabaría expulsando a los musulmanes de España. Los acontecimientos iban a discurrir de manera muy diferente y durante un siglo los núcleos de resistencia norteños recordarían más el Apocalipsis que los oráculos del profeta judío. La razón sería la aparición de Abd ar-Rahmán III y la creación del califato de Córdoba.

Un contemporáneo describiría a Abd ar-Rahmán como «el más hermoso y gentil de los muslimes, de color rosado y ojos azules». No pudo añadir que era además rubio por la sencilla razón de que Abd ar-Rahmán se teñía el pelo de negro. Para Abd ar-Rahmán, sin embargo, esas características constituían un insoportable motivo de sufrimiento ya que no eran las propias de un príncipe árabe, de un omeya, sino que procedían de su madre, una esclava vascona. Por si fuera poco, sus piernas eran más cortas de lo que exigiría su estatura. Para evitar dar una imagen que lo atormentaba, Abd ar-Rahmán se empeñaba en montar caballos de gran alzada y en permanecer sentado ante sus interlocutores, en ocultar a fin de cuentas que era como era.

Cuando contaba veintidós años, en 912, tuvo lugar la muerte de Abd Allah, el emir de Córdoba, y Abd ar-Rahmán lo sucedió en circunstancias especialmente difíciles. En el norte, el reino de Asturias continuaba su labor de reconquista, dominando y controlando ya la línea del Duero con el concurso de los mozárabes que habían abandonado el cruel dominio de Al-Andalus. En el sur, los gobernadores de Ifriqiya habían proclamado un califato independiente que podía fácilmente atraer las voluntades de las legiones de musulmanes descontentos. En el interior, finalmente, los musulmanes de origen español, los denominados muladíes, seguían disconformes con el dominio de sus correligionarios árabes y continuaban siendo un peligro incesante para el emir de Córdoba por más que alguno de los focos de rebeldía, como el de Omar ibn Hafsún, se hubiera debilitado en los últimos tiempos. El poder efectivo del emir Abd ar-Rahmán no iba mucho más allá de los arrabales de Córdoba. Sin embargo, de manera despiadada, lograría imponerse a sus primeros adversarios.

La primera tarea que emprendió fue recuperar una coherencia interna, cuyo principal enemigo era Omar ibn Hafsún. No fue empresa fácil pero, al cabo de dos años, el emir de Córdoba había logrado ir arrebatando a aquél el apoyo de la mayoría de sus seguidores y, prácticamente, recluirlo en las cercanías de su inexpugnable reducto de Bobastro. En septiembre de 917 falleció Omar ibn Hafsún y sus hijos sólo pudieron prolongar su resistencia hasta el 19 de enero de 918. Nada más conocer la caída de Bobastro, Abd ar-Rahmán ordenó desenterrar los huesos de Omar ibn Hafsún y de su hijo y sucesor Shafar a fin de que fueran expuestos a la burla del populacho de Córdoba. Poco después, Abd ar-Rahmán abandonó el título de emir y se autoproclamó califa.

Para aquel entonces, los focos de resistencia hispano-muladí se habían extinguido o estaban en camino de hacerlo. Sevilla había revertido, tras un conflicto sucesorio, al control del emir de Córdoba y en 916 se le habían sometido los Algarves y las comarcas de Murcia, Valencia, Tortosa y buena parte de la de Mérida. A inicios de la década de los treinta, Badajoz, Toledo y la marca superior también se hallaban en su poder. Se cerraba así un proceso de dos décadas que se había iniciado realmente con la decadencia del foco de resistencia en Bobastro y que ponía en manos de Abd ar-Rahmán todo Al-Andalus.

El resultado inmediato de recuperar la paz interior fue un incremento extraordinario en las rentas del Estado, que se vieron engrosadas muy poco después con el botín de las expediciones emprendidas contra los cristianos del norte, un botín que no pocas veces tenía entre sus partes más pingües la venta de los prisioneros de guerra como esclavos. De esta manera, si Abd ar-Rahmán II había percibido un millón de dinares anuales —cifra que se vería muy mermada durante el gobierno de sus sucesores—, Abd ar-Rahmán III lograría ingresar en el tesoro público la cifra de poco menos de cinco millones y medio de dinares, a los que hay que sumar los tres cuartos de millón de su renta personal como califa.

No deja de ser significativo que una proporción verdaderamente extraordinaria de la riqueza y del comercio del califato descansara sobre el tráfico de esclavos y sobre el saqueo de los reinos del norte. A decir verdad, durante el siglo X, Al-Andalus se convirtió verdaderamente en el centro del comercio de seres humanos de Occidente. El propio Abd ar-Rahmán fue un indudable beneficiario de tan infame institución. Así, a su muerte, su palacio de Medina Azahara (Madinat al-Zahra) contaba con los servicios de tres mil setecientos cincuenta esclavos varones y seis mil trescientas mujeres, de las que la inmensa mayoría también estaban reducidas a la esclavitud. No fueron tan astronómicas cifras monopolio del primer califa. De hecho, sus sucesores llegaron a alcanzar la cantidad de trece mil setecientos cincuenta esclavos.

Pero si los medios para crear riqueza eran despóticos no lo eran menos los mimbres de la pirámide social. Los cristianos o mozárabes continuaban figurando en la base, tan sólo por encima de los esclavos. Por lo que se refiere a los muladíes, los hispanos convertidos al islam, se hallaban en lo más bajo del segmento musulmán de la sociedad, por detrás, por supuesto, de los árabes e incluso de los norteafricanos. No deja de ser significativo que mozárabes y muladíes, hispanos de distintas religiones a fin de cuentas, siguieran manteniendo el uso del romance y que todavía durante el siglo X, es decir, dos siglos después de la invasión islámica, esa lengua fuera la más hablada en Al-Andalus.

Precisamente Abd ar-Rahmán III iba a protagonizar el terrible episodio sufrido por un niño cristiano llamado Pelayo. Sobrino del obispo de Tuy, fue entregado al califa en calidad de rehén. Se suponía, por lo tanto, que de acuerdo con los usos de la época, su vida tenía que haber sido considerada sagrada. Para desgracia suya, Abd ar-Rahmán III se prendó de él. El niño Pelayo estaba dotado de «talento y hermosura», unas cualidades que el califa deseaba poseer en todos los sentidos del término. Las fuentes nos dicen que Abd ar-Rahmán III alternó las promesas con las «caricias» para que el niño se le entregara y, de paso, abrazara el islam. La respuesta de la criatura, totalmente indefensa, estuvo cargada de valentía y dignidad. Rechazó las caricias que le prodigaba el califa, tiró de la barba a Abd ar-Rahmán III, le arañó en la cara y, en el colmo del desafío, profirió insultos contra Mahoma. La respuesta del califa fue terminante. Incapaz de soportar aquel rechazo, ordenó que se sometiera al niño Pelayo a las torturas más horribles. Finalmente, su cuerpo mutilado acabó arrojado al río Guadalquivir.

La política de Abd ar-Rahmán III hacia los reinos del norte —como no es de extrañar— no iba a resultar de entendimiento, concordia o pacifismo. Se trataba de presas que tenían que ser periódicamente exprimidas y humilladas. En 917, el mismo año en que murió Omar ibn Hafsún, las tropas de Abd ar-Rahmán III, a las órdenes de Ahmad ben Abda, atacaron la fortaleza de San Esteban de Gormaz, uno de los enclaves recientemente repoblados por los cristianos. Aquella incursión no fue afortunada para Abd ar-Rahmán III. Ordoño II, con la colaboración de Sancho Garcés de Navarra, contraatacó con maestría y provocó una derrota a los invasores que llegaron incluso a perder a Ahmad ben Abda en el combate. Al año siguiente, los reyes de León y Navarra atacaron conjuntamente Nájera y Tudela apoderándose de Arnedo y Calahorra. De esa manera, no sólo ganaban tierras a los musulmanes sino que además Navarra traspasaba la línea del Ebro.

Abd ar-Rahmán III, que hasta ese momento sólo había cosechado éxitos, no podía tolerar aquella situación. De hecho, reaccionó sustituyendo el régimen de aceifas que tantos resultados —especialmente económicos y de terror— había tenido hasta la fecha por la articulación de un nuevo tipo de ofensiva de gran envergadura en la que los enemigos quedaran casi literalmente anegados por la superioridad del ejército musulmán. Daba así inicio al periodo de las denominadas «campañas» en las que tanto destacaría Abd ar-Rahmán III y, posteriormente, Almanzor.

La primera de estas ofensivas fue la conocida en las fuentes árabes como «campaña de Muez». Concebida inicialmente como una expedición de castigo que disuadiera a los reinos del norte de su política reconquistadora, dio inicio a principios del verano de 920, cuando la resistencia interna en Al-Andalus ya era cosa definitivamente del pasado. Partiendo de Córdoba, se dirigió a Toledo y de allí a la antigua calzada romana que llevaba a las altiplanicies de Soria. Tras llegar a Osma, siguió el camino que flanqueaba el Duero arrasando todo a su paso. En esa situación se hallaba cuando le llegaron noticias de que el rey navarro había lanzado un ataque, quizá de diversión, contra Tudela. Desanduvo entonces parte de su trayecto y cayó sobre Navarra también a sangre y fuego. Cuando se hallaba Abd ar-Rahmán III cerca de Pamplona, Sancho Garcés no tuvo otro remedio que correr a defender su capital. Ambos ejércitos chocaron en Valdejunquera, cerca de Muez. La superioridad islámica, verdaderamente abrumadora, se tradujo en una victoria de Abd ar-Rahmán III. Mientras algunos de los soldados cristianos caían cautivos de éste, otros se refugiaron en las fortalezas de Muez y Viguera. La respuesta de Abd ar-Rahmán III fue fulminante y —¿puede extrañarnos a estas alturas?— rebosante de crueldad. Acudió a asediar ambas plazas, las tomó y a continuación ordenó que se degollara a todos los defensores. Finalmente, arrasó los campos y emprendió el camino de regreso a Córdoba. Como comportamiento de un monarca supuestamente ilustrado no deja de ser paradójico.

Abd ar-Rahmán III había puesto en funcionamiento una maquinaria militar sin precedentes, cuya finalidad era la muerte o cautividad de los cristianos y la destrucción absoluta de sus ciudades y haciendas. La total convicción de que nada podría satisfacerle aparte de su aniquilación debió impulsar a los monarcas cristianos a intentar recuperar el territorio perdido. Algo más de dos años después de la derrota de Valdejunquera, Ordoño II y Sancho Garcés volvieron a su labor de reconquista siendo su objetivo esta vez La Rioja. La campaña discurrió bien, ya que recuperaron Nájera —que fue incorporada a Navarra— y Viguera. La muerte poco después de Ordoño II fue aprovechada por Abd ar-Rahmán III para lanzar una nueva ofensiva, la denominada «campaña de Pamplona». Pretendía el musulmán conquistar el reino de Navarra e incorporarlo a Al-Andalus, una decisión en la que no sólo pesaban motivos estratégicos sino también personales, ya que mientras que había sentido un cierto respeto por Ordoño II, consideraba al rey navarro personaje desdeñable. Así, las tropas musulmanas se encaminaron a Tudela y desde allí a Pamplona arrasando todo lo que encontraban a su paso. Al camino les salió Sancho Garcés, reforzado por guerreros leoneses, pero Abd ar-Rahmán III lo derrotó a orillas del río Irati. Quedó así indefensa la capital navarra. Una vez más, la generosidad, la clemencia, el comportamiento ilustrado brillaron por su ausencia. Abd ar-Rahmán procedió a saquearla, para luego arrasarla sin respetar siquiera la catedral. Pero no se conformó con aquel triunfo y continuó su expedición hasta la Roca de Qays desde donde volvió a descender hasta Tudela.

A lo largo de los años siguientes, Ramiro II de León daría repetidas muestras de ser un monarca excepcional. Hábil diplomático que consideró en su justo valor la alianza con Navarra, aguerrido combatiente y extraordinario gobernante, estaba convencido de que la única manera de contener a Abd ar-Rahmán III era continuar la tarea reconquistadora. La respuesta del califa no se hizo esperar. Al año siguiente del saqueo de Pamplona, lanzó a su ejército contra el alto Duero con la intención de desbaratar la obra reconquistadora de los últimos tiempos. El conde castellano Fernán González se apercibió del avance enemigo y lo puso en conocimiento del rey leonés. Éste reunió apresuradamente a sus fuerzas y se enfrentó con los musulmanes en Osma. Esta vez fueron las armas cristianas las que se alzaron con el triunfo, posiblemente porque ya disponían de un conocimiento considerable —obtenido amargamente— de la nueva forma de guerrear de Abd ar-Rahmán III. El califa intentó reaccionar frente a una derrota que se había zanjado con millares de bajas entre muertos y prisioneros lanzando una nueva expedición contra Osma en la que contó con la ayuda de los tuchibíes de Zaragoza. Sin embargo, Ramiro II no quiso arriesgarse a un enfrentamiento en campo abierto y se hizo fuerte tras los muros de la plaza.

La respuesta del califa constituyó un nuevo alarde de crueldad. Arrasó toda la comarca sin exceptuar la ciudad de Burgos, que fue completamente destruida. No sólo eso. De manera absolutamente injustificada desde cualquier criterio, Abd ar-Rahmán III llegó hasta el monasterio de san Pedro de Cárdena y procedió a degollar a los doscientos monjes que vivían en él. Se trató de una muestra de barbarie que, como veremos, no resultó excepcional.

Sin embargo, sus adversarios no estaban dispuestos a amilanarse. Ramiro II logró convencer al señor de Zaragoza, Abu Yahya, para que se declarara vasallo suyo y abandonara la obediencia jurada al califa. Zaragoza tenía una importancia estratégica fundamental ya que permitía a León y Navarra extenderse de tal manera que podían casi enlazar con los condados catalanes. Por supuesto, el califa no estaba dispuesto a tolerarlo. Tras cercar y tomar Calatayud, Abd ar-Rahmán III fue conquistando uno tras otro todos los castillos de la zona. Al llegar a las puertas de Zaragoza, Abu Yahya capituló, una acción que el califa aprovechó para, tras perdonarle la vida, emplearlo en una ofensiva dirigida contra Navarra. Concluyó ésta con enorme éxito, hasta el punto de que la reina Toda se declaró vasalla del califa.

Creyó el califa entonces que había llegado el momento de asestar un golpe de muerte a la monarquía astur-leonesa que, desde hacía décadas, era el corazón de la resistencia contra los ataques del islam. En apariencia, la empresa era sobradamente factible, especialmente si se podía reunir un ejército aún más poderoso que los utilizados en las campañas anteriores. El que ahora levantó Abd ar-Rahmán contaba con cien mil guerreros. A ellos se sumaron además los efectivos islámicos acantonados en la frontera superior.

A la cabeza de tan imponente fuerza militar, el califa cruzó el Sistema Central y se adentró en el territorio leonés en el verano del año 939. En Simancas les esperaba Ramiro II, al que se habían sumado las mesnadas del conde castellano Fernán González e incluso tropas navarras al mando de Toda. La batalla, librada en pleno mes de julio, resultó indecisa durante varios días. Sin embargo, Ramiro II no dejó de observar las maniobras enemigas y cuando advirtió que las tropas califales mostraban cansancio cargó contra ellas con todas sus fuerzas. No pudieron soportar el embate los musulmanes, pero tampoco tuvieron la posibilidad de retirarse ordenadamente ya que a sus espaldas habían excavado un foso las tropas cristianas y, al contemplar que era imposible salvarlo con sus monturas, cundió el pánico y se desbandaron. La derrota adquirió así unas dimensiones catastróficas, hasta el punto de que el propio Abd ar-Rahmán escapó a duras penas y se vio obligado a dejar detrás de sí objetos tan preciados como su Corán personal. No sólo eso. Durante varios días, las tropas cristianas persiguieron a las islámicas sin dejar de ocasionarles bajas.

En términos reales, Al-Andalus seguía contando con unos recursos y una fuerza militar muy superiores a los de los reinos cristianos en conjunto. Sin embargo, la derrota de Simancas había producido una honda desmoralización entre los musulmanes. El mismo califa era presa de la cólera más intensa al llegar a Córdoba. Hombre que se sentía inferior, no podía tolerar parecerlo. Una vez más, su desahogo consistió en una explosión de crueldad. Lejos de reflexionar sobre la parte, la principal, que le correspondía en la derrota, procedió a descargar su ira sobre sus soldados y oficiales. Así, las orillas del Guadalquivir se vieron llenas de horcas y cruces en las que fueron ejecutados centenares de guerreros —tan sólo de oficiales de caballería el número superó los trescientos— por el único delito de haber sido derrotados en una empresa nacida de las ansias del califa. Con todo, no debió sentirse lo suficientemente calmado. Desde luego, no estaba dispuesto a sufrir una nueva humillación militar. A partir de ese momento, Abd ar-Rahmán III, conocido como En-Nasir (El victorioso), renunció a participar en las futuras campañas.

En 951 Ramiro II falleció y su hijo Ordoño III ascendió al trono leonés. Difícilmente habría podido encontrarse con circunstancias peores. Tanto Toda de Navarra —que opacaba a su hijo el rey García Sánchez— como el conde castellano Fernán González y los aristócratas portugueses y gallegos rechazaron la sucesión en la persona de Ordoño III y defendieron que la corona pasara a su hermano Sancho, un personaje de carácter débil al que una obesidad exagerada valdría el sobrenombre de Craso. Ordoño III logró imponerse e incluso llevó a cabo una campaña victoriosa contra Lisboa que, sumada a una de Fernán González contra San Esteban de Gormaz, convencieron a Abd ar-Rahmán III de la conveniencia de pactar una tregua. Exigió el califa entonces la entrega o desmantelamiento de algunas fortalezas que sustentaban la frontera del Duero, pero la muerte de Ordoño III en Zamora, en el verano de 956, interrumpió el proceso.

El sucesor, Sancho I el Craso, se negó a aceptar las condiciones del califa, y era lógico que así lo hiciera porque hubiera equivalido a dejar inerme su reino. Sin embargo, su actitud sirvió de justificación a aquél para enviar una expedición militar contra León. Falto de preparación, Sancho I fue derrotado, y Fernán González aprovechó la situación para provocar su alejamiento del trono y su sustitución por Ordoño IV, un pobre giboso de carácter apocado. En cuanto a Sancho I, marchó al lado de su abuela Toda en Navarra. Aquel episodio fue considerado intolerable por la anciana, que situó sus intereses familiares por delante de cualquier otra consideración. Puesta en contacto con Abd ar-Rahmán III, le ofreció la entrega de diez plazas fuertes en la frontera del Duero a cambio de la ayuda necesaria para que su nieto recuperara el trono de León. Semejante acción constituía una enorme torpeza, en la medida en que no sólo cuarteaba el frente de resistencia contra el califato sino que además creaba para el futuro unas circunstancias de debilidad militar que sólo podrían ser desastrosas. De manera lógica, Abd ar-Rahmán III captó perfectamente la oportunidad que le ofrecía la iniciativa de Toda y, para dejar más de manifiesto su poder, exigió que la mujer, su hijo y su nieto acudieran a Córdoba a negociar personalmente el acuerdo, que se concluyó en los términos propuestos, mientras Sancho I era atendido de su obesidad por un médico cordobés.

En la primavera de 959 un ejército califal, en cuyas filas se hallaba Sancho I el Craso, se dirigió hacia León. Las tropas musulmanas tomaron Zamora, y en poco tiempo se hicieron con el control del reino. Para colmo de males, el conde Fernán González fue hecho prisionero por los navarros en Cirueña. Los reinos del norte se habían visto reducidos a pagar tributo al califa. Posiblemente, las consecuencias habrían sido de mayor gravedad de no ser porque el 16 de octubre de 961 Abd ar-Rahmán III falleció y, de manera lógica, se produjo una pausa en el enfrentamiento. Durante los meses anteriores a la muerte, el califa —ya de setenta y dos años— había sufrido una espantosa enfermedad que hoy denominaríamos melancolía involutiva. A la depresión que no lo abandonaba un instante se sumaba un llanto casi continuo. Estaba solo, no podía creer que alguien lo amara —había hecho ejecutar a su hijo Abdallah once años antes— y, quizá, se daba cuenta de que el edificio de su imperio era mucho menos sólido de lo que podían indicar su lujo y su derroche. El balance de su vida, realizado por él en aquellos últimos días, no puede ser más significativo:

«He reinado más de cincuenta años, con victoria y con paz. Amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Riquezas y honores, poder y placeres, aguardaron mi llamada para acudir de inmediato. No existe bendición terrenal que se me haya escapado. En esta situación he procedido a anotar con diligencia los días de felicidad pura y auténtica que he disfrutado: SUMAN CATORCE. Hombre, no cifres tus deseos en el mundo terrenal».

Seguramente, no le faltaba razón a Abd ar-Rahmán III al afirmar que los anhelos del hombre no se pueden saciar en este mundo y que necesitan una respuesta trascendente. Pero no era menos cierto que su personalidad no había sido nunca la de un monarca ilustrado y tolerante. Cruel, caprichoso, sanguinario, belicista, Abd ar-Rahmán III es uno de los personajes más repulsivos de toda la historia española. De hecho, nos provocaría un verdadero horror si hubiera sido uno de los reyes cristianos. Siendo un califa musulmán, se le juzga con benevolencia. Sin embargo, semejante aproximación no pasa de ser una sangrante mentira histórica.

Bibliografía

He analizado la andadura histórica del califa en C. Vidal, España frente al islam, Madrid, 2002 y sus trastornos psicológicos en ídem, El talón de Aquiles, Madrid, 2006. Por supuesto, para el estudio de este califa resulta esencial consultar a título de fuentes, la Crónica del califa Abderraman III an-Nasir entre los años 912 y 942 (al-Mugtabis ., Zaragoza, 1981; E. Lévi-Provencal y E. García Gómez, Una crónica anónima de Abd al-Rahmán III al-Nasir. Ch. Pellat (ed.), Le calendrier de Cordoue, Leiden, 1961; L. Molina, Una descripción anónima de Al-Andalus, 2 vols., Madrid, 1983, y A. Arjona Castro, Anales de Córdoba musulmana (7111008), Córdoba, 1982.

Sobre Abd ar-Rahmán III son interesantes las biografías de E. Cabrera, Abd ar-Rahmán III y su época, Córdoba, 1991; de J. Valdeón Baruque, Abd ar-Rahmán III y el califato de Córdoba, Madrid, 2001; y las obras de J. Vallvé, El califato de Córdoba, Madrid, 1992; y Abd ar-Rahmán III, Barcelona, 2003.